Jorge Javier Romero Vadillo
19/09/2024 - 12:02 am
En reversa hasta hace seis décadas
"El agravante es que ahora, más que una restauración del viejo régimen priista, se avizora una peligrosa personalización del poder en una figura que trasciende la Presidencia, algo que no se había visto desde los tiempos de Plutarco Elías Calles".
El próximo martes, 24 de septiembre, cumpliré 65 años. Nací durante el gobierno de Adolfo López Mateos, pocos meses antes de la gran represión al Sindicato Nacional de Ferrocarrileros que llevó a prisión a sindicalistas y militantes de izquierda. Dos de ellos, Valentín Campa y Demetrio Vallejo, pasaron once años encarcelados, acusados de “disolución social”, un delito del Código Penal Federal utilizado como herramienta de represión contra la oposición política de izquierda, aunque rara vez se aplicaba. Lo más común era acusar a los opositores de delitos comunes. El gobierno de López Mateos, detrás de una fachada de “izquierda atinada”, reprimía a los ferrocarrileros, ordenaba o encubría el asesinato de Rubén Jaramillo y perseguía con dureza a los movimientos campesinos disidentes.
Durante mi niñez, transcurrida en una familia altamente politizada de izquierda, en México había presos por su actividad política no violenta, se cerraban publicaciones por críticas al gobierno, y las policías actuaban bajo una corrupción absoluta, ya fuera negociando la desobediencia de la ley en forma de mordidas o vendiendo protección a actividades ilegales. Las elecciones eran poco más que una farsa conocida por todos. El PRI se sostenía por el apoyo de sus clientelas cautivas: ejidatarios, obreros sindicalizados y una burocracia leal y agradecida, todos actores que refrendaban, sin sorpresa alguna, el control del sistema.
Para entonces, la Cámara de Diputados era casi unánimemente priista. Tras la elección de 1958, el PAN decidió que sus cinco diputados electos no entrarían a la cámara en protesta por el fraude electoral. El entonces Partido Popular también intentó que su diputada electa, Macrina Rabadán, no tomara posesión de su escaño, pero ella, junto con su grupo político, que incluía a mi padre, decidió declararse independiente y se convirtió en una estupenda voz de la izquierda en aquella legislatura sin oposición.
A partir de entonces, se fueron abriendo tímidos resquicios a la pluralidad política. A finales del sexenio de López Mateos, en 1963, surgió el sistema de diputados de partido, una medida inicial para ampliar la pluralidad en un escenario donde la hegemonía del PRI seguía inquebrantable. Esta fórmula apuntaba ya hacia la transformación del sistema de elección de diputados en un sistema mixto, con escaños obtenidos en distritos de mayoría relativa, todos ganados por el PRI, pero con un número de curules asignadas a los partidos que superaran el 2.5% de los votos, hasta un máximo de 20, descontando los ganados por mayoría. Sin embargo, la creación de esta figura fue más un intento por maquillar la falta de competencia real que un avance democrático.
Los años oscuros de represión se intensificaron en la década de los 60, culminando en la tragedia de 1968. Vinieron después los intentos de apertura de Echeverría, el surgimiento de guerrillas y la violencia represiva de la "guerra sucia", hasta que en 1977 el gobierno de José López Portillo impulsó una reforma política que, finalmente, abrió espacio a una oposición más estable y con posibilidades reales de obtener representación sustantiva. Esa reforma me impulsó a hacer política, con la esperanza de llevar posiciones de izquierda a la discusión pública.
A partir de entonces, con algunos retrocesos en la ley de 1986, el proceso de reforma avanzó de manera incremental en sentido democratizador. El propio PRI comenzó a ser cada vez más receptivo al diálogo y la concertación, a pesar de que durante el gobierno de Carlos Salinas la relación con los escindidos del PRI, agrupados en el PRD, fue áspera y represiva en un principio. Desde luego, fue el gobierno de Ernesto Zedillo el que dio el paso definitivo hacia un nuevo régimen pluralista, más abierto y con avances importantes en la construcción del Estado de derecho, con la reforma del Poder Judicial Federal para crear una carrera judicial y convertir a la Suprema Corte en un tribunal de constitucionalidad.
Durante los gobiernos de la transición, las reformas no se detuvieron, aunque hubo un gran retroceso marcado por la recuperación del protagonismo de las fuerzas armadas en la vida política del país, a partir de la captura de la seguridad pública, ante la abdicación de los políticos civiles frente al crimen organizado y la violencia. La transparencia, la evaluación de políticas y la rendición de cuentas se abrieron paso de manera gradual. El modelo de órganos autónomos surgió como antídoto contra la arbitrariedad del Poder Ejecutivo que ha marcado la historia de México, creando oasis de profesionalización en un aparato estatal dominado por la captura política de las rentas.
A lo largo de mi vida, México avanzó con tropiezos hacia un orden cada vez más abierto. La alternancia política, las reformas judiciales y los avances en transparencia y rendición de cuentas marcaron un camino que parecía irreversible. Sin embargo, la llegada de López Obrador a la Presidencia en 2018 rompió ese ciclo de avances. Las reformas aprobadas y las que están en proceso no solo anulan los logros democráticos alcanzados, sino que nos retrotraen a un escenario similar al que vivía el país hace seis décadas, cuando las instituciones eran débiles y el poder, incuestionable.
El agravante es que ahora, más que una restauración del viejo régimen priista, se avizora una peligrosa personalización del poder en una figura que trasciende la Presidencia, algo que no se había visto desde los tiempos de Plutarco Elías Calles. Nunca imaginé que, tras una vida dedicada a participar en política para impulsar reformas democráticas, terminaría enfrentando un panorama tan sombrío, donde el retroceso parece ser la única constante.
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