Jorge Alberto Gudiño Hernández
19/05/2024 - 12:01 am
Esquivar es la consigna
Lo que me da trabajo comprender a cabalidad es la disposición que tenemos a ponernos en riesgo. Es peligroso manejar como manejamos.
Hace muchos años, cuando estaba en la universidad, al terminar la clase de las 7:00, varios amigos y yo nos íbamos prestos al trabajo. Éramos pasantes o becarios, pero cumplíamos con los horarios pues debíamos volver a clase de 18:00. En el Periférico había mucho tráfico. Todos los días, en determinada zona, nos rebasaba un adolescente patinando. Sí, en los carriles centrales. Al cabo de algunos trayectos, ya hasta le tocábamos el claxon y nos saludaba. Después de varias semanas, no volvió más. Espero, sinceramente, que esté bien.
Su irresponsabilidad tenía algo de temerario y nosotros lo festejábamos desde una adolescencia tardía. Sin embargo, queda claro que no estaba bien. Se podrían esgrimir varias razones. La principal, sin duda, tiene que ver con su seguridad, primero, y la de los demás, también.
Tras la pandemia, quedó claro el notable incremento de las motocicletas en la ciudad. No tengo nada contra esos vehículos. Reconozco sus virtudes y los beneficios que brindan en ciudades colapsadas como la nuestra. El problema, como suele suceder por estos lares, es de regulación. No es sólo que no sepan manejar (rebasan por la derecha, zigzaguean, se meten donde no deben y hasta circulan por la banqueta), sino que creen que las motos les otorgan ciertos derechos inexistentes. El primero es el de la velocidad. Como si, por el simple hecho de andar en ella les confiriera el poder de trasgredir cualquiera de los límites. Si lo hacen es porque pueden.
Y ese poder lo genera el segundo gran problema: la falta de regulación. Basta con mirar en torno en un semáforo en rojo. Una buena cantidad de las motocicletas no traen placas, sino un papel enmicado que dice ser un permiso de circulación. Una irregularidad tras otra. Faltaría ver cuántas tienen seguro, por ejemplo. Se cuentan por decenas las historias de terror en las que hay choques no graves que terminan en ministerios públicos o con la aceptación del automovilista de pagar pues no hay forma de demostrar de quién fue la culpa. Y, aclaro, los automovilistas también manejamos muy mal. Acaso, por las circunstancias propias del vehículo, tengamos los papeles más en regla. Por cierto, ya me ha tocado ver, en varias ocasiones, a motociclistas en las autopistas urbanas, donde tienen prohibido estar.
Hay que sumar a los ciclistas. Me ha tocado ver, en el cruce peatonal de la escuela de mis hijos, no pocos atropellamientos de ciclistas contra peatones. El pretexto es que ellos no necesariamente deben pararse en el alto. Aceleran los coches, cuando el ámbar parpadea, aceleran las motos, aceleran las bicis. Los peatones deben mirar para todos lados, banqueta incluida, para saber si pasan.
En las últimas semanas he visto la incorporación de patines del diablo eléctricos a las calles. Van a 20, 30 o 40 kilómetros por hora. No demasiado o sí, considerando los promedios de velocidad que tenemos. También zigzaguean, se cuelan entre los coches, las motos y las bicicletas. Van de pie, con una estabilidad cuestionable, movidos por unas ruedas demasiado pequeñas en comparación con la de los vehículos vecinos.
Me quedan claras las necesidades de movilidad de todos nosotros. Somos un caos que alimentamos nosotros mismos. Lo que me da trabajo comprender a cabalidad es la disposición que tenemos a ponernos en riesgo. Es peligroso manejar como manejamos. Si a ello le sumamos irresponsabilidades (patines en carriles centrales, motos en autopistas urbanas, bicicletas que no se detienen en los semáforos, patines eléctricos diseñados para otros fines), la creencia de que nosotros somos los protagonistas del tránsito y la necesidad de llegar temprano se vuelve cada vez más temerario transitar en esta ciudad. Y falta sumar asuntos relacionados con la seguridad pública, pero ése es otro tema. De momento, la consigna es esquivar.
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