Fabrizio Mejía Madrid
18/12/2024 - 12:05 am
Lo que nos indigna
"Todos tienen un pasado foxista o calderonista, todos de la Universidad Panamericana, la Libre de Derecho o el ITAM. Todos actuaron en contra de que se aprobara la reforma judicial a la Constitución pero ahora se apuntan para participar".
https://www.youtube.com/watch?v=tV4B-aulUD4
En las primeras listas de la Suprema Corte de Norma Piña para la elección de jueces aparecen personajes que simbolizan la injusticia. Una de ellas es la que fuera procuradora de Felipe Calderón, Marisela Morales, que tiene en su haber la tortura de testigos para que inculparan a gente que nunca habían visto, el paso de miles de armas de los Estados Unidos hacia los grupos criminales mexicanos, la complicidad con la guerra contra el narco de Genaro García Luna. Esto bastaría para que no fuera elegible. Sin embargo, todo es muy formal en esta primera selección de juzgadores. Habrá rondas de idoneidad ---es decir, quiénes son adecuados para impartir justicia ---, luego el sorteo y, finalmente, y se nos deja a los electores la facultad de darles o negarles nuestro voto.
Como Marisela Morales hay otros. Para empezar, el propio secretario de Felipe Calderón, Roberto Gil Zuarth, miembro del grupo de panistas que solapó al corrupto gobernador de Tamaulipas, Francisco García Cabeza de Vaca. Pero también aparecen en las listas de los tres poderes, personajes como alguien que se ostenta como “directora general de asuntos electorales de Grupo Televisa”, Dora Alicia Martínez Valero; la secretaria de Laynez Potisek, Jazmín Bonilla García; Guillermo López Andrade, secretario del ministro piñista, Pardo Rebolledo; Jorge Jiménez Jiménez, otro secretario de Laynez Potisek; el jefe de asesores de Bruno Ferrari, secretario de Economía de Felipe Calderón, Mauricio Tortolero; Magda Zulema Mosri, la esposa del Procurador de Vicente Fox, Rafael Macedo de la Concha, que emprendió el desafuero de Andrés Manuel en 2005; Rosa Elena González Tirado, nombrada por Norma Piña para “negociar” con el gobierno durante el paro todo pagado del Poder Judicial; el que compilaba las tesis con Norma Piña, Ricardo Sepúlveda Iguínez.
Todos tienen un pasado foxista o calderonista, todos de la Universidad Panamericana, la Libre de Derecho o el ITAM. Todos publican libros en la editorial Tirant. Todos actuaron en contra de que se aprobara la reforma judicial a la Constitución pero ahora se apuntan para participar. ¿Qué les ocurre? ¿Lo pensaron mejor? No creo. Lo que deduzco es que, cuando no aparecan en la lista de los adecuados para participar o cuando no salgan sorteados o cuando no les demos ni un solo voto, dirán que el proceso estaba amañado por la 4T, que los excluyeron, que son víctimas de la dictadura castro-chavista-gobiernícola, que son perseguidos políticos por sus grandes ideales y principios, que ellos son la democracia, ellos son la justicia, ellos son el Estado de Derecho. Eso fue lo que hizo la instigadora de la toma del Senado, Patricia Aguayo, cuando impugnó a los comités de evaluación con el pretexto de que ella no pudo inscribirse. Creo que la participación de los Calderones en un proceso que ellos denunciaron como “inicio de la dictaura”, “el fin de la separación de poderes” y “elección por tómbola”, se explica porque quieren reventar el proceso desde adentro. ¿O de verdad creen que podrían ser elegidos por alguien?
Pero esta pretensión me lleva a un tema al que quiero dedicar esta columna. Y tiene que ver con el perdón. La impunidad de lo que hicieron los funcionarios públicos y los empresarios privados en contra del interés general y, a veces, en contra de la soberanía nacional, ha generado una atmósfera de indignación moral permanente. De hecho, esta, la indignación, es una de las maneras de vivir la Cuarta Transformación. Hay indignación porque no hay perdón ni hay olvido. Hay indignación porque hay impunidad. Pero existe la imputabilidad, es decir, sabemos quién hizo qué, es decir, tenemos claro que tal acción corrupta, deshonesta, o francamente traidora, tiene una persona detrás que es responsable, que cometió una falta, que generó una herida y aflicción. Para que haya imputabilidad no se necesita que la justicia funcione; es algo que le compete a la opinión pública.
Hablemos de lo que nos indigna. Lo resumiría en tres conductas: el derroche, la prepotencia y la superioridad clasista, racista, misógina o meritocrática. El que se indigna es portador de una sensación de injusticia que le dota a su vez de la dignidad necesaria para hacerlo políticamente, es decir, para articularse con un lenguaje y en torno a alguien que represente el fin de la injusticia. Lo que indigna es la exclusión. Como dice Hannah Arendt es el derecho a tener derechos lo que mueve a la gente a involucrarse en política. Para la filósofa es la política la dimensión que nos hace realmente humanos porque es el espacio en el que lo que se dice y hace cuenta para todos. Lo contrario a la política es la resignación silenciosa, el malestar de la impotencia, o la queja vana sin acción pública. Básicamente, lo contrario a la indignación es lo que vivimos con el PRI. Indignarse es la condición que prexiste a la política misma. No priduce derechos sino algo mucho más profundo: un ideal de convivencia hacia el futuro. El famoso: “Nunca más”, es decir, no repetir. Aquí hay que decir algo sobre la repetición. Es a lo que nos condena el olvidar los traumas y continuar eternamente en el ciclo de sus síntomas. Eso nos lo enseñó Freud. Si no vamos a la fuente del olvido y rescatamos la memoria del trauma, seguiremos repitiendo nuestros síntomas. Al indignarse y actuar políticamente en el acontecimiento de las elecciones de 2018, hicimos el esfuerzo por hacer memoria de una época intransitable en sus daños y aflicciones, el neoliberalismo. Y nos decidimos a dejarlo atrás. Pero, parece que no basta. Hay que condenarlo poque la convivencia en el nuevo régimen tiene que expulgarlo de los que nos hicieron daño.
Pero nos falta la otra parte de la culpabilidad, es decir, esa donde el responsable asume su responsabilidad, confiesa su falta y admite sus consecuencias. Estamos llenos de ex funcionarios y empresarios que no se enteraron de las faltas cometidas ---como el caso de Calderón con García Luna, pero también de la propia Marisela Morales con el Rápido y furioso--- o que no las reconocen como faltas. Siguen diciendo, como los futbolistas, que hicieron su mejor esfuerzo y que los resultados no se les dieron. Pero aquí no hablamos de un juego sino de tragedias masivas, como el desplazamiento, la desaparición, la muerte de cientos de miles. No hablamos de goles, sino de quebrantos al erario nacional, de saqueos a los bienes públicos, de empobrecimiento de decenas de millones, por la acción de un gobernante. Eso es lo que no quieren aceptar, ya no digamos, pedir perdón a ver si se los otorgamos. Es por eso que persiste una atmósfera de indignación. Pero, ¿qué es lo que indigna todavía, mientras se nos niega la disculpa pública y el compromiso de no repetición? Es el mal injustificable, es decir, el que no puede apelar a la necesidad o al cumplimento del deber. En los robos de los sexenios neoliberales no hay realización de una tarea que fuera ineludible. Simplemente saquearon y vendieron los bienes públicos sin contemplación. En el caso de las muertes y desapariciones de Calderón y García Luna, la guerra contra el crimen es injustificable. Son conductas y acciones inaceptables porque el perjuicio ocasionado al prójimo es completamente asimétrico, sin proporción a lo que se suponía que buscaban lograr: el desarrollo del país o la paz.
El que Salinas, Zedillo, Fox, Calderón, y Peña Nieto no se hayan disculpado entraña que querían hacer daños irreversibles, que se sienten orgullosos de ello. Frente a eso, no podemos ofrecerles el perdón ni el olvido. Estos ex presidentes, así como sus funcionarios cómplices siguen teniendo un impedimiento interior que los acerque a un modelo de dignidad que es el de la mayoría afectada. No sólo no pueden entender los males que acarrearon con sus acciones, sino que sienten afecto por ellas, las defienden, minimizan sus efectos. Cuando tienes a una enorme cantidad de gente con poder que se siente orgullosa de su desempeño en la crisis nacional, es cuando hablamos de daños irreparables, de delitos que no prescriben, de crímenes que no pueden ser perdonados. La comprensión del crimen no implica perdonar al criminal. Hay un lazo entre acto y autor que no se puede aniquilar. Y, más, cuando el perpetrador aparece en los medios a decir que no lo es, que lo que se dice de él o ella es falso, que en verdad hizo el bien y no el mal. Eso es intolerable. Es imperdonable, tanto como la falta. Eso lleva a sus enunciantes a la soledad y al odio: a sentir que se les persigue porque sí, a decir que se les persigue porque los demás son malos. Esa proyección de la falta, los ha llevado a la irrelevancia en la que están convertidos. Una aceptación de la culpa y un pedimiento de perdón habrían bastado para regresarlos a la dignidad humana, pero se han negado. No sólo los ex presidentes sino personas como Gil Zuarth o Marisela Morales.
Así como la falta hunde en el abismo de la opinión pública a quien la cometió, el perdón, en efecto, eleva a los seres humanos. Perdonar es un don espiritual de las alturas, de la sabiduría que da el alejamiento de quienes se han hundido. Uso “don” como ceder algo sin nada a cambio. Como “donar”. Es un sentimiento cercano al amor, la compasión, la empatía. Sólo hay perdón donde existe algo imperdonable. Es una absoluta desproporción por eso es excepcional. Pero no puede haber perdón ni tan sólo una solicitud para llevarlo a escena, si ni siquiera el criminal reconoce su falta. Es como el asesino al azar, Charlie Manson, burlándose de los familiares de sus víctimas, sacándoles la lengua, tatuándose una svástica en la frente. ¿Qué se hace con un criminal así? Lo mismo que deberíamos hacer con los ex presidentes, de Salinas a Peña: dejarlos en su propio abismo de indignidad, que es el de la voluntad de no saber, las tácticas del olvido, el borrado de las huellas.
Si atendemos a nuestras instituciones de justicia, sólo hay perdón donde podría haber castigo y hay castigo donde hay una infracción de las reglas comunes. Así, el perdón sería no castigar donde se puede y debe castigar, que es la definición de impunidad. Por eso es necesario el acto, si quieren, la escenificación de la disculpa. En la impunidad no hay nada, salvo una ineficacia para responsabilizarse de todas las partes: el infractor, el que lo tiene que perseguir, el que lo juzga y condena o libera. No hay nada, sino pura simulación escrita en códigos penales. Por eso la indignación moral es nuestra única arma, porque, de por sí, el castigo sería muy pequeño con respecto a los efectos de su mal. El perdón tendría que serles negado. Porque tenemos a quienes se beneficiaron de los crímenes del Estado y no han pagado ni siquiera en su conciencia. Para que supiéramos que han tenido noches en vela por sus acciones, tednrían que decirlo y no sólo no lo dicen, sino que salen a defenderse o, peor, se postulan como candidatos a impartir justicia. Semejante cinismo. Y me vuelvo a indignar.
Las fantasías de justicia que nos han asociado a casi todos dentro del obradorismo se salen de todo cálculo utilitario. Que pidan perdón los responsables del desastre parece que no nos redituaría en nada, pero las apariencias engañan. Serviría de muchpo que la hoy oposición o los trepadores que se quieren colgar de la nueva mayoría, reconocieran en público sus faltas y pidieran disculpas. Eso abonaría a la fantasía de que la husticia y, sobre todo, la convivencia en el futuro es posible con ellos.
Pero nada de eso está siquiera en la mira de los responsables. Lo que están haciendo es tratar de minar al segundo gobierno democrático de la izquierda, sabotearlo, y quizás, con el tiempo, volver, ya sea por fuera o por dentro del nuevo régimen. Lo que nos queda, nuevamente, es indignarnos y, por supuesto, no darles un solo voto en ninguna de las elecciones por venir.
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