Daniela Barragán
05/10/2024 - 12:04 am
Tenemos que hablar de la salud pública en México
"La obsesión que se tiene con el papel, con lo impreso, es otro problema. Por eso el punto de la Presidenta de eficientar los trámites es esperanzador pero es sobretodo urgente".
Estamos en un momento en el que hablar de cómo nos fue cuando fuimos por algún servicio a una institución pública hablamos como si se tratara de un concurso de azar: “a mi me fue bien” o “a mi me fue mal” y así descartar las experiencias de los otros.
Para entrar al tema también hay que partir de una noción básica: durante décadas, los gobiernos del PRI y del PAN iniciaron con el desmantelamiento de los servicios de salud pública para dar paso a los servicios privados dirigidos a quienes pudieran pagar más– mientras que empezaron a crecer los consultorios adyacentes a farmacias que cobran la consulta en 50 pesos –para los que tuvieran menos–. Esa política no solo afectó el servicio de consultas, se afectó todo el sistema: los servicios de laboratorio, de medicinas, terapias… todo, todo se convirtió en un gran negocio a costa de la salud y la economía de millones de familias.
El Gobierno de Andrés Manuel López Obrador tuvo la intención de iniciar una gran renovación del sistema de salud. Para la mala suerte de todos vino la pandemia de COVID-19. Todo proyecto quedó en segundo plano para reconvertir todo centro de salud en un centro para atender una enfermedad que nadie en el mundo conocía y que a todo mundo encerró en sus casas.
Pero el tiempo pasa y no podemos quedarnos en el lamento. La experiencia de cada persona en instituciones de salud no puede ser como un juego de feria en el que es una cuestión de suerte o maña si te va bien o si te va mal.
He compartido con la audiencia de SinEmbargo que estoy embarazada. Bueno, además de compartirlo, un embarazo es algo que difícilmente puede esconderse. He tenido el privilegio de llevar mi atención médica en el servicio privado para tranquilidad mía y de mi pareja al tratarse de un embarazo de alto riesgo.
Pero llegó el momento, en el quinto mes, de empezar trámites en el IMSS tanto por mi incapacidad como también por recomendación médica por cualquier emergencia ya que a decir de uno de mis médicos, en el Instituto tiene los hospitales más equipados para atender cualquier eventualidad.
El primer paso fue ir a la clínica familiar. No hubo mayor complicación; me hicieron las pruebas de VIH y sífilis –una embarazada debe hacérselas cada tres meses–, me programaron mi vacuna de tétanos, me pasaron a servicio social y me programaron citas cada mes hasta enero. Pero de todo eso, lo más importante era darme de alta en el Hospital de Gineco-Obstetricia 4, ubicado al sur de la Ciudad de México. Todas, doctoras y enfermeras, me dijeron que cualquier emergencia que tuviera sería atendida ahí y que no podía dejar pasar el lugar ya que se trata del mejor hospital del país, “el más equipado y avanzado” sobre todo para embarazos como el mío en el que podríamos llegar a necesitar terapia intensiva.
Desde que salí de esa primera cita me sorprendí de que me fueron entregadas 16 páginas impresas; en cada área por la que pasé sumaba y sumaba hojas de papel a pesar de que metieron todos nuestros datos de laboratorios e historial clínico en dos computadoras.
Pero lo más sorprendente fue encontrarme con el consultorio. Desde el primer mes hemos visto lo que hay en mi útero y así ha sido cada tres semanas. En el IMSS no hay ni un equipo básico de ultrasonido y lo único que se hace es intentar encontrar el latido del bebé con un aparato que ojalá tenga buena cantidad de pila porque si no ni siquiera se obtiene un sonido claro.
Fuimos al hospital de Gineco-Obstetricia 4 en tiempo y forma para no perder el espacio y me dieron cita para dos semanas después. A pesar de que pedí horario vespertino para no fallar al trabajo, no hay cabida para solicitudes, las citas empiezan a las 7 de la mañana y punto; no hay que perder el lugar porque si no es empezar de nuevo con el trámite.
Llegué a esa primera cita y las tres horas invertidas en la clínica familiar en la que “abrimos expediente” no sirvieron para nada. Todo empezó de cero. Un nuevo expediente, uno físico y otro en el sistema. Llevé todos los estudios de laboratorio –que son muchos–, los reportes de mi ginecóloga y dos ultrasonidos hechos por un médico fetal. Los dos doctores que me atendieron ingresaron todos los datos y me regresaron las copias. Pasamos a la camilla de piedra, escuchamos corazones con la maquinita y nos fuimos, otra vez, con un gran paquete de hojas impresas con una nueva cita para tres semanas después.
Para ese jueves 19 de septiembre, llegué a la clínica y le dije a mi pareja: “salimos rápido”. No fue así.
Llegué, puse mi carnet en donde correspondía –como toda una experta– y ayudé a embarazadas nuevas. Me llamaron al consultorio 4 y me encontré ahí con la doctora Diana Stefhanie Martínez Mercado. Entregué una nueva tanda de estudios de laboratorio y lo que pensé seria rutinario se convirtió en un maltrato.
A pesar de lo hecho en citas pasadas, me dijo –desde el inicio muy molesta– que mi expediente estaba vacío. Le comenté que no podía ser eso posible ya que no era mi primera cita pero su problema fue que mi expediente no tenía papeles, es decir, la información impresa. Le compartí los datos del último ultrasonido, que era de cinco días antes de la cita y no lo dio por válido, y dijo que como no era una copia con una firma entonces ella no podía asegurar que mis bebés no estuvieran muertos ya y que seguro ya lo estaban. Me dijo irresponsable por no llevar un control médico a pesar de todos los datos que le compartí y los que estaban en el expediente en el sistema. Le expliqué que llevaba mis ultrasonidos en el sector privado porque me permite no faltar al trabajo y regresó a la etiqueta de que era una irresponsable que seguro ya tenía a sus hijos muertos en el vientre. En su molestia me estaba hasta descartando un estudio que me había realizado apenas dos días antes.
El castigo por no llevar una hoja impresa fue que me mandó a internar a Urgencias por embarazo de alto riesgo de seis meses sin ningún seguimiento ni control médico.
Le llamaron a mi pareja para que me acompañara en el proceso de internamiento y pudiera llevarse mi ropa y mis pertenencias. No dábamos crédito a lo que había pasado. La doctora quería hacer un tercer expediente de mi caso pero no solo eso, las mamás entenderán la magnitud de la frase “sus bebés seguro están muertos ya” y que te pongan en la frente la etiqueta de irresponsable aunque los últimos meses has sido la más cuidadosa en todo.
Llegué al sótano en donde estaban todas las embarazadas esperando camilla. Me entregaron mi bata verde del IMSS, rota y desgastada, para quitarme mi ropa y entregarla. Hablé con los enfermeros sobre la situación y me comentaron que la orden de la doctora era de una verdadera urgencia y que sólo podía irme si ya en cama solicitaba mi alta voluntaria aunque eso jugaría en mi contra en el mentado expediente.
Me senté a esperar con las demás pero me agobié. Como en la cárcel, empiezas a preguntar a las otras “¿tú por qué estás aquí?” y cada respuesta me hacía sentir peor: unas tenían contracciones, otras ya estaban dilatadas, otras no tenían síntoma alguno pero ya estaban en trabajo de parto, otras tenían presión alta -que es uno de los mayores riesgos en el embarazo– y yo… yo no tenía un ultrasonido impreso.
Me pasaron a la camilla. Me sentí moralmente mal ya que pasé antes que otras mujeres que realmente necesitaban esa cama para reposar y esperar.
Empezaron a llegar los doctores y el personal de enfermería. ¿Por que la mandaron, que tiene? Sentía vergüenza en el rostro, estaba internada por nada, porque la doctora necesitaba ver un expediente con muchas hojas para validar mi caso.
Empezaron a hacerme estudios, me sacaron sangre pero me lastimaron y toda la sábana se llenó de sangre. Lo peor no fue eso. Como la indicación de la doctora fue que yo era una embarazada de alto riesgo que nunca había visitado un hospital, me hicieron una prueba invasiva que para nada está recomendada, salvo cuando el trabajo de parto está avanzado y aún así con mucha reserva y cuidados.
Buscaban saber si estaba en trabajo de parto y obvio, no lo estaba y me lastimaron.
Pasé la noche ahí. Entré el jueves a las dos de la tarde y salí el viernes a las 5. En todo ese tiempo nunca me pudieron cambiar la jarra de agua que era de la paciente anterior que ocupó la cama –esto a pesar de lo necesaria que es el agua para todos y más para una embarazada–; el baño que nos correspondía duró lleno de sangre y sucio de orina casi todo ese tiempo; por la naturaleza de mi embarazo el hambre me invade a ratos y aunque lo solicité nunca nadie pudo adelantarme un pan y tuve que esperarme dos horas para que pasaran a darnos la cena; por la noche nunca se apagó la música de los pasillos, desde cumbia hasta electro. Descansar fue imposible.
Al siguiente día, hablé con la doctora del turno matutino y su molestia para con la doctora Diana Stefhanie Martínez Mercado fue muy clara. Desde las 8 de la mañana me dio mi alta para ese día por la tarde, una orden para un ultrasonido ese mismo día para meterlo en el mentado expediente y sanseacabó. Esa era la solución: darme una cita para un ultrasonido, imprimirlo y meterlo al expediente. Era innecesaria la sobrecarga de trabajo y estudios y material y todo. El episodio fue producto de un arrebato de esa doctora.
Las razones para contar esta historia es porque ninguna mujer en ningún lugar debe ser sometida a violencia obstétrica. En mayor o menor medida. Esos tratos obedecen a médicos con mentalidad de troglodita. Y no podemos quedar a expensas de que nos toque un doctor buena onda por mera suerte.
De poco o nada servirá la inversión en infraestructura hospitalaria si no se trabaja también en la capacitación del personal médico. No todo es consecuencia de los bajos salarios. Soy consciente de que existe una sobrecarga de trabajo y las condiciones laborales no son las mejores, pero también se observa algo de deshumanización y eso no se puede negar.
La obsesión que se tiene con el papel, con lo impreso, es otro problema. Por eso el punto de la Presidenta de eficientar los trámites es esperanzador pero es sobretodo urgente.
Es necesario avanzar con la atención a los primeros mil días de vida, ya que al menos en mi caso, de cinco vitaminas y medicamentos que tomo desde el inicio de mi embarazo, en el IMSS únicamente tienen disponible uno, el resto lo debe comprar uno y no son baratos, lo cual lo convierte en un privilegio cuando debería ser un piso básico para todas.
Añadiría un último punto. No solo en el sector salud si no en varios, la reforma para la democracia sindical quedó corta. Instituciones completas son rehenes de los vicios sindicales. En mi noche en el IMSS nadie pudo darme agua, nadie nos pudo lavar el baño a dos embarazadas y una mujer que se recuperaba de una cesárea pero siempre hubo en el único elevador una señora, con su gafete del sindicato, que ocupa un cuarto del espacio y que sólo se dedica a poner el número del piso al que vas.
Será uno de los grandes retos pero es un problema que ya no puede postergarse más. Tomo mi mínima experiencia para hablar de lo urgente que resulta trabajar en el sector salud, pero soy consciente de mi privilegio y de que hay casos mucho más extremos de pacientes que se atienden ahí enfermedades graves y no tienen alternativas.
Para ellos y para los que se quieran atender una gripa, debe existir un sistema de salud digno. No quiero recurrir al “no somos Dinamarca” porque el problema merece seriedad y eliminar la politiquería que lo inunda.
Hablemos más de esto. Felicidades a quienes les ha ido muy bien en su paso por los hospitales públicos y un agradecimiento pleno al personal que cumple con su labor y más. Pero dejemos de normalizar el volado que nos aventamos cada que entramos a un hospital público. Hay mucho que hacer y hay que empezar a hacerlo.
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