Fabrizio Lorusso
16/05/2024 - 12:05 am
Sin reforma fiscal el segundo piso puede caer
Las batallas reaccionarias y conservadoras en este campo, conducidas por las derechas históricas y actuales desde posturas ideológicas y elitistas, siempre han ido en contra de los impuestos como tal o de su progresividad, en contra de la redistribución de la riqueza y, por ende, en contra de la democracia.
Todo segundo piso debe de contar con cimientos sólidos, pilares de concreto y varillas inoxidables, de lo contrario se cae a la primera adversidad. Y vaya que éstas tarde o temprano ocurren.
Fuera de metáforas significa que el Estado tiene que contar con recursos y fondos estructurales para sostener una política social y de bienestar universalista, con enfoque de derechos, que aguante momentos de crisis interna o de choques externos, ya sean sanitarios, financieros, cambiarios, climáticos, militares, productivos o políticos.
Por ejemplo, está muy bien mejorar las pensiones, pero el gasto ha de cubrirse en gran parte con recursos estables y no coyunturales, que no dependan de unas cuantas empresas públicas o de acuerdos anuales sobre cómo financiarlas.
La gran desigualdad de ingresos antes de impuestos, o sea, considerando ingresos brutos antes de la intervención supuestamente redistributiva del Estado, es un problema en muchísimos países, por lo que han de celebrarse las reformas laborales y sociales de este sexenio y las propuestas de Sheinbaum que van reequilibrando la balanza a favor de las y los trabajadores, pero mucho más puede hacerse con la aplicación de impuestos progresivos, programas sociales y políticas específicas para conseguir resultados duraderos en la reducción de las brechas.
Esto México aún no lo tiene, y no lo tendrá sin una reforma fiscal progresiva que le cobre más y mejor a los más ricos, tanto a empresas y a patrimonios acumulados como a ciudadanos y grandes capitales, más o menos volátiles.
Hablamos de impuestos a las multinacionales y a la esfera financiera, a las grandes empresas, sobre todo a las contaminantes y a las violadoras de derechos laborales y obligaciones sociales, pero también de impuestos patrimoniales, por ejemplo, sobre herencias de cierto monto en adelante, sobre ciertos valores financieros y bienes de lujo, sobre la posesión de casas y terrenos inutilizados o que excedan cierta cantidad.
Para evitar que las derechas o las capas privilegiadas y sus medios de comunicación especulen sobre el destino de los recursos y denuncien preventivamente corruptelas cometidas con los ingresos públicos, originados de una recaudación más solidaria y equitativa, se debería reformar la Constitución para prever transparencia máxima y vínculos estrictos en el gasto, así como la cristalización de sistemas integrales, no sólo de programas, que provean cada componente del bienestar.
Esto garantizaría que los incrementos de recaudación derivados de ciertos rubros de la reforma fiscal se gasten, por ejemplo, en salud, hasta superar el 8% del PIB recomendado por la OMS, y con profunda rendición de cuentas, también en educación, jubilaciones, vivienda social, etcétera.
Si no, seguiremos con un estado del bienestar de migajas y parches, de cobijas jaladas por un lado u otro, que queda sujeto a los vaivenes políticos y a los choques económicos que periódicamente causan regresiones “estilo cangrejo” en el desarrollo nacional y la redistribución de la riqueza.
Si Morena y sus aliados no alcanzan el llamado Plan C, la mayoría calificada en ambas Cámaras, pero Movimiento Ciudadano se eleva a segunda fuerza partidista nacional y adopta una actitud dialogante para la construcción de un nuevo pacto social, quizás haya condiciones para un trienio o un sexenio más reformista en México después del 2 de junio. Siempre y cuando la oposición no enfrasque al país en conflictos poselectorales y batallas para anular los comicios con base en sus fantasías de revancha.
Dejando al lado la fantapolítica, pero no los mundos posibles, puede plantearse una especie de fiscal compact al revés: este término se popularizó en los países en crisis de la Unión Europea como Grecia, España, Italia y Portugal para justificar cambios constitucionales, presentados como “necesarios” con base en el Tratado del Pacto Fiscal Europeo del 2012, que obligaran a los Estados a no utilizar el déficit fiscal, o sea, a mutilar sus palancas económicas soberanas para siempre.
Aquí sería al revés, un pacto fiscal para el desarrollo y el bienestar que vinculara y blindara los mayores ingresos fiscales, derivados de una reforma progresiva y paulatina, y que funcionara como una narrativa solidaria y de futuro. Inclusive, dirían los moderados socialdemócratas europeos, podría servir “para no asustar a los mercados”, al proveer de garantías sólidas y constitucionales la estructura de cierto gasto social y al prever escalonamientos en su aplicación año tras año.
Será un gran tabú decirlo, y más en época de campañas, pero un nuevo pacto social-fiscal es urgente y necesario. El tema debería estar mucho más presente en la agenda de quienes aspiran a la Presidencia. Sin embargo, está ausente del todo del discurso de Xochitl, mientras que es mencionado tan solo como eventualidad medio remota en el de Claudia, y está presente de forma declarativa en la propuesta de Maynez.
El tema todavía no aglutina lo suficiente y es electoralmente costoso, pero me parece más apremiante que nunca sobre todo en el caso de Sheinbaum y Maynez, ya que son quienes, aun desde bases ideológicas y narrativas distintas, sí proponen un relanzamiento del estado social, del papel de lo público y lo común en la economía y en la provisión activa del bienestar y los derechos humanos.
Las candidatas y el candidato deberían responder con contundencia a las preguntas que se repiten una y otra vez en debates y entrevistas sobre dónde van a conseguir los recursos para tantos proyectos, y así aprovechar para colocar en la agenda un nuevo pacto fiscal de largo aliento y amplio consenso, de responsabilidad presupuestaria, pero con recursos crecientes y consistentes que nos alinee a los países de mayor bienestar.
El razonamiento es más válido en un país que es un paraíso fiscal enmascarado, ya que, pese a que la percepción general llegue a ser otra, aquí el Estado recauda muy poco, apenas un 16 por ciento del Producto Interno Bruto. Esto es menos de la mitad de lo que hacen los países de la OCDE y un tercio de lo que hacen algunos países europeos con estados del bienestar todavía vigentes y relativamente funcionales.
El Gobierno de AMLO ha sabido recaudar más, ha potenciado el SAT y ha impuesto cierto rigor presupuestal, sin embargo, es una apuesta riesgosa la hipótesis de Claudia Sheinbaum de que continuar en esta línea de por sí va a ser suficiente para ampliar y universalizar los derechos y el bienestar, garantizados por el Estado con calidad y gratuidad.
Hace falta cobrarles a los grupos más acaudalados de la sociedad y que más se han beneficiado de las décadas neoliberales, simplemente por motivos de justicia, de sostenibilidad nacional y de solidaridad, que son principios básicos de los sistemas fiscales progresivos.
Así surgieron los estados del bienestar, como un pacto social y de convivencia pacífica, interclasista, en Europa, empujados por las luchas obreras, de las distintas expresiones de la izquierda y por la propia doctrina social de la Iglesia, pero también, cabe recordarlo, por la amenaza cercana de la revolución y el ejemplo de la Unión Soviética, que mantenían a los partidos burgueses y conservadores preocupados y en las vivas.
Además, los países del bloque soviético, aun con sus enormes problemas, promovieron internacionalmente los DESC (Derechos Económicos y Sociales) por encima de los DCP (Derechos Civiles y Políticos) durante la Guerra Fría, creando así un polo de atracción para ideas, políticas y partidos del bloque rival, el occidental, que tuvo que reconstruir la economía después del segundo conflicto mundial y desplazar su eje a la izquierda, hacia el socialismo democrático y el reformismo.
Aun así, las “concesiones desde arriba”, el impulso reconstructor y los fondos estadounidenses del periodo de posguerra o las previsiones sociales de nuevas Cartas Magnas en Europa no fueron suficientes, así que renovadas luchas, antes y después del 68, tuvieron que organizarse para lograr, hasta la segunda mitad del siglo, estatutos de trabajadores, sistemas únicos o nacionales de salud universales y gratuitos, pensiones para trabajadores formales e informales, y escuelas públicas de calidad en todos los niveles.
Las batallas reaccionarias y conservadoras en este campo, conducidas por las derechas históricas y actuales desde posturas ideológicas y elitistas, siempre han ido en contra de los impuestos como tal o de su progresividad, en contra de la redistribución de la riqueza y, por ende, en contra de la democracia.
Porque, como sostuvo Pablo Iglesias hace un mes en una magistral conferencia en la UNAM, la democracia consiste en que lo que antes eran privilegios de pocos se vuelvan derechos efectivos de todas y todos. Y esto hay que llevarlo a todos los terrenos.
Lamentablemente, la ideología neoliberal e individualista y el discurso anti-Estado y anti-impuestos de los de arriba han permeado a las clases medias y bajas que los han adoptado como si fueran reivindicaciones propias, como si una reforma fiscal redistributiva afectara negativamente a las mayorías, cuando sucedería todo lo contrario. A base de medias mentiras los ideólogos neoliberales desde hace medio siglo repiten letanías asustadoras y falsas que nos mantienen en el subdesarrollo y la desigualdad. Y para ese fin las piensan y las formulan, de hecho.
La salud, la educación, las pensiones, la vivienda, el medio ambiente sano, la pluralidad cultural, las tutelas en caso de desempleo y enfermedad, la política afirmativa para sectores vulnerables, precarizados, discriminados e informales, entre otros derechos mínimos para un México próspero y más igualitario, siguen siendo hoy deudas históricas, difíciles de saldar, si no se reforma la estructura fiscal y no se va formando una “cultura” de los impuestos para la justicia social y la democracia sustantiva.
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