"El Dueño de la Lumbre, asimismo, a menudo suele enfermar a los habitantes de una casa, cuando al abandonarlo, al migrar a la ciudad o haber cambiado de residencia, se le deja en el olvido.", escribe Iván Pérez Téllez.
Por Iván Pérez Téllez
Ciudad de México, 27 de octubre (SinEmbargo).- En la década de los ochenta, las vacaciones de verano duraban poco más de dos meses. Mi madre, en ese entonces, aún continuaba sus estudios de grado en la escuela normal de Puebla. En aquella época no había guarderías ni quién cuidara de nosotros, así que nos lleva, a mi hermanita y a mí, con mi abuela a San Pedro Petlacotla. En este pueblo totonaco no había electricidad y las señoras acostumbraban a lavar en las “conchas”, esos hermosos surtidores construidos con piedras labradas. Por las tardes las mujeres se sentaban en la parte frontal de su solar a peinar sus largas cabelleras para untarles aceite de lima. Esta comunidad, enclavada en la sierra norte de Puebla, había sido etnografiada por Alan Ichon hacia finales de los años sesenta y era famosa porque continuaba realizando con gran fuerza la Costumbre de tawilate, ese ritual agrario de carácter comunitario. Por supuesto, nada de esto último lo sabía a la edad de 4 años. Lo que sabía es que en San Pedro casi no hacían pan, que la gente era agricultora, andaba a caballo y que hablaban una lengua distinta al castellano, incluida mi abuela Esperanza.
A diferencia del pueblo en el que nací, acá los niños colaboraban en las labores en general. Mis tíos más pequeños, por ejemplo, ayudaban llevando en ocasiones el almuerzo a sus hermanos mayores que ya trabajaban en las labores agrícolas junto a mi abuelito. Durante las vacaciones de verano, solía acompañar a mis pequeños tíos en sus actividades. Como los terrenos de cultivo estaban alejados del caserío principal, nosotros, los más pequeños, jugábamos en el agua de los manantiales que encontrábamos en el trayecto a dejar el almuerzo. Había que caminar cerca de una hora para llegar al “rancho”.
En este contexto rural y campesino, yo dormía junto a mis tíos ⎯niños casi de mi edad⎯ en petates tendidos cada noche sobre el suelo. En ese entonces era común que me orinara durante la noche, a lo cual mi abuela Esperanza respondió de un modo distinto al de mi madre. Mamá, con toda razón harta, solía reprenderme cada que mojaba la cama; mi abuela totonaca, en cambio, ante este mismo hecho consideró que no era normal que yo me orinara, así que prontamente concluyó que algo debió haberme enfermado. Según mi abuela, lo más probable era que, siendo inquieto como lo era, había transgredido algún espacio. Mi abuela, entonces, elaboró algunas conjeturas: Como me gustaba jugar con la masa de maíz con la que elaboraban tortillas, a pesar de las reprimendas de mi abuelo, seguramente en una de esas veces había movido los leños que alimentaban al fuego del fogón, lo cual con seguridad molestó al Dueño de la Lumbre.
Entre los pueblos totonacos de la sierra, el Dueño de la Lumbre ⎯Wan Malana’ Makskut⎯ parece tener bastante importancia en la etiología local, pues con frecuencia se le debe desagraviar por haberlo hecho trabajar arduamente durante los años que estuvo en uso: ya sea en la hornilla de la molienda, en el temazcal o en el fogón doméstico. Así, en las moliendas de caña de azúcar se le debe ofrendar a la hornilla ⎯construyendo una casa miniatura adornada con flor y sacrificando aves⎯ por haberla fatigado de modo contrario, enfermará a la familia dueña de la molienda. El Dueño de la Lumbre, asimismo, a menudo suele enfermar a los habitantes de una casa, cuando al abandonarlo, al migrar a la ciudad o haber cambiado de residencia, se le deja en el olvido. Mi abuela Esperanza sabía todo eso y concluyó que ese dueño me había enfermado.
De modo distinto a lo que la cultura no indígena considera ⎯por ejemplo, que un niño se orina en la cama por “cochino” o flojo⎯, mi abuela Esperanza asumía que ninguna enfermedad podía originarse en uno mismo; para ella la enfermedad provenía siempre de la alteridad. De manera que concluyó que, de algún modo, yo había agraviado al Dueño de la Lumbre y que en consecuencia orinaba la cama. La solución que encontró mi abuela, acorde a la cosmología totonaca, fue mandarme a vender una piedra del fogón. Cierta tarde, mi abuelita colocó una piedra de mediano tamaño dentro de un morral viejo y me mandó a ofrecerla a los vecinos colindantes del solar de mis abuelos. No recuerdo cuántas casas recorrí, ni cuántas risas tuvieron que acallar los vecinos. El hecho es que no vendí nada y mi abuela, al regresar, simplemente se deshizo del morral con la piedra. De ese modo tendría yo que curarme. Y creo que así fue.
Esta breve anécdota ilustra, por un lado, el carácter punitivo de la cultura mestiza, la cual suele focalizar la enfermedad del mal de orín en el niño. Se dice, por ejemplo, que el infante es flojo o sucio por mojar la cama. No indaga demasiado en qué puede estar afectándole. Es decir, patologiza al niño atribuyendo toda responsabilidad a él mismo. Por el contrario, la cultura totonaca se pregunta sobre las posibles causas de la enfermedad. Busca, por ejemplo, las causas de la enfermedad en el enfriamiento del vientre del pequeño, en el consumo de algún alimento o en haber jugado con el fuego, incluso en alguna posible transgresión que haya desatado la enfermedad. Esto último es lo que mi abuela concluyó.
Para mi abuela Esperanza, la enfermedad era un asunto de alteridad y así debía ser tratada. Incluso a mi corta edad, yo debía comprender que el espíritu del fuego participaba de una sociabilidad extendida que incluía a personas humanas y no-humanas. Es decir, que el Dueño de la Lumbre, entre los totonacos, es una suerte de persona que no debe ser importunada mientras realiza su trabajo ⎯cocer los alimentos⎯, a reserva de enfermar. Esta lección de alteridad, como otras tantas, la recibí de mi abuela Esperanza, despertando en mí una curiosidad que aún está presente en mi vida.