Leopoldo Maldonado
18/10/2024 - 12:01 am
Autoritarismo ancestral
"Difícil adelantar vísperas para lo que viene en el gobierno de la presidenta Sheinbaum. Pero la tendencia a continuar con el proyecto de reducción de contrapesos no es buena señal".
En Postdata, Octavio Paz, a propósito del régimen priísta, recordaba la antiquísima tradición de transmisión de poder de los mexicas. Señaló que con el sistema de partido hegemónico se había consolidado “la secreta supremacía del modelo azteca”, un poder que equipara al tlatoani, virrey y presidente, y que radica más en la investidura que en la persona. En suma, un poder “sacerdotal, impersonal e institucional”.
Sergio Zermeño, en la Desmodernidad mexicana y las alternativas a la violencia y la exclusión, coincide con las raíces profundas del autoritarismo. En sus palabras “con un fuerte Estado ancestral, la acción política de las élites, ya sea en el gobierno o en la oposición, tiende a organizarse en torno al lugar donde todo parece posible (el vértice) y ese afán compartido reproduce y alimenta la matriz social, cultural y políticamente formada en el autoritarismo”.
En el caso del régimen que se dejó hace treinta años, el patrimonialismo, corporativismo y clientelismo fueron mecanismos eficaces de control político y social desde el “vértice de la pirámide”. Ya en la llamada transición democrática dichos mecanismos mutaron, se atenuaron o sofisticaron, pero no desaparecieron del todo. Ahora veremos una reedición muy intencionada de la re-centralización del poder que se manifiesta en el cambio de las reglas del juego de un sistema que se pretendía democrático. El golpe dado al Poder Judicial y la inminente desaparición de contrapesos institucionales es muestra de ello.
La larga tradición del poder centralizado en la investidura del tlatoani-virrey-presidente(a)- responde a una muy enraizada idea que mantiene vigencia en nuestra sociedad: consideramos a quien detenta poder como el legítimo propietario de los bienes públicos (entiéndase también territorio, seguridad, derechos, etc.).
Antes, el “partidazo” (el PRI) monopolizaba las avenidas de movilidad política (y social) para jóvenes desde todos los rincones de la República a través del municipio, el gobierno estatal, las asociaciones gremiales y todas las corporaciones que lo conformaban. El sistema, claramente autoritario, repartía beneficios y prebendas y no reconocía derechos universales. Así entendido el ejercicio del poder , como la “ley” que se dictaba desde la cúspide del Ejecutivo, los garrotazos también se repartían a discreción y con impunidad, redundando en crímenes de lesa humanidad en el caso de la represión estatal de los 60 a los 90 del siglo pasado. En este sentido, el soberano no era el pueblo, sino el presidente en turno.
La idea de la transición fue romper con ese centralismo, la administración discrecional y arbitraria de los bienes públicos, abrir la competencia política en el marco de una sociedad pluralista, fortalecer los controles al poder público y la participación social. También se reconocieron -no se “otorgaron”- derechos humanos en nuestra Constitución. Mucho de ello no se materializó en beneficios colectivos. Sin embargo, por primera vez se inoculaba una idea en el relato social que retornaba agencia a las personas en lo individual y lo colectivo: la necesidad de construir contrapesos y ejercer efectivamente derechos en cuanto tales. Había una oportunidad de romper con el horizonte social e histórico fincado en el autoritarismo.
Hoy estamos en el momento de una clara deriva autoritaria consecuencia de un profundo desencanto con la democracia. Durante el “régimen de la transición” se configuró un sistema formalmente democrático pero que no perdió su carácter elitista. La clase política y sus socios empresarios, acompañados de un obsequioso sector de la intelectualidad, no cedieron por completo el espacio al control ciudadano mediante el ejercicio de derechos. Esa tremenda pifia, aunada a la concentración de la riqueza y la desigualdad debido al afincamiento del sistema en un capitalismo rentista y extractivo, abrieron la puerta para el regreso de una aspiración por una una presidencia “fuerte” con poderes omnímodos.
Difícil adelantar vísperas para lo que viene en el gobierno de la presidenta Sheinbaum. Pero la tendencia a continuar con el proyecto de reducción de contrapesos no es buena señal. Tampoco lo es la profundización de la militarización, poder sin controles al que la opacidad y falta de rendición de cuentas le es inherente.
Menos halagüeño es que la agenda de derechos humanos civiles y políticos sea relegada a segundo o tercer plano. Esos derechos que se concretan en la posibilidad de acceder a más y mejor información, vivir en seguridad sin el terror de las personas a ser torturadas, desaparecidas o asesinadas, a no ser privadas de su libertad arbitrariamente, a recibir un juicio justo en un tribunal imparcial e independiente. Como ya dábamos cuenta en este espacio, la integralidad e interdependencia de derechos (políticos, civiles, sociales, culturales y ambientales) es un reconocimiento que deriva de una larga lucha. Por ello no debería caerse en la idea de que se garantizan unos en detrimentos de otros. Todos los derechos deben ser garantizados a todas las personas. Obvio todos los derechos en cuanto tales, no cómo dádivas del poder presidencial.
Pero esta lógica de derechos no solamente requiere reconocimiento en el relato oficial, sino garantías reales y tangibles en instituciones, mismas que están en camino de ser mermadas o extinguidas. De entrada, veremos qué pasa con las víctimas de los recientes actos de ejecución extrajudicial a manos del Ejército y la Guardia Nacional militar. Con una institucionalidad civil derruida, será todavía más difícil superar la impunidad a la que están condenadas tragedias similares.
En este contexto aciago, nos queda aferrarnos a la idea de una sociedad de iguales que ya dejó la simiente de una nueva lucha cultural, política, simbólica y social. Esa voluntad democrática se mantiene presente, y estamos seguros que aprovechará los resquicios de este nuevo régimen y sostendrá los pocos o muchos espacios de interlocución, difusión y deliberación que queden. Ya no es el mismo México de hace 100 años y hay herramientas para erradicar el autoritarismo ancestral que nos acecha.
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