Leopoldo Maldonado
28/06/2024 - 12:02 am
¡Assange libre!
Tras innumerables batallas legales, costosas y extenuantes, desde el 24 de junio de 2024 Julian Assange es libre, reclamando su vida después de cinco años en prisión y siete años más como asilado. Sin embargo, a Assange nunca se le regresarán los años perdidos.
Julian Assange se ha convertido en un ícono en la lucha por la libertad de expresión a nivel mundial. Sin dejar de lado la luz de esperanza que significa su liberación, la historia del activista y comunicador australiano revela los grandes peligros que siguen enfrentando quienes revelan a la sociedad los abusos del poder.
Assange enfrentó nada más y nada menos que a la nación más poderosa del mundo. En 2010, Wikileaks reveló medio millón de documentos clasificados de los Estados Unidos. Después de haber hechos públicos los documentos, su calvario y persecución comenzaron con una acusación fabricada por violación y abuso sexual en su contra, presentados por la fiscalía de Suecia en 2010. Julian y su comunidad de apoyo siempre sospecharon que el acoso judicial derivó de un trasfondo político motivado por presiones del Gobierno estadounidense, situación que se corroboraría años más tarde con el desistimiento del Gobierno nórdico de los cargos.
Sabiéndose desprotegido por el sistema político sueco, Julian se trasladó a Reino Unido, donde esperaba protección por su labor informativa, pero no se la dieron. Terminó resguardándose en la Embajada de Ecuador en 2012, obteniendo asilo político por parte del Gobierno de Rafael Correa. En 2019, el Gobierno de Trump formalizó la acusación en contra de Assange por delitos previstos en la Ley de Espionaje de 1917 de Estados Unidos, por lo que podía enfrentar 170 años de cárcel.
En esa coyuntura ya gobernaba en Ecuador Lenín Moreno, quien decidió retirar el asilo político al activista australiano. En abril de 2019 se le permitió a la policía británica entrar a la Embajada ecuatoriana para detenerlo y remitirlo a una cárcel de máxima seguridad en el sur de Inglaterra. Tras innumerables batallas legales, costosas y extenuantes, desde el 24 de junio de 2024 Julian Assange es libre, reclamando su vida después de cinco años en prisión y siete años más como asilado. Sin embargo, a Assange nunca se le regresarán los años perdidos.
Pero la historia no se constriñe a Assange. Recordemos que Chelsea Manning, integrante del Ejército estadounidense, fue quien filtró los 500 mil documentos clasificados a Wikileaks. Ella enfrentaría severos cargos y fue enjuiciada en un tribunal militar. Se le condenó a 35 años de cárcel, pero estuvo tres, ya que la pena fue conmutada por Obama días antes de entregar el poder a Trump en 2017. Chelsea es una emblemática whistleblower o alertadora que nos recuerda la necesidad de brindar salvaguardas nacionales e internacionales de protección a personas funcionarias que filtran información de interés público, como violaciones graves a derechos humanos o actos graves de corrupción.
De hecho, en este contexto se aprobaron en 2013 los Principios Globales sobre Seguridad Nacional y el Derecho a la Información, mejor conocidos como Principios de Tshwane [1], los cuales establecen las bases y mecanismos de protección para personas alertadoras. Hoy día, sabemos que los gobiernos clasifican la información sensible como de “seguridad nacional” para evitar rendir cuentas. Muchas veces esa clasificación pretende encubrir faltas graves en diversos rubros de la vida pública, por lo que la labor de personas éticas dentro del funcionariado público que filtran esta información es esencial.
En México, durante la gestión de Irma Eréndira Sandoval como Secretaria de la Función Pública, se empujó como iniciativa un sistema de protección a personas alertadoras dentro del Gobierno, acompañado de un protocolo. También se buscó armar una iniciativa de Ley. Todo este esfuerzo se truncó con su salida del Gabinete.
Todo lo anterior demuestra que los gobiernos y otros actores de poder están lejos de garantizar la seguridad de la labor periodística y todo el circuito que le rodea (fuentes anónimas, alertadores, etc). Por el contrario, en esta tercera década del siglo XXI, tanto personas alertadoras como la misma prensa enfrentan nuevos retos que se suman a la persecución criminal, la tortura y el asesinato – en caso de periodistas-. Esas nuevas formas de censura están vinculadas con estrategias de estigmatización amplificada por “milicias digitales” que pretenden acabar con lo más importante para las personas que informan y alertan: su credibilidad. También se suman cada vez más intrusivas formas de espionaje.
Como nos demuestra Assange, ningún Gobierno es impoluto en cuanto los ataques a la prensa y a personas alertadoras se refiere. De hecho esta circunstancia, basada en un vehemente “antiyanquismo”, ha sido aguijoneada por gobiernos “progresistas” que tienen muchas cuentas que rendir respecto a la prensa de sus países. No debemos olvidar que las democracias no solamente detentan como fuente de legitimidad el voto, sino también la posibilidad de que todas las voces sean escuchadas.
Conforme en el mundo toman el poder más gobiernos de corte autocrático, vemos más lejana la aspiración de una prensa libre de asedio y la conformación de una infraestructura que proteja las fuentes informativas que se atreven a hacer pública información que nos compete y nos es relevante. Sin embargo Assange y Manning nos recuerdan una sociedad resilente, dispuesta a luchas por derechos y libertades democráticas, aún a costa de enfrentar a los poderosos, sean quienes sean.
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