Antonio Calera
01/12/2024 - 12:05 am
Palazo de oro de Babalimba Mohamed, pelotero
"Y es que mientras se estiraba por los años la salvaje gloria de Babaloni Mohamed, del 'Cavernícola' Mohamed o el también llamado Babazooka Mohamed según el rebautizo profano de la NBWC Broadcast, no quedó ningún lugareño fuera de la historia".
Así fue y, por tal motivo, así será recordado en los anales de la provincia de Dekawere –antes Fadaway y antiguamente Lonelyride-, el joven beisbolista negro Babalimba Mohamed. O por lo menos así de alto lo clavarían en su memoria no las cuatro o las cinco sino las doce o trece novias rubias y los cientos de perplejos admiradores que dejarían cimbrados en el estadio de Wildfield en la preparatoria de Pompkin High, a un costado del río Pacomac, luego de aquella histórica retahíla de 54 tremebundos palazos que dieron sentido a la vida del poblado de Dekawere.
En las páginas del Daily Mirror (ramificado a diario por las bicicletas de decenas de párvulos apretujados de por vida en los cuarteles del orfanato público), no fueron pocas las veces en las que el líder vuela cerca de todos los tiempos, apareciera de cara en portada, a ocho que diez columnas; inaugurando alguna tienda departamental, o repartiendo al pueblo una que otra gorra o franela con el mágico número 9 parchado en el dorso.
Y es que mientras se estiraba por los años la salvaje gloria de Babaloni Mohamed, del “Cavernícola” Mohamed o el también llamado Babazooka Mohamed según el rebautizo profano de la NBWC Broadcast, no quedó ningún lugareño fuera de la historia. Incluso el escéptico personal sindicalizado de la barbería de Bear Beard; el cerrado Trusty Becker y los acólitos peleles de su templo heterodoxo, o la cínica Nancy Spoon, heredera universal de la confitería, de la pastelería y de la paletería del humilde pueblo, se apersonaron una y otra vez –puntualmente, disciplinadamente- a los ritos dominicales de los Melodimakers; a presenciar el glorioso trabajo toletero de los llamados “Melodi de Babaloni”.
Juego magistral tras juego magistral de nuevo, la centella cenital acorde a las doce en punto de la tarde según las manecillas del antiguo reloj parroquiano, aparecía aquella nutrida y fervorosa asistencia al Petrolite Coffee. Ahí donde fundillos calientes de obreros se apoltronaban con gusto en la espera del playball, ahí sobre la gastada mesa de melamina en color de apócrifa caoba, ahí fue donde se deshilaron paulatinamente las suaves manos de Laisa Honey (quinta o sexta novia de Babalimba Mohamed), quien por tan sólo $2.90, ligeros $2.90 y en ocasiones menos, movía sus falanges y/o sus escotes para enchufar a los comensales una rosquilla rellena, un mantecado de vainilla, o bien un bullicioso cortao para el meneo matinal.
Tiempo sumado a ello (paso redoblado y firme sin volver atrás), los aficionados al rey de juegos no gesticulaban empacho alguno para derivar a la cerveza; para abrir sin decoro el gañote, desde el cuarto para las tres de la tarde y manjar la cerveza, manejar la velocidad de la cerveza clara u oscura fuera de barril o en ámbar su botella, y por supuesto el Bourbon destilado en la trastienda, en lo que era conocido como el más, óigalo usted bien, el más importante abrevadero jamás conocido por extranjero alguno (nicho prodigioso reservado a los espíritus leopardo, a los nacidos en año rata o día de muertos) y que llevaba, por más bello que parezca, el nombre de “El nido del jabalí” (sí, así como se oye: “El nido del jabalí” sin más, en perfecto español arrastrado del cabello por lo largo de la línea fronteriza).
Y ahí, donde olía a lavanda –entre pastes de lagarto, atún de las costa brava, amarillito y turgentes senos de bellas meseras de provincia–, era que se abrían los tiernos corazones; se enfundaban invisibles consignas rítmicas para el oído contrincante, se ejercitaban los instrumentos de ruido que no eran otra cosa que las manos callosas de los alcoholizados mineros, quienes tenían mucho el mérito de convertir el estadio local en un demoniaco y reconfortante caldo de alubias y tiburón para sazonar el ánimo enemigo.
Vía su candente pasión retórica, John “The Voice” Marinetti (quien “deveras-había-nacido-nomás-pa-ello” según cacofónica palabrería de su madre) era el comandante en jefe vitalicio para la narración siempre “Septienana” de los cotejos en casa. Y así fue que uno se iba enterando, junto con las crónicas del Daily, del torbellinesco paso del equipo: los reverenciados spikes de Babaloni incrustados con ante y charol; Babaloni en rezo perpetuo a los cuatro puntos cardinales que se resumían en el norte del monstruo verde; Babaloni Mohamed y su enorme cheque de plástico como falda beneficencia para los más necesitados; Babaloni Mohamed con esposa y amigos albinos sobre auto importado de camino a casa; Babaloni en aquella histórica serie del 53, divina fecha registrada en que los Melodimakers se enfrentaron cara a cara contra los Pineapple Vinegars.
Así: 4 a 4 en la parte baja de la novena: turno al bate del mismo Babaloni con casa medio llena: dicen que meció su cuerpo justo como los aires calientes de la costa oeste: el pitcher Danny Hershiser suelta su carnada con la jiribilla arrabiada de su racismo oculto: y suena (como suenan los golpes secos en la nuca del ganado holandés sacrificado en barbacoas), el infame tubazo en la blanca de hueso, aquel palazo en la epidermis circular de la pelota rubicunda: que en su ascenso (refieren estremecidos reporteros) sugiere un recto chillido silencioso, se eleva y tiene por meta marcar –palabras textuales de especialistas–, “un nuevo centro en el cielo del mundo”: los brazos fotografiados de la ingente masa de frenéticos admiradores mohamedianos que se extienden para dar con ellas redondas; para al menos olisquear el aire quemado por una de sus estelas cometosas: 54 obuzazos con éste y sólo unos cuántos afortunados con su bola empollándose en las manos: Babaloni cubriendo el mismo número de veces el trámite de los cojines: Babaloni con el dedo índice apuntando a los canarios silvestres embebidos por el juego sobre los cables del alumbrado público: las solteras rotas en llanto por haber levantado sus bragas en aquella noche única bajo el caliente cuerpo del Cavernícola: el bebillo Babaloni, Malcolm Babaloni Mohamed o Mohamed Junior, quien orgulloso del mazazo de su padre, todavía enjaulado en su cárcel bambinetera, grita por su libertad, por el aire necesario para salir y chupar más dura y largamente las mieles surtidas por los pezones de su nodriza, libar aquel sabor inconfundible de las victorias aladas, mientras una quinteta de hombres rana se empecinan en dar con el cardumen de pelotas ahogadas, como esta deshebrada ya, en las nada infantiles profundidades del Pacomac.
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