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Óscar de la Borbolla

25/11/2024 - 12:03 am

¿Para qué ahorrar tiempo?

"Las horas que las máquinas nos liberan son horas de las que buscamos deshacernos; las horas recobradas están insertas en una tensión que las vuelve altamente valiosas".

Columna: ¿Para qué ahorrar tiempo?
"El ahorro de tiempo parecería estar estampado en la frente de las personas". Foto: Óscar de la Borbolla

Hace unos años, la idea de cambio reinó en la mente de las personas. La publicidad comercial y la propaganda política insistían una y otra vez en esa idea. Y la gente la adoptó como el epítome de lo bueno. Era bueno cambiar, no importaba qué, no importaba hacia dónde: cambiar se volvió la obsesión de una época. Todo era desechable lo mismo los celulares que las parejas e, incluso, los amigos. Había que pasar a lo siguiente; “next" era la consigna y, por supuesto, los políticos adoptaron la idea de cambio como su principal promesa.

Hoy, según mi impresión, esa moda ha pasado y, aunque algunos perseveran en considerar el cambio como la panacea, ahora se valora más aquello que nos ahorra tiempo: resulta muy importante que los dispositivos sean más veloces, que todo sea más expedito, que las cosas ocurran de manera instantánea a fin de que ganemos tiempo. Hoy el ahorro de tiempo parecería estar estampado en la frente de las personas.

Entiendo que la realidad es harto compleja y no se presta a simplificaciones como las que acabo de enunciar; pero también sé que proponer un modelo de análisis, aunque sea esquemático, arroja un haz de luz que permite desenmarañar un poco la época en el que uno está metido, que es —como todo lo que tenemos rozándonos la nariz— indescifrable.

Demos, pues, por buena la afirmación: "Ahora, el ahorro de tiempo es considerado muy ventajoso". Ello permite explicarnos el aprecio por las máquinas que nos aligeran, o de plano nos quitan de las tediosas labores domésticas y también el difuso deseo de conectarnos más rápido, de ahorrarnos cualquier fila, cualquier espera para que todo sea cuanto antes. Conectarnos más rápido es la aspiración prácticamente unánime.

"Ahorrar tiempo" suena bien, principalmente si ese excedente sirve no para hacer actividades necesarias u obligatorias, sino, literalmente, recreativas, que nos faciliten tiempo para dedicarlo a la cultura (cultura en el sentido de cultivarnos a nosotros mismos). Estas son las respuesta que suelen darse a la pregunta ¿para qué ahorrar tiempo?; sin embargo, en la práctica: no sabemos qué hacer con el tiempo ahorrado y nos dedicamos a matarlo. La prueba son los millones de millones de horas que nos pasamos ante una pantalla contemplando necedades o el crecimiento exponencial de la llamada industria del entretenimiento.

Pues más allá de la cacareada mejora espiritual, de entregarnos a actividades de "provecho", desarrollar nuestra creatividad, disfrutar más la vida, pasar tiempo con nuestros seres queridos o viajar para conocer o leer para aprender, ese tiempo excedente que nos brindan las máquinas es empleado generalmente en matarlo, en matarlo a cómo dé lugar, pues insisto, en los hechos, aparentemente, nadie sabe qué hacer con las horas que hemos ganado, esas largas horas que faltan para poder irnos a dormir.

Quizás la pregunta no sea entonces: ¿qué hacer con el tiempo que nos ahorra la tecnología?, pues, pese a las apariencias, sí lo sabemos, sino preguntarnos: ¿tiene sentido ahorrarnos ese tiempo que antes nos mantenía ocupados resolviendo tareas necesarias? ¿De verdad, no era más valioso y más fecundo el tiempo que antes robábamos a las tareas obligatorias para usarlo ansiosamente en lo que realmente queríamos? Porque son muy distintas las horas que sobran por no tener nada que hacer, que las horas sustraídas, recobradas para uno mismo cuando se está ocupadísimo. El matiz es sutil, pero decisivo: las horas que las máquinas nos liberan son horas de las que buscamos deshacernos; las horas recobradas están insertas en una tensión que las vuelve altamente valiosas. En otras palabras: no es lo mismo jubilarse que escaparse.

@oscardelaborbol

Óscar de la Borbolla
Escritor y filósofo, es originario de la Ciudad de México, aunque, como dijo el poeta Fargue: ha soñado tanto, ha soñado tanto que ya no es de aquí. Entre sus libros destacan: Las vocales malditas, Filosofía para inconformes, La libertad de ser distinto, El futuro no será de nadie, La rebeldía de pensar, Instrucciones para destruir la realidad, La vida de un muerto, Asalto al infierno, Nada es para tanto y Todo está permitido. Ha sido profesor de Ontología en la FES Acatlán por décadas y, eventualmente, se le puede ver en programas culturales de televisión en los que arma divertidas polémicas. Su frase emblemática es: "Los locos no somos lo morboso, solo somos lo no ortodoxo... Los locos somos otro cosmos."

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