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Antonio María Calera-Grobet

09/06/2024 - 12:05 am

Mafufadas de un cocinero hablando consigo mismo

¿Qué era y es eso? ¿Por qué vive en mi cerebro? El comedor, el platicador comelón, echa mano de todo lo que tenga a su alrededor para poder dar andamios a su conversación.

"esto eso trae un buen itacate de problemáticas intelectuales y hasta espirituales de tantos y tantos buenos salvajes". Foto: Graciela López, Cuartoscuro

1.– ¿De qué hablamos al hablar de esto nimio?

Junto con el cine, el arte en general, hablar de comida está dentro de mis grandes pláticas. Me reúno y emociono con amigos que coman bien, quieran hacer de comer a los demás bien, como si en ello se les fuera la vida de creador. De gente amorosa. Ahora bien, sé que hay niveles de pasión en este tema. Quizá pasa que, como sucede con el lenguaje poético, todo mundo habla español o algún idioma dado, pero pocos escriben poesía.  En este tema todo mundo come, habla sobre comer, pero pocos escriben de ello. A mí se me dio esa escritura bastante tarde, pero he escrito ya quizá un par de miles de páginas al respecto. No hablaré aquí de los que se saben alimentar, pero no lo disfrutan, porque del mundo de los zombies no sé absolutamente nada. Regreso a lo mío. Creo que se puede tejer una diferencia: en los niveles de conversación sobre comida, hay quienes se quedan en el gusto por el sabor inmediato y otros que van subiendo. En todos los casos, tanto en unos como en otros, me interesa a mí aquella conversación que, sin saberlo o no, intente iluminar sobre un alimento poco vislumbrado: el relato que hacemos los hombres al comer, mientras comemos, y que también engullimos y nos alimenta. Se habla mucho de la ingesta, que es alimentarnos, pero no sobre esa: el saber comer es eso al final. Saber que se alimenta el cuerpo de manera bella, pero, al mismo tiempo, nos alimentamos de cultura, de mundo, de ensoñaciones. Poemas para el espíritu.

2.– Los ricos no lloran

Decía Eduardo Milán en un poema: “no comer pone los ojos locos”. Y eso es un límite cultural que nos empobrece. En los países americanos, africanos, asiáticos, en todo este ingente planeta lleno de máquinas pestilentes, la mitad de las civilizaciones o culturas no pueden hablar de comida porque simplemente no tienen qué comer. Entonces parece ser que es una posibilidad de la clase media para arriba, si bien te ha ido, es decir, que toda esta burbujita, todo este boom que existe ahora de los canales gourmet en todo el mundo “fresoide”, no es un fenómeno global. Vaya que comprendo que se debe a que quizá a que es el único reducto de felicidad que le queda a la clase media, es decir, es el placer más egoísta y también nos hace reunirnos en una eucaristía de fin de mundo, pero habrá siempre que aseverar que solamente los que tienen dinero, y eso siempre es lo que se roban los poderosos, lo que arrancan los poderosos a los mortales, se puede acceder a la idea de comida como un arte: es algo exquisito. Y eso avergüenza. Es lo más duro en términos de avance de la humanidad, si eso realmente exista, lo que está detrás de esto, pero también es una suerte de serpiente que se muerde la cola, es decir, voy a hablar de dos imágenes. Una proviene de la novela de Antonio Muñoz Molina, en donde un tipo que entra a trabajar en la mili, un gordito a punto de reventar, una especie de Vincent D´Onofrio en la “Full Metal Jacket” de Kubrick, se delata. La cosa va así. El director plantea: “Vamos a hacer que el gordo sude”. Y entonces la imagen resulta en que, ya agrupados luego del ejercicio, que a este tipo le va escurriendo un chorrito de grasa roja de chorizo por la boca. Este chorro grasiento lo delata. Delata que el fulano lo tomó de la cocina y lo llevó a su uniforme y en algún momento del ejercicio estaba comiendo. La otra imagen proviene de estas novelas sobre el personaje Pepe Carvalho, del autor Manuel Vázquez Montalbán, en el que de pronto están hablando del pantomate, y entonces, resulta para el lector que aparece una pequeñísima descripción de ese entremés, brevísima, casi inexistente. Ahí nos podemos percatar que es donde la alta cocina digo que se muerde la cola porque lo que están llegando a hacer es asumir como importante lo más simple. Ahora, en lugar de hacer un Chilpachole de mariscos por todo lo alto, los preferimos casi casi a la gallega: un pulpo más o menos sofrito, un poco de sal de mar, un poco de pimentón y se acabó. Creo que estamos llegando a una deconstrucción cada vez mayor, total.  Parece ser que en el sashimi encontramos lo que estábamos buscando después de haber hecho todo un barroco, haber pasado por todos los moles habidos y por haber. Nos enternece la piel de salmón, su cosa crocante, pero resulta que esa siempre estuvo siempre ahí, quizá nunca tuvimos que haber hecho tanto. Esto es bueno, porque entonces uno se vuelve humilde, valora lo sencillo sobre lo complejo, nos damos cuenta que la sobre sofisticación pudiera ser una trampa de soberbia en un mundo que necesita de un freno incluso en estos temas.

3.– ¿En tu taquería, la mía o en la mera memoria?

Hablar de comida resulta casi siempre en una “estructura-estructurante”. Te obliga a echar mano del cine, de la historia, de las mitificaciones de la infancia, del yo interior. Aunque soy mexicano soy por ascendencia español, tengo las dos nacionalidades, y desde chico, en casa de mi abuelo vasco, la idea de vivir consistía en atender a mucha gente del exilio. Todo era un universo de potajes y fiambres, la cocina era de azulejos para lavarla con manguera. Era entonces mucho esa cosa exótica de “ve y ponle un anís a tu tío”, la cosa de “saca el porrón y el acordeón”, saca a bailar a tu tía la aburrida. Barras y sobremesas, euforias y romanticismos reales e inventados puestos sobre la mesa. Y bueno, claro que comer te lleva a la infancia, es algo que, como la lluvia de Borges, sucede siempre en el pasado. O inicia ahí. Yo estoy obsesionado de cómo ha sido registrado químicamente en mi cerebro, el hecho de que mi abuela materna, la veracruzana, me hiciera en un comal un par de sándwiches, por demás elementales, absolutamente precarios, que no tenían nada: jamón corriente de esos de cinco pesos en los abarrotes. Otros de sesos, hundidos en aceite, con perejil y queso. ¿Qué era y es eso? ¿Por qué vive en mi cerebro? El comedor, el platicador comelón, echa mano de todo lo que tenga a su alrededor para poder dar andamios a su conversación. Incluso de la poesía, del pensamiento mágico e incluso, dado que lo suyo no es justamente levantar un hecho fehaciente, aguzar una crítica, de la mentira. Y eso marca su forma de pensar y por ello de ser. Es más, tengo la impresión de que tú puedes ser de la “Bondojo” o puedes ser de la Gustavo A. Madero, de Tláhuac o de Satélite, dependiendo de dónde comiste. Si tú tienes un taquero distinto entonces ya eres de otra colonia. Cuando conocemos a un amigo, lo primero que intentamos hacer, con absoluta vehemencia es decirle: “Vamos a conocer a mis taqueros, yo te abro mi colonia”. Y ahí es que empieza la traducción de identidades, la compartición de las cartas y, por qué no, hasta una lucha nada sutil: “Los míos son mejores que los tuyos”.

4.– Lo importante

Hablando de cosas con las que no se juega, el afán ecológico, sustentable, nutritivo, puede atentar contra la imagen de un pueblo. No todo son buenos deseos, sueños inoculados por el sistema. Se diseca ahí la capacidad de encontrarse dentro de una cultura. A qué me refiero: ¿Cómo tú le dices a una persona que mide 1.60 centímetros  que no coma chicharrón porque entonces podría adelgazar? Yo ya acuso al revés. Tengo la impresión de que lo que deberíamos hacer es darnos cuenta de que somos perfectos científicos y comedores. Somos tan sabios y perfectos en la manera de ocupar nuestro cuerpo que deberíamos incluso verlo como un deporte. Comer como un deporte y hacer unas olimpiadas del comer donde nosotros seríamos, por supuesto, los que ganarían siempre la medalla de oro. Es decir: nos han enseñado que el cuerpo se vive, “ocupa” de una manera, pero podría ocuparse de otra. Es como el sumo: los luchadores saben que van a morir jóvenes porque la ingesta que hacen es tremenda y los tipos fallecen a los cuarenta años. Pero ellos están conscientes de que eso es lo que quieren hacer. Cuando vas a Juchitán, por mencionar un pueblo como a otro, no hay ningún problema en que tú seas gordo. Pero sucede que lo que ahora nos oprime es una imposición de un arquetipo que es un estereotipo que es un prototipo porque todo está mezclado ahí. “Yo tengo que ser tan delgado como ese actor de televisión”. Y por supuesto eso trae un buen itacate de problemáticas intelectuales y hasta espirituales de tantos y tantos buenos salvajes. Pensemos en la anorexia, la bulimia, el uso de las anfetaminas, cualquier tipo de pastillas para adelgazar, untos y productos milagro para ser como justo no somos ni seremos. Y eso es una olla de presión sumamente peligrosa. Hace unos años causó furor la rosuvastatina, que es un medicamento “pensado” para regular los niveles de triglicéridos y colesterol. Pero resultó que si el “paciente” dejaba ese medicamento sufría un daño  por el tremendo rebote. Entonces las arterias se tapaban más. Eso, o queramos recordar o no, fue un atentado brutal a los usos y costumbres de un pueblo. Y detrás de ello, se agazapa siempre un monstruo del mercado.

5.– Hablar y hablar de cocina

Cuando yo puse un restaurante bar en el Centro Histórico, me di cuenta de que ya era imposible dejar de hacerle caso al impulso de hablar sobre cocina. Y entonces me intenté ordenar. Mientras yo servía algún trago o cocinaba en el bar, iba escribiendo en libretitas y me las iba llevando a casa como un recolector. Y de ahí salió todo el engrudo para pegar libros como el de Gula: De Sesos Y Lengua, Sobras Completas, Cerdo, Jamar, que son libros frankensteinianos, realizados por una pluma ambiciosa y torpe pero absolutamente genuina y leal a su ignorancia, de géneros o transgéneros, sin pies ni cabeza, que pueden ser agarrados por cualquier parte. Es así. Pero resulta que era la única manera que tuve para tener una cierta disciplina de escritura sobre tema tan abominable. Y dejé cualquier cantidad de páginas ahí. Puro rock & roll, pura kilocaloría, en fin, libros que en verdad nunca tendrán fin. Porque podrían hacerse tomos y tomos y seguiría la mata dando porque siempre sobrepasará la materia de estudio a la escritura. La única manera que encontré de atar pensamientos al respecto fue engarzarlos en pequeños compartimentos. Por otro lado, este tipo de escritura me sienta bien. Porque yo me inventé la conciencia de que, en este tipo de escrituras alternas, iba a ser siempre un escritor goloso. Y me la creí y así es. Una voz que quiere agarrar, picar, probar de todo. Y creo que me sienta bien. Así tengo pretextos, puertas abiertas para nuevas reflexiones. Una licencia de voracidad, en fin, multiabarcante, plurifuncional. Una voz caprichosa que intenta acercarse a todas partes. Y en esta materia de la loquera culinaria, no puedo ni quiero salir de eso: soy de esa manera y no lo voy a cambiar.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.

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