Violeta Vázquez-Rojas Maldonado
23/09/2024 - 12:04 am
La revolución de las palabras
"Además de las redes sociales, que pueden estar al alcance de cualquier persona con la mínima tecnología, uno de los cambios más notorios de estos seis años fue que la opinión de la gente común".
El cambio político que se inició en México en 2018 -el cambio en la manera de conducir las decisiones, de priorizar las necesidades, de distribuir los recursos, en suma, de organizar la vida pública- inevitablemente implicó un cambio cultural: un cambio en lo que se considera importante, en lo que se considera justo, en aquello a lo que una colectividad aspira como país. Y ese cambio cultural, a su vez, no podía darse sin un cambio en el lenguaje mismo: con qué palabras asociamos lo valioso y lo repudiable, con qué términos nuevos o recuperados del olvido designamos lo que antes no conocíamos o no nos importaba, pero sobre todo, con un cambio en los emisores y los destinatarios del discurso público.
En este aspecto, como en muchos otros, en estos seis años hubo una democratización discursiva: la voz de la gente común empezó a tener peso en la opinión general, se convirtió no sólo en una fuente que merece conocerse, sino en la autoridad misma para la guía las decisiones políticas y que distingue lo deseable de lo indeseable, lo importante de lo secundario.
La gente común es la señora que en un video cortito explica que, por un milagro del Señor de la Peñita, AMLO llegó a ser presidente, y con ello no sólo evitó que se inundara el pueblo de Temacapulín, Jalisco, de donde es ella, sino que también fue “el primer presidente que volteó a ver a los pobres” y enfrentó a sus adversarios, que ella reconoce como “el poder y el dinero”. O aquella otra mujer de Guerrero, que en la marcha del 27 de noviembre de 2022 mostraba su hartazgo ante el mote de “acarreados” que le prodigan a los obradoristas cada vez que se manifiestan en las calles. También es el economista que desde sus hilos de X nos explica con gráficas y palabras simples cómo el aumento del salario mínimo impactó en la reducción de la pobreza, o el cocinero que, armado con un teléfono, desmiente con evidencias una noticia falsa. Como ellos hay cientos de miles de otras y otros documentalistas y opinadores de lo cotidiano.
La gente común tiene creencias variadas, y seguramente explicaciones distintas, pero coinciden en la identificación de sus agravios y sus esperanzas. La gente común son millones de personas, y sus testimonios abundan en también millones de documentos visuales y escritos que bien pueden constituir la memoria detallada de los tiempos que nos ha tocado vivir. Estos pequeños atisbos nos permiten ver algo que durante décadas fue negado: la gente común tiene razones, principios, y fundamentos para sus convicciones.
Además de las redes sociales, que pueden estar al alcance de cualquier persona con la mínima tecnología, uno de los cambios más notorios de estos seis años fue que la opinión de la gente común también alcanzó a ocupar espacios en los grandes medios, públicos y corporativos, y de manera importante en la opinión escrita, por definición más prestigiosa y con más tendencia a perdurar que la que se expresa por un canal audiovisual.
Los medios permitieron -en muchos casos por una voluntad auténtica de entendimiento, en otros por una concesión a regañadientes ante las circunstancias- la presencia de analistas y comentaristas que articularan para un público masivo la opinión mayoritaria. Nunca dejaron sus espacios, eso sí, los voceros de la opinión contraria, la prevalente durante el régimen previo y que se caracteriza, más que por un contenido, por un estilo. Los comentaristas del viejo régimen durante seis años de azoro fueron incapaces de articular para sus audiencias una explicación medianamente racional de los tiempos que corren. Por el contrario, sus análisis se basaron, cuando no en auténticas mentiras, en vocalizar el desprecio hacia la voz de las mayorías, a quienes consideran pedestres, impreparadas, acríticas e incapaces de conducir su propio destino colectivo.
Cuando las voces de la gente común ocuparon el espectro del discurso público, se desmoronó la figura del intelectual de élite. El prototipo del hombre (porque casi siempre eran hombres) hiperculto, «especialista en política» (como si la política no fuera el oficio cotidiano de cualquiera que vive en sociedad y toma parte de la vida pública), y que se respaldaba en la autoridad que le confería alguna profesión aprobada (generalmente la de economista, abogado, o politólogo), poco a poco fue perdiendo su papel de salvaguarda de la opinión sensata e ilustrada. Se les llamó a cuentas, como quien dice, y sus dichos tuvieron que buscar más respaldo que el apellido de quien los enuncia. Se les exigió lógica y, sobre todo, apego a los hechos. Algunos lograron adaptarse a las nuevas demandas y otros poco a poco han ido haciendo mutis de los medios.
En esa revolución de las conciencias, que es también la revolución de las palabras y quien las dice, muchos de nosotros, que jamás habíamos soñado con hablarles a audiencias masivas, fuimos invitados a hacerlo. Lo hicimos desde nuestras posiciones, no de especialistas y eruditos, sino precisamente de lo opuesto: hablamos para la gente común, de lo que opina la gente común, y tratamos de analizar y exponer sus razones, nunca de negarlas. Recibimos, de parte de quienes aún piensan que para tener un micrófono se necesitan determinados diplomas, denuestos y vituperaciones. Lo asumimos como la cuota de humillación que bien dice el presidente que viene con ciertas labores: hay oficios que implican encarar la afrenta. Sin embargo, quienes llevamos a cabo esta tarea, no de generar la opinión para las mayorías, sino de entender esa opinión y comunicarla, no le hablamos a quienes de antemano la desprecian. Nos hablamos, sí, entre nosotros, viéndonos unos a otros, que para eso somos bastantes, y nos distinguimos de aquel pequeño círculo de élite que, en cambio, decidió mirarse exclusivamente el propio ombligo.
Una cosa fue llevando a la otra: analizar, entender y articular la opinión política en algún momento implica involucrarse en otras labores también políticas pero que nos alejan de los espacios públicos, como este donde durante casi tres años tuve el gusto de encontrarme quincenalmente con una audiencia receptiva, inteligente y entusiasta. Es por eso que hoy, 23 de septiembre de 2024, me despido al menos temporalmente de esta generosa audiencia con esta columna.
Tengo tres agradecimientos que expresar: el primero, al incansable equipo de Sin Embargo, a Alejandro Páez Varela, quien me invitó amablemente a ocupar este espacio; a Álvaro Delgado, Fabrizio Mejía y Jorge Zepeda Patterson, faros en este oficio para mí antes impensado. El segundo agradecimiento es para la audiencia de este prodigioso canal. Cada comentario suyo fue leído con detenimiento y agradecido con el corazón. El tercer y último agradecimiento es para quien hizo posible este cambio de manos en los micrófonos, el que le cedió la palabra a la gente común y la comunicó cada día desde su conferencia mañanera, el que antes de hablar, escuchó, y por eso habló directo a la comprensión de la gente y comprendió lo que la gente decía. Entre muchas otras cosas que agradecerle, le agradezco profundamente el cambio en la palabra que llegó con su gobierno, querido presidente. Gracias y hasta siempre.
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