Susan Crowley
23/11/2024 - 12:03 am
Alemania, punto cero
«A 35 años de la caída del muro apenas se encuentran algunos vestigios. Berlín avanza cada día, no hay un año en el que sea el mismo».
https://youtu.be/NXtiz3bEc9I
Más allá de transmitir la belleza y despertar los sentidos, el arte es también una vía que da sentido a ciertos momentos de la historia. Por su cualidad dejan de ser sucesos temporales para hacerse universales. Son páginas imborrables y antídoto contra el olvido.
Uno de estos momentos se debe a la música. Apenas habían pasado unos días de la simbólica caída del muro que dividió a Berlín en dos durante 38 años. Fue construido en 1961 como punto culminante de la separación de los dos grandes bloques que se disputaban el mundo de la posguerra. 28 años después la Filarmónica de Berlín bajo la batuta de Daniel Barenboim, conocido por su ardua labor en pro de la paz, celebró su caída y creó un espacio en el que el arte llegó a lo sublime. Los asistentes, casi todos habitantes de la República Democrática Alemana, eran testigos y víctimas de uno de los capítulos más dramáticos del siglo XX: frente a sus ojos el muro fue derribado. Aún perplejos, sin saber muy bien cuál sería el siguiente paso, entraron a la otra Alemania. Por primera vez se atrevían a traspasar el muro de la vergüenza.
Más de 45 kilómetros de cemento, hormigón y alambres de púas conformaban una estructura perfecta. Cientos de puestos vigías, campos iluminados con militares y perros al acecho. Zonas de detención e interrogatorio. Una policía secreta llamada con orgullo y pavor la Stasi, el aparato burocrático infiltrado en la vida de cada uno de los habitantes y conocido por su poder represor. Aún queda mucho que explicar y entender los porqué, pero, de un día para el otro, esa vida dejó de tener sentido.
La decisión fue tomada, las aduanas se abrieron, las casetas de vigilancia se abandonaron. El aparato burocrático se concentró en su última labor después de años de hostigar a la población encarcelada dentro del muro: desaparecer cualquier vestigio que lo incriminara. La destrucción masiva de archivos y registros que atesoraban la crueldad con la que operaba todos los días en la vida de cada uno de sus habitantes, tuvieron a sus agentes muy ocupados. El material daba cuenta de teléfonos intervenidos, casas vigiladas, persecuciones sin justificación alguna. Interrogatorios violentos que llevaron a algunos a terminar con su vida, a otros a volverse locos y declararse culpables. Unos más a ser condenados a muerte. Había que desaparecerlo todo. La culpa y tal vez un poco de consciencia de su actuación los mantuvo el tiempo necesario fuera de control, al margen del momento histórico que ellos mismos provocaron. En las calles, la fiesta. Los ciudadanos se arremolinaban y golpeaban el muro con martillos, cuchillos, incluso con las manos. La rabia y la alegría se mezclaban. Cantaban y lloraban, celebraban y se empezaban a lamer las heridas.
Alemania era un pueblo escindido que se plantearía una nueva vida sin tener una clara idea hacia dónde. Pero esa noche ponía en pausa sus miedos e incertidumbre para entregarse al arte y a la hermandad gracias a la música. El Primer Concierto para piano y la Séptima Sinfonía de Ludwig van Beethoven, fue el programa elegido por los miembros de la orquesta y su director. Una invitación a recordar que más allá del odio entre hermanos, la separación arbitraria de Alemania en dos polos, era un mero artificio.
La Séptima es una sinfonía que pertenece a la madurez del músico de Bonn que, como un designio fatal, perdió el oído. Se han escrito miles de páginas acerca de este crudo destino. Pero, para aminorar la tragedia, el atenuante es que Beethoven no escribía solo para escuchar o ser escuchado. En realidad, se consideraba a sí mismo un ser elevado espiritualmente, filósofo, pensador, tal vez hasta un predicador cuya religión era la condición humana. Nunca dudó de su genialidad; creía también que la humanidad, a la que amaba profundamente, podía ser más que la pobre, mediocre y mezquina masa de congéneres con los que muchas veces tenía que lidiar. Por esta razón concibió su obra como una exaltación de los valores más altos. Paradójicamente, en lucha y contradicción constante.
La sinfonía número siete es una obra monumental. Para Wagner fue la apoteosis que engloba la belleza de una danza universal; un prodigio de técnica en el que todos los elementos están dispuestos como síntesis del clásico y anuncio del romántico. Beethoven escribía para la vida con la muerte al acecho. De ahí su rabia contra los convencionalismos, su enojo con el emperador Napoleón a quien algún día admiró, pero que terminó encarnando el fracaso revolucionario. Así concretó una pulsión convertida en pensamiento. Masas orquestales, solistas prodigiosos, temas amplios y rigurosos que van de la mesura a la exaltación. Ritmos que describen la fortaleza del espíritu en el que creía. Es la suma de la ambición del artista y la frustración que padeció. Hoy resulta vigente y necesaria en un nuevo orden mundial en el que triunfan los gobiernos de extrema derecha cargados de egoísmo y falta de consideración hacia el otro. Es también una vacuna contra la degradación a la que su amada humanidad regresa inexorable, sin reparar en los errores cometidos y sin haber aprendido la lección.
El milagro operó a través del arte. El concierto fue considerado como un voto por la reconciliación. Estaban por abrirse páginas dolorosas. Pero aquella noche del 12 de noviembre la música, la acción de cada uno de los músicos y del director, quedarían grabadas como un tributo a la otredad.
A 35 años de la caída del muro apenas se encuentran algunos vestigios. Berlín avanza cada día, no hay un año en el que sea el mismo. Su metamorfosis es constante, implacable. Convertido en la capital del turismo cool, las masivas construcciones de empresas mundiales lucen sus espectaculares neones. Los bloques de edificios son hoy costosos apartamentos. Centros comerciales sustituyen los pequeños comercios. El Mitte, popular barrio judío está irreconocible, su famoso Hachesche Höfe parece un moll de Miami. Nadie parece reparar en las placas incrustadas en el piso con los nombres de los muertos. Los sitios en los que ocurrieron los desastres de la era nazi y sus consecuencias han sido declarados monumento. Son spots para el turismo ansioso que toma fotos para subir a las redes. En el Check point Charlie, un chico disfrazado con el uniforme de la RDA se gana la vida sirviendo de guiñol para que los turistas se complazcan haciendo poses ridículas a su lado.
¿Quién de ellos se detiene un momento a pensar qué fue lo que ocurrió durante tantos años en ese mismo sitio? Fue ahí donde las distintas dimensiones del mal y, como dijo Hanna Arendt, de la banalidad del mal respecto al nazismo, parecían no tener igual. Era impensable que pudieran repetirse. Hoy esos momentos pueden llegar a palidecer delante de las guerras a las que estamos asistiendo en vivo y a todo color, mudos, sin opinión, o a las declaraciones irresponsables de quienes tienen el control del botón rojo. Se dice que el tiempo cura las heridas, pero habría que decir: para volver a abrirlas.
En un pasaje de la película Las Alas del deseo, Win Wenders da voz a un anciano que camina dentro de la “zona de nadie”; con gran esfuerzo, trata de apresurar el paso. Se dirige hacia la biblioteca de Berlín. Un ángel lo espera en la entrada. Un coro que es casi un murmullo, llena la escena, son los lectores sumergidos en sus libros, leyendo mientras los ángeles los cuidan. El anciano es el encargado de narrar la historia. Para sus adentros expresa su angustia: si pierde la vida o peor aún, la memoria; si no logra terminar su relato, este se borrará y entonces ¿quién se hará cargo de contarlo? El muro no existe, las causas que lo construyeron están ahí, al acecho. @Suscrowley
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