Jorge Javier Romero Vadillo
14/11/2024 - 12:02 am
La rebelión de los corruptos
«La desaparición de los organismos autónomos es una más de los trucos del comediante de carpa, en su papel de mago truculento».
Cada vez que López Obrador afirmaba que ya no hay corrupción, que ellos no son como los otros, con un tono que fingía indignación moral, pero que en realidad era más cercano a un chiste de Cantinflas en alguna de sus películas moralinas de su decadencia, lo que le decía a su pueblo amado era que volteara hacia otro lado, mientras sus cómplices, entre ellos la casta militar, capturaban los contratos de la obra pública, sobre todo los de sus megaproyectos, sin proceso alguno de licitación, a dedo, por mera relación personal y política con el Presidente y su entorno.
El cinismo de carpa del expresidente, exhibido cada mañana durante seis años en su agotador stand-up, blindó a su coalición política contra cualquier acusación de corrupción. En realidad, gran parte de la cohesión de este nuevo grupo en el poder no es más que una reedición del viejo modelo patrimonial, profundamente arraigado en la trayectoria institucional de México, y que alcanzó su apogeo en la época clásica del PRI. Aquella era de desarrollismo tan idolatrada que, bajo la apariencia de modernización, concentró de manera brutal la riqueza en manos de unos cuantos empresarios protegidos y de las camarillas burocráticas que los resguardaban, mientras los salarios languidecían y el campo caía en la más absoluta miseria.
Aquel sistema de captura del botín estatal, tan bien explicado por Mauricio Merino en el libro recién publicado por Editorial Terracota, El Estado capturado, había comenzado a remitir durante los gobiernos de nuestro breve espacio democrático. No es que, por arte de magia, de la noche a la mañana, las nuevas reglas y los nuevos organismos pudieran acabar con un entramado de complicidades y prácticas centenarias, herederas de la trayectoria institucional desde el Virreinato. Eso es simplemente inimaginable. Sin embargo, de manera gradual, las leyes de transparencia, la creación de un órgano garante del cumplimiento de las obligaciones de publicidad de la información gubernamental y de todas las organizaciones que reciben recursos públicos, la mayor autonomía de la Auditoría Superior de la Federación, el CONEVAL —organismo crucial para la evaluación de los programas sociales— o el IFETEL, le restaron arbitrariedad a la clase política para capturar rentas y distribuirlas entre sus redes de complicidad.
Es cierto que hubo proyectos fallidos, como el desarrollo de servicios profesionales de carrera en las administraciones públicas. La ley federal aprobada durante el gobierno de Vicente Fox se quedó corta, dejó abierto un resquicio por el que se colaron todas las excepciones y fue convertida en mera simulación durante el gobierno de Felipe Calderón, una más de sus traiciones al proyecto civilista del PAN primigenio. No se diga lo ocurrido en los gobiernos estatales, donde el reparto del empleo público siguió siendo exactamente igual de clientelar que durante los buenos viejos tiempos del régimen del PRI, cuando el reparto de empleo público era el premio a la lealtad y la amistad entre las camarillas políticas y no el resultado de los conocimientos o la experiencia.
Con todo, la aparición de los organismos constitucionales autónomos propició el desarrollo de oasis de profesionalización y despolitización relativa de funciones especializadas del Estado. El IFE logró crear un servicio profesional muy sólido, heredado por el INE, el cual sigue todavía garantizando la operación legal de los procesos electorales, a pesar del sesgo del Consejo General del Instituto, cómplice de la captura tramposa de la mayoría calificada en el Congreso de la Unión por parte de la familia mafiosa rearticulada por López Obrador. Por supuesto que hubo avances, pero también retrocesos, como cuando, inexplicablemente, el entonces IFAI desapareció su servicio de carrera, lo que llevó a que en su heredero INAI se cometieran abusos patrimoniales, ahora usados como pretexto para su demolición. No obstante, el Estado del régimen de la transición tuvo muchos más controles y fue mucho menos tolerante con la corrupción que lo que ha ocurrido a partir de 2018.
La desaparición de los organismos autónomos es una más de los trucos del comediante de carpa, en su papel de mago truculento. Su pretexto es la austeridad, el recorte de burocracia y la simplificación, exactamente el mismo rollo de Donald Trump con el nombramiento de Elon Musk como encargado del desmantelamiento de todas las agencias que impiden la captura plutocrática del Estado en los Estados Unidos. Aquí la intención es evitar que la sociedad hurgue en los asuntos de la pandilla corrupta que ha controlado históricamente el botín político, pero que se sentía en riesgo de perder. Ya sin los odiosos obstáculos para su depredación, también podrán volver a decidir de manera arbitraria a cuáles empresarios monopolistas van a proteger de la competencia y de la necesidad de innovación, a cambio, desde luego, de una tajada sustanciosa de las ganancias producidas por su control de las actividades productivas indispensables para que el país medio funcione y existan rentas para repartir entre los compinches.
La captura del poder judicial es especialmente abominable, no solo porque es una burda maniobra para decidir a quién, cómo y cuándo se aplica la ley, sino porque es un indignante destrozo de la carrera profesional de personas que han invertido su vida en la judicatura, con conocimientos y experiencias acumulados. Es verdad que los poderes judiciales locales nunca dejaron de ser más que una de las facetas de la maquinaria extractora de rentas, pero el Poder Judicial Federal sí que se profesionalizó y mejoró, y comenzó a actuar en contra de los meros designios del ministerio público capturado, lo que provocó la ira del Júpiter tonante y decidió demolerlo.
Los programas sociales del gobierno, que se presentan como emblema de justicia y redistribución, no son más que la versión moderna del “roban, pero salpican”. Una reedición del viejo arreglo extractivo, donde la lealtad se compra y se vende con prebendas y contratos a discreción, mientras el verdadero proyecto de gobierno se reduce a mantener a flote a una coalición de intereses alineados con el botín estatal. La reelección de Rosario Piedra —encubridora de los desmanes de los militares— en la CNDH, las fiscalías que siguen sin independencia, la prisión preventiva por delitos fiscales para amedrentar disidentes, el desmantelamiento de cualquier contrapeso: todo un sistema de disciplina cimentado en la cola que les pisen, donde la corrupción no desaparece, sino que se convierte en el cemento de la red de lealtades y complicidades.
El pacto mafioso es tan sólido que va a mantener su cohesión incluso por encima de la Presidenta, pues la indisciplina, como en el antiguo régimen, se castiga con el develamiento de las trapacerías cometidas y la cárcel, pero el apego al régimen se premiará con jugosas tajadas.
Cada vez que López Obrador decía que «ya se acabó la corrupción», en realidad pedía a la sociedad que recuperara el antiguo disimulo, la vieja mueca de incredulidad, que no viera lo que ocurría en los salones del Palacio o en las cenas con tamales de chipilín. Quienes afirman «no somos iguales» no son más que la vieja clase política reconstituida, especializada en la extracción y la manipulación, con una retórica nueva pero las mismas mañas.
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