Jorge Javier Romero Vadillo
31/10/2024 - 12:02 am
No es una demócrata
«La independencia judicial yace en ruinas y se pretende suplantar a la judicatura independiente por unos tribunales electos popularmente, que en cualquier momento se podrán convertir en comités de salud pública».
Si algo debe quedar ya completamente claro es que la Presidenta de la República no es una demócrata, por más que clame una y otra vez que solo actúa como representante de la voluntad general expresada en las urnas en las elecciones pasadas.
México vive hoy el desmantelamiento meticuloso de su incipiente democracia pluralista. La destrucción, iniciada durante el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, pero impulsada con energía explosiva en los primeros días del nuevo gobierno, se evidencia como un proyecto de ingeniería política calculado, que desmonta, pieza por pieza, el andamiaje de los contrapesos y la separación de poderes. Todo apunta a un objetivo claro: consolidar una “tiranía de la mayoría” en nombre del mandato popular, una autocracia electiva. El pluralismo ya no es más que un trebejo obsoleto, expresión de una oposición “moralmente derrotada.”
En lugar del Congreso constitucional, se ha erigido una versión caricaturesca del poder popular, más próxima al absolutismo asambleísta que a cualquier asomo de representatividad. Unos legisladores que desprecian abiertamente cualquier vestigio de deliberación democrática, reemplazándolo con un simulacro de asamblea estudiantil que evoca las tumultuosas reuniones de los tiempos del CEU, aquella época formativa de la actual Presidenta, en la que lo decisivo no era la solidez de los argumentos, sino el volumen de los gritos y la tozudez de los participantes. Así, el Congreso se convierte en una versión escolar de la política, en la que, cual reliquia de aquellas “asambleas,” se impone la ley del más vociferante, aunque ahora lo que se busca mostrar no es intransigencia radical, sino abyección y disciplina con la nueva líder, heredera del caudillo iluminado.
El Congreso mexicano bien podría pasar por una versión de sainete de las sesiones más turbulentas de la Asamblea Nacional Francesa en los tiempos álgidos de la Revolución. Aquellas reuniones en que la “voluntad popular” se proclamaba entre alaridos, puñetazos en el aire y principios elevados que pronto se convertían en condenas de muerte para cualquier disidente. Hoy, en el México de la autoproclamada transformación, el eco de esas asambleas radicales retumba en los escaños de un Congreso que se entrega al espectáculo de una representación grotesca de la soberanía popular. Aquí, como entonces, el objetivo es claro: no deliberar, sino imponer. No hay lugar para argumentos razonados ni para minorías obstinadas en cuestionar; el rito del poder unificado debe seguir su curso, a la manera de un aquelarre de unanimidad parlamentaria.
Benjamín Constant, quien había sido testigo de la demencia destructiva de la época jacobina y sus secuelas, sabía bien que la “voluntad general” de Rousseau era un término tan ampuloso como peligroso, capaz de camuflar el autoritarismo bajo la seductora promesa de la libertad. Constant, con su aguda mirada, desenmascaró ese espejismo: en cuanto alguien invoca al “pueblo” como autoridad única, lo que se erige no es una democracia, sino una tiranía de la mayoría.
En México hoy, el escenario es inquietantemente familiar. La independencia judicial yace en ruinas y se pretende suplantar a la judicatura independiente por unos tribunales electos popularmente, que en cualquier momento se podrán convertir en comités de salud pública; las mayorías calificadas devienen herramientas de demolición de la democracia constitucional, y los organismos autónomos —aquellos vigilantes incómodos— desaparecerán uno tras otro, desprovistos de su papel de contrapeso. La “voluntad general” en versión mexicana ya ha encontrado su rostro adusto y su mayoría parlamentaria, en una ruta que reproduce el molde de gobiernos que, en los últimos tiempos, han convertido la democracia en teatro en muchas latitudes, con parlamentos que no son sino caja de resonancia de las imposiciones de caudillos populistas que sin ambages se proclaman “iliberales.”
La tiranía de la mayoría, aunque se impone como la voluntad del pueblo, suele revelarse como un artificio que sólo sirve a una coalición estrecha de intereses privilegiados. En las democracias constitucionales, pilares de los órdenes sociales de acceso abierto, los derechos y libertades de la ciudadanía no están al arbitrio de una mayoría transitoria; son, más bien, salvaguardas diseñadas para impedir que el poder quede secuestrado por una élite. Las simulaciones de democracias populares, en cambio, crean la ilusión de la participación, pero en realidad consolidan un régimen que protege privilegios y refuerza el clientelismo.
Así se forman los regímenes que, bajo la apariencia de la voluntad popular, orquestan el control de clientelas y alimentan redes de lealtades personales. Daron Acemoglu, James Robinson y Simon Johnson, recientes laureados del Premio Nobel de Economía, lo señalan con claridad: estos experimentos de autocracia electiva no solo traicionan los principios democráticos, sino que arruinan a las naciones, perpetuando un ciclo de privilegios enquistados y pobreza institucional.
La verdadera calidad de una democracia no se mide por la fuerza de sus mayorías, sino por la solidez con la que protege los derechos de sus minorías. Aunque en su origen, muchas salvaguardas surgieron para evitar el aniquilamiento de elites económicas específicas, los contrapesos contramayoritarios se han convertido en la defensa más eficaz contra el aplastamiento de grupos vulnerables y en la mejor garantía frente a la arbitrariedad depredadora. Es en estos frenos, y no en las mayorías avasallantes, donde reside la esencia de una democracia auténtica: un sistema que antepone los derechos individuales al poder absoluto, para preservar así una justicia que no se doblega ante las coyunturas políticas ni ante los caprichos de quienes detentan el poder en un momento determinado.
Lo que acontece hoy en México es una traición a los ideales de libertad y pluralismo que apenas comenzaban a arraigarse. El país marcha hacia una simulación de democracia en la que el poder absoluto se reviste de formalidades electorales, mientras se devoran los derechos y se arrasan los contrapesos. Cada reforma constitucional, cada desmantelamiento de instituciones autónomas y cada aplauso a esta mayoría complaciente asestan un golpe más a la democracia, que la sepulta bajo el peso de un autoritarismo disfrazado de mandato popular. México, que podría construir un futuro de libertades y derechos universales, se encamina peligrosamente hacia un modelo de control autocrático, en el que los derechos individuales son sacrificados en el altar de la mayoría y la arbitrariedad se impone como norma.
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