Jorge Javier Romero Vadillo
21/11/2024 - 12:02 am
La hipocresía estadounidense y el fentanilo
«La narrativa de culpar a nuestro país por la crisis de opioides sirve a múltiples intereses».
El pasado lunes 18 de noviembre, Catalina Pérez Correa publicó en El Universal un artículo que disecciona con precisión quirúrgica la hipocresía que rodea al discurso político estadounidense sobre el fentanilo. Mientras en Washington se esgrime la crisis de sobredosis como una herramienta para golpear a México y justificar medidas draconianas, en casa apenas se insinúan tímidas políticas de reducción de daños que nunca pasan de ser gestos simbólicos. Estados Unidos, con su empecinado prohibicionismo, ha sembrado las semillas de una tragedia sanitaria que pretende adjudicar a México.
La narrativa de culpar a nuestro país por la crisis de opioides sirve a múltiples intereses. Primero, permite eludir responsabilidades internas: un sistema de salud incapaz de atender adicciones, una regulación laxa sobre opioides legales que alimentó la crisis y un aparato judicial que criminaliza a los consumidores en lugar de tratarlos, con lo que alimenta a un sistema de encarcelamiento masivo en beneficio de las empresas privadas que gestionan las prisiones. Como señala Pérez Correa, aunque algunos estados han intentado poner en marcha estrategias como los centros de inyección supervisada y el acceso a naloxona, los esfuerzos son insuficientes frente al tamaño del problema. La hipocresía queda expuesta: mientras se culpa a los traficantes mexicanos de la epidemia, el gobierno estadounidense sigue sin abordar el problema de raíz: su política de drogas es un fracaso estructural.
En este contexto, resulta evidente que el nuevo gobierno de Donald Trump usará el tema del fentanilo como un ariete político contra México. Se avecinan nuevas amenazas de intervención, mayores presiones para militarizar la frontera y una narrativa que insiste en pintar a los traficantes y a la condescendencia del gobierno mexicano como los culpables principales. Trump encontrará en este tema una herramienta perfecta para congraciarse con su base y reforzar su postura ultranacionalista, sin tener que admitir que su país es el principal responsable de la crisis.
Por si fuera poco, el gobierno de Claudia Sheinbaum parece no tener idea de cómo enfrentar esta amenaza. Timorato y sin visión, se limita a capotear la tormenta con discursos vacíos y gestos que no van más allá del protocolo. Mientras tanto, México sigue atrapado en la lógica prohibicionista que perpetúa la violencia, alimenta las redes del crimen organizado y expone al país como chivo expiatorio de las políticas fallidas del vecino del norte.
La crisis del fentanilo es solo una pieza más en el entramado de la guerra contra las drogas, esa cruzada absurda que ha dejado un saldo de violencia, muerte y desigualdad. En mi reciente libro, El poder de la legalización ante la violencia generada por el tráfico de drogas en México, exploro cómo la regulación diferenciada de los psicotrópicos puede ser una herramienta para desmontar el mercado ilícito que enriquece a los traficantes y empobrece a las comunidades. Este libro forma parte de la colección Eutopía, que dirijo para la editorial Terracota. Bajo la premisa de imaginar el país que queremos, la colección reúne ensayos con sustento académico en un tono accesible, que abordan los desafíos centrales para construir una sociedad más justa, próspera y sostenible. La presentación tendrá lugar el 27 de noviembre, a las siete de la tarde, en la librería Octavio Paz del Fondo de Cultura Económica. En la misma ocasión se presentarán La escuela que necesitamos, de Alma Maldonado, y El Estado capturado, de Mauricio Merino, ambos títulos que exploran con claridad temas cruciales para el futuro de México.
El gobierno mexicano debería desarrollar una estrategia para dejar de jugar el papel de villano en esta narrativa estadounidense. En lugar de la pasividad apenas reactiva, México debería dejar de reaccionar con timidez y plantear su propio modelo de política de drogas, basado en evidencia científica y en un enfoque de derechos humanos y ponerse a la cabeza de un movimiento internacional para impulsar un cambio global en la política de drogas, pero este gobierno, preocupado más por demoler la institucionalidad democrática que por desarrollar un programa que enfrente los problemas con sustento técnico, seguro seguirá contra la pared.
Frente a la presión estadounidense, el país no puede seguir aceptando la narrativa impuesta, ni mucho menos pretender que el modelo actual es sostenible. La guerra contra las drogas no solo es una guerra perdida; es una guerra que nunca debió librarse. La legalización no resolvería todos los problemas, pero es una vía para reducir el poder del narcotráfico, proteger a los consumidores y reorientar las políticas públicas hacia la salud y el bienestar. El prohibicionismo, como demuestra la experiencia histórica, solo perpetúa el ciclo de violencia y dependencia.
Lo que está en juego no es solo la soberanía de México, tan aludida por el amado líder a la que la Presidenta sigue considerando su jefe, sino la capacidad del país para construir un futuro que no esté definido por las reglas de un vecino cuya política de drogas no tiene más lógica que la del populismo electoral y el oportunismo político, con tintes racistas y represivos.
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