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Susan Crowley

14/12/2024 - 12:03 am

Notre Dame de París, ¿el nuevo mall?

"Notre Dame de París ha visto pasar la historia convulsa, del imperio de la Iglesia y la monarquía a la revolución y la República. La bella dama fue testigo de los cambios sociales de la ciudad".

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París resiste su inminente decadencia. Este 8 de diciembre, de manteles largos, decidió voltear la cara a sus muchas fisuras sociales y políticas y a la crisis neurálgica de su gobierno. Macron se inclinó por la salida más banal, entregarse al mundo del espectáculo. La lista de invitados que cualquier estadista envidiaría. Y cómo no, si se trata de un acontecimiento sin igual en la historia. ¿Cuándo se había visto ante los ojos de millones de televidentes en vivo, una iglesia arder en llamas? Y lo más sorprendente, en solo cinco años y 700 millones de euros, levantarse en todo su esplendor, diríamos en su ostentoso esplendor.

La protagonista es la dama ancestral, Nuestra Dama. Notre Dame de París ha visto pasar la historia convulsa, del imperio de la Iglesia y la monarquía a la revolución y la República. La bella dama fue testigo de los cambios sociales de la ciudad. De una pocilga de calles enfangadas, graneros, mercados e inmundicia; más adelante albergar una de las primeras universidades de la historia y luego a convertirse en el semillero del pensamiento, del arte, de la moda, del cine, de la frivolidad. Aunque también, siempre, el olvido a los miserables. Hoy observa a los cientos de miles de inmigrantes que tratan de sobrevivir en las peores condiciones. En sus puertas mendigos piden limosna y turistas se toman fotos. De mármol, como una reina, parece traspasar con indiferencia el drama humano, lo hace con exquisita majestad.

Pero hoy, la dama ha recibido su buena dosis de rejuvenecimiento. Hace juego con los litros de bótox, rellenos y prótesis que exhiben las invitadas y muchos de los invitados. Tristemente, se ha convertido en una copia de cualquiera de las tiendas de lujo extremo que han patrocinado su extreme makeover: es como si la hubieran terminado de construir ayer. Con más tecnología y con un eficaz sistema de ingeniería que desafía al medieval, logró ponerse en pie después del incendio que redujo el techo y la aguja gótica a cenizas.

A la nueva señora de París parecen haberle arrancado su historia plena de capítulos asombrosos, muchos oscuros que la dotaban de esa pátina; de la fuerza de una cultura que logró consolidarse con el tiempo. Sin duda una de las más bellas obras de arte de la historia.

Para las mentes ilustradas del siglo XVIII, la Edad Media fue un periodo en el que la cultura vivió en profundo letargo. Un lúgubre velo cubrió de ignorancia la geografía en la que antiguamente se había erigido el más grandioso imperio de todos los tiempos. Contrario al ímpetu civilizatorio romano, Europa entró en una dolorosa pausa; una especie de confinamiento que la sumió en la pobreza, el vandalismo y la enfermedad. Todo se detuvo. Los pocos pobladores vivían casi en la indigencia o encerrados en las cuatro paredes de una celda dentro de un monasterio, a expensas de los invasores que entraban, depredaban y dejaban a su paso desolación. La idea de Dios como centro de todas las cosas, representó un retroceso para el anhelo de progreso del viejo continente. Según nos lo cuentan los anales de la historia ilustrada, la luz se apagó, las mentes brillantes incubaron en espera de mejores tiempos.

Pero la realidad medieval es totalmente distinta. Quizá sea una de las eras más brillantes y poderosas que han existido en nuestra línea del tiempo. Es el periodo en el que se construyó la Europa de hoy. Los estertores del imperio romano se fusionaron con las múltiples y distintas visiones de los bárbaros que, lejos de exterminadores, pusieron las primeras piedras para edificar ciudades. La unidad consistía en una idea: Dios hecho materia, para salvar al hombre de ser solo materia. La Buena Nueva fue una forma distinta de aprehender al mundo. Los hombres y mujeres encararon nuevos roles con los que formaron a Europa.

Paganos e invasores se mezclaron con los últimos testigos del milagro acontecido; la celebración de una era distinta se propagó sin límites. Centros religiosos, ciudades, universidades, permitieron que el conocimiento se difundiera en rutas tan extensas como las del imperio con un fin común: Evangelizar con la palabra de Cristo. La belleza de lo sagrado se plasmó en imágenes de un valor incalculable. La necesidad de invocar a Dios generó los más exquisitos libros iluminados y de Horas, biblias, relicarios, iconos, tapices, textiles, tímpanos de iglesias, claustros monacales, capiteles, altares. Pero quizá el más grande logro de este periodo es que el tiempo se pudo medir de manera distinta. La cualidad de un instante de revelación contagió a hombres y mujeres. Verdad hecha duración, insuflada en cada ser que la volvía suya, permitió nuevos ámbitos para el recogimiento. La oración, la reflexión, la sabiduría, la contemplación eran la manera de engrandecer al espíritu.

En la Edad Media las mentes brillantes no se detuvieron, al contrario, elaboraron y especularon con el fin de expandir el pensamiento. Sagaces, exploraron el universo, el cuerpo, las ideas, la ciencia, la filosofía, la teología, la poesía, la música, el amor cortés. Las más bellas y elaboradas expresiones artísticas se dieron en las celdas de los monjes y monjas que concebían la idea de Dios en la tierra. Dentro de los castillos las mujeres educaban a sus hijos para ser dignos de su comunidad. Quien nació para la política, para la vida contemplativa o para la guerra tenía un destino claro al que era difícil rebelarse. Las mujeres que amaban el conocimiento lo salvaguardaban en conventos y abadías, una forma de rechazar el matrimonio y optar por el encierro voluntario era la observancia de las reglas. El elaborado pensamiento del Renacimiento tiene su semilla en la Edad Media.

Y fue en el medioevo que París se dejó invadir por la nueva ola de ideas. Albergó a los más destacados personajes, Sully, Abelardo y Eloisa, Leoninus y Perotinus, que entre muchos otros la convirtieron en centro del saber.

Y ese centro tenía su propio centro. La catedral de Notre Dame es la suma de siglos de conocimiento, de experiencia constructiva y de ensayo y error. Muchas mentes pensantes y manos creativas, generaciones de amor y fe idearon los espacios, las naves, los pasillos, transeptos y capillas, ojivas y crucerías, sus arbotantes y sus vitrales. Familias completas entregaron su vida a un sitio que jamás vieron terminado. Porque el fin de una catedral es albergar los deseos de sus creyentes; tal vez no ser acabada nunca es parte de su florecimiento; eso que no la hace pasar de moda o resultar obsoleta. Eso es una catedral. La reconvención de un espacio profano devenido sagrado; expandido en el románico; engrandecido en el gótico. Las torres de Notre Dame jamás se concluyeron y su identidad bella lo es porque le falta algo. Ese algo es completado por las plegarias y por las ganas de seguir creyendo. Porque más allá de los turistas que la visitan, la iglesia es un centro religioso que también es mucho más que la institución anquilosada.

Es la voz de la buena nueva propagada en rezos y en cantos que le permitieron ampliar sus muros. A finales del siglo XII, el magister Leoninus y su alumno Perotinus creyeron que la voz humana era también ladrillos y piedra; que a través de ella se podían edificar otras catedrales. Que, si un espacio físico era un impulsor de la fe, lo sería mucho más escuchar la memoria de su eterna caída. El contrapunto y la polifonía fueron su aportación y la catedral fue el sitio. La longitud espacial de la voz humana hizo comprender a los que la escuchaban que el sitio podía crecer. Sin temer al cielo, le robaron un espacio y así fue como lograron sus impresionantes dimensiones. Guillaume de Machaut compuso una obra fastuosa y emotiva: la Misa de Notre Dame.

Sede de unos de los sistemas de pensamiento más asombroso y seminal para la historia del arte y la religión, no dejó de crecer como ha crecido su belleza con el tiempo y la fe. Hoy está ahí. Renovada como si de un centro comercial se tratara. La catedral luce pulida, brillosa en exceso, nueva. En su inauguración, un extraño collage de música, más comercial que clásica, un espectáculo con Lang Lang insoportable y Yoyo Ma siempre elegante y una niña que cantó el Pie Jesu del réquiem de Fauré, que destacó por su belleza angélica y contrasta con la rumba venezolana de Dudamel mientras ejecuta a Beethoven. Macron y sus mediocres invitados internacionales sustituyen esa idea por una función acomodaticia al dinero y la popularidad mediática.

La catedral no dejará jamás de ser bella, pero su aspecto nos arrebata los sueños del tiempo y la imaginación; esos que se formaron en vidrieras y emplomados, con gárgolas asomadas conjurando a los malos tiempos; con capiteles de escenas apocalípticas, con capillas de vírgenes y la embajadora Guadalupana; con santos y mártires, columnas de un pensamiento que trata de sobrevivir.@Suscrowley

Susan Crowley
Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.

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