Hoy que el sexenio de López Obrador va en su recta final, ¿se puede hablar de obradorismo? Cuando López Obrador se tornó de líder opositor a un mandatario local, hizo hincapié en que podía gobernarse preconizando lo popular, y con una reorientación de recursos hacia sectores históricamente olvidados, hecho que no sólo le dotó de una amplia aceptación entre sus gobernados, sino un contraste notorio con el gobierno del panista Vicente Fox.
Ciudad de México, 25 de junio (SinEmbargo).– El presidencialismo mexicano ha sido un sistema que ha sobresalido en el panorama internacional por lo excepcional de su fuerza. No era para menos: un régimen posrevolucionario se construyó sobre una base donde el Presidente de la República no sólo dirigía un país, sino que dirimía también las múltiples rencillas —muchas de ellas violentas— entre los grupos de la gran “familia revolucionaria”.
El Presidente mexicano era una figura central dotada de diversas facultades constitucionales y meta-constitucionales; y jugaba, así, un papel triple que le confería el rol de ser al mismo tiempo Jefe de Estado, Jefe de Partido y Jefe de las Fuerzas Armadas; y por si fuera poco, el límite a su poder era la no reelección, pero gozó de la posibilidad de elegir a su sucesor mediante la institucionalización de la figura del dedazo. No se trataba la del Presidente de una figura del todo omnipotente, pero sí la de una entidad fuerte que detentaba capacidad de un complejo arbitraje entre diversos intereses —económicos, políticos y partidistas— en disputa.
Esa figura presidencial fuerte ha hecho en México que, a diferencia de otras latitudes, se suela hablar de muchos “ismos” en referencia a las figuras históricas que han gobernado. Así, es frecuente escuchar apuntes sobre el “echeverrismo”, el “alemanismo”, el “zedillismo” y, ya después de la transición y de la primera alternancia en el año 2000, también del “foxismo” y el “calderonismo”.
Sin embargo, a pesar de la frecuencia de “ismos”, se pueden hacer distinciones en qué se entiende por ellos. En la mayoría de los casos, la referencia sólo alude a un sexenio, un entorno y un grupo de colaboradores. Si hablamos del “peñanietismo”, parecemos reducir esa concepción al periodo que corrió de 2012 a 2018 en México y referencias a los personajes —grisáceos o corruptos— que gobernaron junto a Enrique Peña Nieto. Ese “ismo” queda así sólo como un lapso, cuya denominación se emplea no para identificar algún proceso político profundo, sino sólo para ahorrarnos palabras al querer hacer memoria sobre lo que pasó en ese sexenio.
Pero hay otros “ismos” de mayor calado, porque no hacen referencia sólo a un sexenio y un grupo de colaboradores, sino que significan algo más. Pensemos, por ejemplo, en el vocablo “cardenismo”. No se trata sólo del periodo de refundación estatal que duró de 1934 a 1940 en México, sino precisamente a los elementos ideológicos que dieron cauce a dicha refundación mexicana, donde sobresalen la recapitulación intensa de la Reforma Agraria, ideal clave de la revolución ralentizado durante el callismo; la soberanía nacional —sita en el hecho insustituible de la expropiación petrolera de 1938—, y una política internacional de avanzada progresista, entre otras cuestiones.
El cardenismo, así, se resalta como toda una corriente ideológica que asentó bases para un cambio político sustancial y que se mantuvo como una referencia transexenal, tanto para el régimen posrevolucionario (que debió matizar el cardenismo pero no eliminarlo, so pena de perder “legitimidad” revolucionaria), como para los adversarios desde las derechas del Gobierno, para quienes el cardenismo era algo así como un demonio socializante, a tal grado, que les generó organizaciones inéditas, desde grupúsculos secretos de extrema derecha hasta el principal partido opositor conservador en el siglo XX mexicano: el PAN, fundado en 1939 para oponerse, entre otras cosas, al cardenismo.
Con esos antecedentes, ¿qué nos dice un vocablo como obradorismo? ¿Hay aquí una simple alusión a un periodo sexenal de 2018 a 2024 o hay algo más?
De entrada, la respuesta, aunque se antoje obvia, es compleja, pues a diferencia del cardenismo, el obradorismo existe desde antes de 2018 por una razón importante: López Obrador ha sido una figura central en lo que va del Siglo XXI mexicano porque ha fungido de voz opositora protagónica y constante por lustros, condición que se ganó primero a nivel regional y luego a nivel nacional como líder de partido, entonces el PRD, al que le dotó de un papel activo, impugnador y movilizado.
Cuando López Obrador se tornó de líder opositor a un mandatario local, hizo hincapié en que podía gobernarse preconizando lo popular, y con una reorientación de recursos hacia sectores históricamente olvidados, hecho que no sólo le dotó de una amplia aceptación entre sus gobernados, sino un contraste notorio con el Gobierno del panista Vicente Fox. Dicho de otro modo, López Obrador le dotó de cierta congruencia a su arenga opositora, al mostrar, como gobernante, que sí se podía gobernar de un modo distinto al modelo imperante.
Y es mediante la oposición a ese “modelo imperante” que se han fraguado los elementos característicos del obradorismo. Como opositor, y gobernante local en una ciudad capital, AMLO definió que es viable intentar una reconfiguración de lo público tanto para encabezar construcciones de obras estratégicas, transporte, vivienda, universidades y hospitales, como la implementación de programas a sectores vulnerables.
Esa reivindicación de lo público, del Estado como entidad generadora de un mínimo piso de bienestar, es el gran rasgo primigenio del obradorismo, lo cual no sólo importa por su relevancia en sí mismo sino por su contexto: contraponerse a un gobierno que había declarado ser “de y para empresarios” y que no centró en su agenda a las mayorías.
Ese pequeño hilo conductor poco a poco se tornó en toda una línea política y, al poco tiempo, en un Proyecto Alternativo de Nación, cuya razón de ser era la reconfiguración de lo público en favor de sectores mayoritarios. El año 2006 fue crucial en ese sentido: el país entró en una disputa electoral que realmente llevaba una disputa ideológica: ¿seguir por el mismo camino de Fox u optar por el tipo de administración que imperó en la capital?
El resultado fue un motivo de crecimiento del obradorismo como corriente de pensamiento: la cuestionada elección de 2006, que impuso a un Presidente espurio que cometió toda suerte de trampas electorales, devino en un gobierno necesitado de legitimarse a través de una declaración de guerra “contra el narco” y continuador de la línea económica de sus antecesores.
Eso fue el pábulo para que el obradorismo se tornara en una reacción contraria. El sexenio de Felipe Calderón fue el contexto donde la identidad ideológica del obradorismo terminó de labrarse: primero con una defensa de la equidad electoral —al no reconocer a un Presidente que cometió trampas antidemocráticas—; luego con una defensa del Estado como rector de sectores estratégicos del país, como fue la oposición —institucional y en las calles— a la Reforma Energética de 2008 que pretendía, ante todo, la privatización de Pemex. A la par, una cuestión toral creció: la idea de que si se desea combatir la violencia, no basta un ejercicio punitivo o de combate frontal, sino sobre todo que el estado atienda a los jóvenes para evitar su inserción en el mundo criminal.
Esas semillas ideológicas sí tuvieron un correlato de presencia territorial: la frecuente sumatoria de personas que se convencían de ese proyecto que nació en desventaja, en las calles, con el aparato mediático en contra y como único aliado sólo un liderazgo singular que recorrió el país palmo a palmo y un grupo de personas que destinó tiempo y voluntad a la construcción de esa estructura opositora.
Ahí, en esa singularidad y protagonismo político impugnador del calderonismo, nació el obradorismo como movimiento opositor. Es decir, como corriente ideológica. Como una serie de valores —criticables, que pueden tener sus contraluces y sus matices— pero consistente, que llegó fortalecida a la coyuntura de 2018, que ganó con claridad histórica, para darse así la oportunidad de poner esos valores en práctica, ahora desde el gobierno federal.
Hoy que el sexenio de López Obrador va en su recta final, ¿se puede hablar de obradorismo? Va una anécdota reveladora. En febrero de 2006, Vicente Fox alzó la voz en contra de los programas sociales a favor de sectores vulnerables. El candidato de su partido, Calderón, hacía lo mismo, mientras que los peones del PAN hacían campaña bajo la premisa de que no había que dar pensiones a adultos mayores, porque “no hay que dar pescado sino enseñar a pescar”.
Hoy, casi dos décadas después, Felipe Calderón aparece en julio de 2020 en entrevista con Leo Zuckerman, donde acepta que “los programas sociales también son necesarios para combatir la violencia”. En 2024, Fox señala (aunque mienta) que “él fue quien en realidad implementó los programas de pensiones a adultos mayores”. La candidata de ambos y del PRIAN, Xóchitl Gálvez, abrió su campaña presidencial con una firma de sangre sobre que no va a quitar programas sociales implementados por el gobierno de López Obrador.
En un lapso de 18 años el sentido común cambió. El “dar pescado” a sectores que lo ameritan dejó de ser un estigma y se ha tornado en un consenso social que abarca no sólo al 60 por ciento que votó por Claudia Sheinbaum el 2 de junio pasado, sino también a su rival principal, que hasta su sangre dio —simbólicamente— para manifestar su adhesión a tal idea. ¿Podría entenderse ese cambio toral y veloz en el sentido común mexicano si no existiera algo llamado obradorismo?