Jorge Javier Romero Vadillo
09/05/2024 - 12:02 am
El rencor como combustible político
"Durante lo que va del siglo, sin embargo, el progreso político hacia sociedades cada vez más colaborativas, con Estados de bienestar sólidos y que buscan la solución de los conflictos con base en el conocimiento ha sufrido un frenón severo".
Desde que la política dejó de ser una cuestión aristocrática –que giraba en torno a intrigas palaciegas, ambiciones mezquinas y revanchas familiares– e involucró a grupos cada vez más amplios de la sociedad, hasta convertirse en una cuestión masiva, el rencor ha sido un combustible muy útil para ganar adeptos, despertar iras populares y justificar la aniquilación de los adversarios.
Acabo de leer un libro sobre el siglo revolucionario en Inglaterra, The Blazing World, de Jonathan Healey, quien narra desde una óptica desapasionada, de manera amena, el turbulento periodo que va de 1603, cuando llega al trono inglés Jacobo I, el primer rey de la dinastía Estuardo, hasta 1689, cuando la llamada Revolución Gloriosa acaba destronando a su nieto, Jacobo II. Durante esos 86 años se vivió en Europa la primera gran transformación revolucionaria, que costó varias guerras civiles, la decapitación de un monarca, Carlos I, y múltiples estallidos donde el rencor sirvió para alentar los intereses de los políticos, ya fuera con motivaciones religiosas o de revancha contra los agravios acumulados por los desfavorecidos contra quienes habían concentrado riqueza y poder por siglos por herencia familiar.
Al final, sin embargo, lo que acabó lográndose en Inglaterra, lo que le permitió impulsar el crecimiento económico, convertirse en una gran potencia y, finalmente, dos siglos y medio más tarde, convertirse en una democracia con un sólido estado de bienestar, fue un pacto moderado, que sintetizó en un cambio gradual los grandes saltos fallidos del período revolucionario.
El rencor acumulado fue la energía utilizada por el pretendido incorruptible Maximiliano Robespierre en Francia para llevar a todos sus adversarios a la guillotina, hasta que fue él quien acabó decapitado para frenar su demencia destructora. Vino entonces, como en Inglaterra, un intento de pacto moderado, pero la ambición personal del caudillo militar acabó sumiendo a Europa en un período de guerra extraordinariamente mortífero.
En todas las sociedades, en todos los tiempos, han existido razones para que unos grupos sientan resentimiento arraigado y tenaz contra otros. De ahí que sea frecuente que la política se haga motivada por el rencor. El siglo XX vivió las mayores catástrofes de la historia humana como resultado de la exacerbación de los rencores latentes – ya fueran de carácter nacionalista, racial o de clase- desde la política. A la matanza demencial del enfrentamiento entre naciones durante la Primera Guerra Mundial se enlazó el estallido revolucionario en Rusia, encabezado por un demagogo con ínfulas intelectuales que fundó un régimen totalitario, perfeccionado por su paranoico sucesor, un criminal que, sin embargo, construyó en torno suyo un culto de veneración, cuyos rescoldos son ahora utilizados por el hombrecillo ensoberbecido que ha instaurado una nueva dictadura en su país.
El rencor irracional contra los judíos le sirvió al farsante Hitler para encumbrase y su locura lo llevó a desatar la mayor tragedia de la historia humana hasta ahora, aunque siempre es posible superarla, por la insensatez de la especie.
La ilustración y el desarrollo del pensamiento político durante los dos pasados siglos creo la percepción de que era posible el desarrollo de instituciones que propiciaran el avance de una política racional, en la que la deliberación y la alternancia en el poder impulsaran la mejora progresiva de la convivencia, la reducción de la violencia y de la brecha de desigualdad. Una política que se nutriera del conocimiento científico y del avance tecnológico, que buscara solucionar los problemas sociales con inteligencia, aunque desde distintas perspectivas ideológicas, ya fueran conservadoras, liberales o socialistas, y en representación de intereses siempre contradictorios.
Nunca dejaron de existir, a derecha e izquierda, los partidos que usan el rencor como combustible, pero parecían ganar terreno gradualmente las opciones que entendía que de lo que se trataba era de generar mejores condiciones de convivencia, no de aplastar al de enfrente. Los ultras de derecha y los revolucionarios de izquierda parecían ir menguando en la medida en la que se consolidaban las democracias, aunque en la mayoría de los países del mundo se sostuvieran regímenes autocráticos.
Un problema no menor es que mientras que los Estados controlados por dictaduras claramente reaccionarias de derecha eran objeto de la condena casi unánime de las sociedades democráticas, los regímenes de izquierda sostenidos en el rencor o en una pretendida dignidad popular, aunque sus resultados fueran desastrosos, como ocurre con Cuba, concitaban y concitan aún simpatías entre quienes se identifican con las causas de la justicia social.
Durante lo que va del siglo, sin embargo, el progreso político hacia sociedades cada vez más colaborativas, con Estados de bienestar sólidos y que buscan la solución de los conflictos con base en el conocimiento ha sufrido un frenón severo. Tanto en las democracias incipientes, como en las consolidadas, los políticos que alimentan el rencor han ido ganando terreno. No se trata de un asunto ideológico. Unos pueden pretenderse justicieros que llegan al poder para vengar los agravios ancestrales, otros supremacistas que quieren frenar la amenaza que representan quienes ellos ven como alienígenas o que no merecen el mismo lugar que ellos ostentan en sus sociedades; otros más se presentan como defensores de la fe verdadera frente a los infieles.
El hecho es que ahí están, ganando elecciones, ya sea un racista patético como Trump, un fanático nacionalista como Modi o un vociferante vendedor de odio, como López Obrador. Lo increíble es que no importa nada que sus resultados sean nulos o negativos, ellos ganan elecciones. La idea schmittiana de que lo relevante en la política es la lógica amigo–enemigo parece imponerse de nuevo, a pesar de haber sido la justificación racional de la catástrofe.
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