Héctor Alejandro Quintanar
08/11/2024 - 12:05 am
¿Negociar desde la derrota?
«En suma, querer que una reforma ganada a la buena negociara con un grupo que perdió a la buena, fue un acto asimétrico».
Negociar es un concepto clave no sólo en la política en general, sino en la democracia en particular. No pueden entenderse la diversidad y el pluralismo sin la posibilidad de que entre diversas posturas que conforman la sociedad eventualmente haya disputa de valores, intereses o posturas irreductibles. Y ahí, para procesar pacíficamente esos casos y evitar choques de trenes o aplastamiento de los vulnerables, es que aparece la negociación, que no es otra cosa más que la salida consensuada de los conflictos.
Negociar, pues, es una acción básica para que los componentes diferentes del mundo convivan en paz o, por lo menos, coexistan. Negociar, así, parecería que se trata de algo que siempre es loable o que siempre dará un alternativa razonable a un poblema que se antoja como callejón sin salida.
Negociar, entonces, aparece como una cuestión salomónica que todos deberíamos apoyar. Pero en una democracia, siempre hay tiempos para negociar y otros para acatar. La propuesta que modificó al Poder Judicial bien pudo haberse negociado con la diferentes expresiones de la oposición, pero para eso hubo tiempos de exposición del contenido de la misma y debate legislativo en comisiones y plenos.
Ahí, en esos tiempos, la negociación habría sido un vocablo que suena a democracia. Pero resulta que esa propuesta de reforma constitucional propuesta por Lópe Obrador y Claudia Sheinbaum libró todos los filtros democráticos posibles. Fue una propuesta de campaña explícita. Se debatió en diversidad de foros antes de ser una promesa de candidatura presidencial. Se votó por ella arrolladoramente tanto en el ejecutivo como en el legislativo. Se logró el dificilícimo entorno de contar con congreso federal y congresos locales a favor para que dicho procesamiento fuera aprobado. Se votó con la mayoría requerida y se publicó, como era debido, en el Diario Oficial de la Federación.
Decir esto es sencillo. Lo que hay detrás no. Una reforma de este calado pasó por un momento político singular donde confluyeron tanto una movilización política añeja a ras de suelo como las inercias de dos gobiernos populares, uno federal y uno local, y dos figuras públicas que, con sus méritos personales y compartidos, forman parte del mismo movimiento político: de nuevo López Obrador y Claudia Sheinbaum. La correlación de fuerzas políticas actual, es, así, resultado de una configuración que se ha tramitado desde hace lustros, y no es una simple aparición espontánea del proceso electoral de 2024.
En pocas palabras, la propuesta de reforma constitucional para modificar el ordenamiento del poder judicial pasó todas las pistas -institucionales y democráticas- que nuestro sistema político demanda, y que por cierto no creó Morena. Esa propuesta ganó por la buena. Sus opositores, hay que decirlo, perdieron también a la buena. Su obligación entonces sería rearticular fuerzas, caminar las calles, tratar de cambiar en el corto plazo la correlación de fuerzas en el congreso, ganándose el voto popular y tramitando sus ideas y proyectos por las rutas institucionales.
Por eso, resultó curioso que una vez aprobada la Reforma constitucional, la Suprema Corte de Justicia de la Nación aceptara impugnaciones en su contra con base en el grito aislado de actores políticos pertenecientes a los partidos recién derrotados tanto en las urnas como en el congreso. Ahí, que el ministro González Alcántara Carrancá quisiera dar una salida salomónica a un falso conflicto, fue extraño. En primera, porque no había conflicto: la reforma se aprobó en forma debida, y sin vicisitudes en el proceso. ¿Por qué entonces se le dio cabida a una parte que no tenía fuerza de negociación? ¿A base de qué un ministro decidió qué partes valía la pena conservar de la reforma y cuáles desechar? Al hacer eso, el ministro puso a negociación algo que ya no era negociable. Y es entonces donde la palabra negociar deja de ser democracia y se convierte en chantaje.
Agravaba la cuestión el hecho de que la sola intención de la Suprema Corte de modificar una reforma constitucional ya publicada en el Diario Oficial de la federación, iba en contra de los antecedentes que esa misma Corte había tenido con casos similares en el pasado. El doble criterio así resaltaba como incongruencia cuando no como oportunismo. Ya en ese galimatías de incoherencia, luego algunos integrantes de la Corte quisieron reducir a seis el número de votos necesario para rechazar la reforma, que debía ser ocho, en un acto ya de desesperación y de ánimo chicanero. De nuevo, a un mal momento para negociar se le sumaba la actitud de ciertos ministros, similar a la de un niño tramposo que quiere cambiar las reglas del juego en plena jugada o amaga con llevarse el balón a su casa cuando va perdiendo el partido.
Negociar, ahí, no tenía cabida. La opción democrática era que la Corte aceptara una reforma hecha por la vía legítima y que hiciera caso a sus propios criterios y actos del pasado reciente para ser consistente. En democracia hay tiempos para negociar, y otros para acatar. Aquí procedía una aceptación y acatamiento de una reforma que, en efecto, implica un camino inexplorado pero no por eso ilegal, ilegítimo o violatorio de derechos. Cosas que la propia corte sí ha avalado en reformas tramposas hechas abiertamente con tramas gangsteriles, como la reforma constitucional energética de 2013-2014.
En suma, querer que una reforma ganada a la buena negociara con un grupo que perdió a la buena, fue un acto asimétrico, que nos recordaba a la actitud de los chuchos del PRD, esa horda de porros fracasados que era más feliz perdiendo elecciones y viendo qué obtenían a cambio de chantajes. De ahí que ellos se ganaran una fama de negociadores que en realidad era un nombre amable para su actitud chantajista y oportunista.
Tanto la elección de 2024 como este proceso judicial debe dejar una lección a la oposición: hoy no basta la prepotencia para lograr sus fines. Si quieren ganar algo, comiencen por ceñirse a las reglas de la democracia, en vez de persistir en la dicotomía maniquea donde quieren, al mismo tiempo, sentirse una minoría acosada y una mayoría silenciosa. No son ni una cosa ni la otra. Aprendan a jugar para que puedan crecer.
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