Sandra Lorenzano
22/09/2024 - 12:02 am
La vida secreta de las palabras
"El silencio y el orden le son imprescindibles para no naufragar en su propia memoria".
Recordaba que en una escena Hanna, la protagonista de la película, apaga el audífono que lleva en el oído izquierdo, para no oír los ruidos de la fábrica de plástico en la que trabaja. El ambiente allí es agobiante, sus movimientos se repiten siempre iguales a lo largo del día. A la misma hora se sienta sola en una de las mesas del comedor, abre un envase de plástico donde lleva siempre lo mismo para comer, al llegar a su casa -en realidad un solo cuarto- austera y silenciosa, saca una nueva barra de jabón para lavarse las manos. Cada día una nueva barra. Lo metódico se vuelve obsesivo. Borda sobre un paño blanco. Borda y tira lo bordado a la basura. El silencio y el orden le son imprescindibles para no naufragar en su propia memoria.
Estoy hablando de La vida secreta de las palabras, una película filmada por la catalana Isabel Coixet en 2005. La vi en ese momento, hace casi veinte años, y se volvió para mí uno de los talismanes que me acompañan en la vida. Es quizás una de las más conmovedoras historias de amor que he visto. Amor y memoria. Amor y espanto.
Esta vez volví a ella por el gesto que recordaba de Hanna apagando su audífono. Estoy escribiendo un libro que tiene que ver con la sordera, con el silencio que rodea a quien no oye; un silencio que puede ser protección o puede ser soledad. Leo estudios, testimonios, novelas. Leo a Oliver Sacks y su gran libro Veo una voz. Viaje al mundo de los sordos; al poeta ucraniano Ilya Kaminski y su excepcional República sorda, a nuestro Diego Enrique Osorno y las hermosas páginas de Un vaquero cruza la frontera en silencio. Escucho las explicaciones que me da el Dr. Gonzalo Corvera, uno de los grandes especialistas de México. Me angustio cuando entro a un sitio en el que el volumen de la música le gana al de las conversaciones, porque sé que no podré seguirlas. El virus que me afectó el oído derecho es similar al de la COVID, y es ya una marca en mi cotidianeidad. El querido Juan Villoro sabe de lo que hablo y me tranquiliza: de a poco el cerebro irá adaptándose a la nueva realidad, me dice. Bendita plasticidad cerebral, pienso yo, que hará que en algún momento pueda volver a distinguir voces de ruidos.
Recordaba la escena en que Hanna apaga el audífono, les contaba, y quise ver una vez más la película. Esa joven de rostro melancólico (magistralmente interpretada por Sarah Poley) le contará su dolorosa historia a Josef (Tim Robbins), quien yace postrado con terribles quemaduras en el cuerpo, en una de las escenas más desgarradoras y a la vez más amorosas del film. Todo transcurre en una plataforma petrolífera que ha dejado de funcionar debido a un incendio. Se trata casi de un “no lugar”. Hanna ha vivido la guerra de los Balcanes, le habla de las violaciones, las vejaciones, las heridas, el dolor, la angustia. El miedo y la vergüenza: las dos marcas de los sobrevivientes. La vergüenza de haber sobrevivido. El relato se vuelve insoportable. Entonces ella guía la mano de Josef, cegado por el fuego, a través de las cicatrices que lleva en el cuerpo. Él lee la historia en la piel de ella. Al llegar a tierra firme, ella lo deja.
Hanna ha sobrevivido a una guerra que ya nadie recuerda, dice quien fuera su consejera; sólo las víctimas. Parte del plan de los victimarios es siempre borrar la memoria. “Antes del Holocausto -cuenta- Hitler reunió a sus colaboradores y para convencerles de que su plan funcionaría, les preguntó: ‘¿Quién recuerda el exterminio armenio?’ Treinta años después nadie recordaba que un millón de armenios habían sido exterminados de la manera más cruel posible. Han pasado diez años, ¿quién se acuerda de lo que pasó en los Balcanes?”
El mismo día que termino de ver una vez más La vida secreta de las palabras, leo un artículo de Soledad Gallego-Díaz en el diario El País, cuyo título lo dice todo: “La furia contra los migrantes se está normalizando como se normalizó el antisemitismo de los años 20”. Lo que era inadmisible en el discurso público hace unos años, se ha vuelto moneda corriente. Se ha naturalizado. “They eat your pets”, dice Trump refiriéndose a los migrantes y, más allá de los memes que han aparecido, serán muchos los que no pongan en duda las afirmaciones del republicano.
Se normaliza la exclusión del diferente, se lo vuelve “chivo expiatorio”: es un peligro. La lucha se lleva también al campo de la memoria. Por eso la consejera de Hanna (Julie Christie) hace tanto énfasis en los testimonios guardados, que permitirán decir, en el futuro, que eso que tantos niegan, sucedió. Ante el negacionismo de Milei, ante la masacre en Gaza, ante las mentiras antimigrantes, ante la oposición a los derechos de las mujeres, ante el dolor de quienes deben abandonar su hogar, ante la soledad de nuestras “Madres Buscadoras”, a veces preferiría, como Hanna, decidir no escuchar. Pero sé que nuestra responsabilidad es dejar testimonio de la época en que vivimos. Y seguir rescatando de las cenizas del espanto, las historias de amor, como lo hace Coixet en La vida secreta de las palabras.
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