Jaime García Chávez
01/04/2024 - 12:01 am
Kairós: un amor lacerante y un país en ruinas
Con la juventud de Katharina se explica que había desinterés por un régimen político, pero no resistencia, hartazgo como el que luego hemos visto entre nosotros con la política durante los últimos años. ¿Manipulación o entendimiento de lo que hay?, se pregunta puntualmente la autora.
Las novelas suelen tener finales que son una conversión, así lo afirma René Girard, y Kairós, de Jenny Erpenbeck, no me dejó claro cuál puede ser la de Katharina, la joven enamorada del viejo Hans W.
No es heroína de nada, si bien una cruel soledad la había empezado a afectar. También me asaltó la duda de cuál pudo ser su futuro como una mujer ciudadana de una Alemania unificada, después de haber vivido su niñez y temprana juventud en la región Este, la soviética, la de los comunistas ancianos, la que se mantuvo durante la Guerra Fría y cayó derruida junto con el Muro de Berlín, ciudad donde acontecen gran parte de las narraciones de esta novela.
Leer Kairós me produjo perplejidad, ya de suyo persistente, pero sobre todo me acercó a una reflexión que se desgrana en un arcoíris de problemas que están en el texto de Erpenbeck, donde todos los colores se muestran, incluidos los infras y los ultras.
Me recordó las peripecias del amor del viejo con la joven, pero me ayudó mucho a entender a las sociedades en mutación, que es un tema para mí profundamente relevante. Me resultará imposible sintetizar esto en la obligada brevedad de esta medio, pero he de decir que cuando en el texto se recuerda a Hegel, a Marx, Engels y a Lenin, lo hace con cierta sorna, tan acartonados como los dejaron ver los comunistas que ocuparon el poder desde un partido único, dominante, totalitario, criminal y excluyente.
En cambio en esta novela hay aspectos interesantes cuando la referencia es a otros personajes, es el caso de las menciones a Hölderlin o a Brecht, los músicos clásicos, y también los que surgieron en el pleno dominio de esto que se llamó “democracias populares”, concepto que terminó por no decir nada a nadie, porque las elecciones ahí no eran libres y los resultados siempre eran de más del 95 por ciento en favor del establishment de los gerontócratas.
La cantera que ofrece la novelista en este aspecto de la cultura es rica por su precisión, y sobre todo por demostrar que esta está impregnada de los grandes de la música como Bach, Mozart o Beethoven.
Está presente en las páginas de esta obra la narración de una mutación generacional, y el viejo tema político de si tiene perspectiva, sobre todo moral, “abolir un mundo despiadado con medios despiadados”, lo que me explica el porqué tantos nazis, a la hora del desastre, simplemente se hicieron policías al servicio de la extinta República Democrática de Alemania y se pusieron el uniforme de la Stasi.
Con la juventud de Katharina se explica que había desinterés por un régimen político, pero no resistencia, hartazgo como el que luego hemos visto entre nosotros con la política durante los últimos años. ¿Manipulación o entendimiento de lo que hay?, se pregunta puntualmente la autora.
La miga principal de la novela Kairós se mueve entre estos polos: dos vidas que comparten el amor, el sexo, sus excesos, la crueldad que suele acompañar a esto, por una parte; por la otra, cómo imprime y domina lo que está afuera, una sociedad lastrada por una compleja historia de guerras, monarquías decadentes ancladas en el feudalismo, totalitarismos, desasosiego, y por encima de eso, más que una frontera política, una frontera humana: el Muro de Berlín y todo lo que entrañó durante la segunda mitad del siglo XX, que dicho sea de paso, como lo sostienen algunos historiadores, empezó en 1914 y terminó en 1989, justo en el bicentenario de la Revolución francesa, que no debemos olvidar jamás.
Vivir y amar en una sociedad de esa dimensión todo lo troqueló, hasta los más elementales actos de la convivencia. Por ejemplo, la enamorada Katharina obtiene un permiso del Gobierno para visitar a su familia en la legendaria ciudad de Colonia, donde quedaron luego de la división de Alemania. Era un permiso para visitar Occidente, así de abstracto.
Y ese permiso no es de ninguna manera el simple trámite de un pasaporte dentro de la propia patria fragmentada, sino expresión de que “el viejo y cansado Estado ha confiado en la joven y la ha dejado marchar (…) y ella tiene de pronto el poder (…) por un rincón muerto donde nadie la vea ni la espere”.
Llega a Colonia y lleva a Hans siempre en su mente y tiene la oportunidad directa de ver otra sociedad en la que el sexo, a la que ella está despertando, es objeto de abundante tráfico mercantil en las sexshop con artículo sofisticados y jamás imaginados en el Este, donde ella vive, e incluso ha sido presa del fuste con el que la azota su amante adulto.
Katharina examina contrastes y los traslada a la vida concreta de su relación amorosa, encontrando que su amado algún tiempo fue de las juventudes hitlerianas, a diferencia de su propia historia familiar, donde se hallan antecedentes de la época heroica del comunismo con sus brigadistas internacionales.
Siente sobre sus hombros que en el territorio de su nación le tocó vivir del lado de la represión, pero a nombre de la protección social prometida y no en la otra, llamada “libre” y con las características de una vida altamente competitiva que puede lastrar la dignidad humana y que no tan sólo se advierte en la economía.
En la vida ordinaria el amor de esta pareja se impregna de la decadencia de un Estado y de una burocracia próxima al derrumbe, en donde el predominio de lo policiaco impele a la traición, Hans engaña a su esposa, la secrecía es enfermiza y la pérdida de la individualidad propia del amor que se profesa sin libertad.
Las ruinas del Estado devienen en las ruinas de esa relación, asimétrica por las edades, pero en las que perviven las experiencias del sadismo, lo tóxico, la hipocresía y aun la tolerancia cargada de banalidad.
La joven Katharina está enterada de los campos de concentración y sabe que “en Alemania la muerte no es el final, sino el principio de todo”. Citó: “Sabe que en este país apenas se ha esparcido una capa de tierra muy fina sobre los huesos, sobre las cenizas de quienes fueron incinerados; un alemán ya no puede pasear sino sobre cráneos, ojos, bocas, osamentas, cada paso hacia adelante va directo a esa profundidad contra la que todo camino ha de medirse, lo quiera uno o no”.
Y esto salpica la vida, es una sombra negra que todo lo cubre y del otro lado la memoria es la misma; sería impensable otra cosa, pero en la balanza hay ingredientes que la sociedad dominada por la policía la hacen imposible, y la lista es larga, incluidos los recuerdos de un pasado muy doloroso.
La autora sintetiza contrastando con lo que hay del otro lado: “Donde antes había una perspectiva, ahora todo se enreda en una maraña inabarcable de posibilidades”. Hay “superficies lisas” en un urbanismo que empuja al olvido, el pan sabe distinto, se ven extranjeros en las calles que hacen negocios, coches y dinero en abundancia. En cambio las calles del Berlín del Este cambian hasta de nombre y se olvida al legendario héroe Dimitrov.
Jenny Erpenbeck lo dice con una metáfora fuerte: Katharina, en el Oeste, se siente como una “copia mala de las personas que viven allí, como estafadora”, y la conclusión brota inevitable: “Con sus ojos, que en la otra mitad de la ciudad son ojos extraños, ve como en las tiendas de la parte occidental toda necesidad concebible recibió hace tiempo un producto por respuesta, la libertad de consumo le parece como una pared de goma que aparta a las personas de los anhelos que trascienden sus necesidades personales. ¿Será ella también pronto nada más que clientela?”.
Llegó el derrumbe del Muro de Berlín y cambiaron para siempre las condiciones de vida de millones de personas, de uno y otro lado, y al final de cuentas, en todo el mundo, porque en Europa una ilusión había sucumbido en el intento de hacer felices a todos, aunque no lo quisieran. Unas cosas se van y otras resurgen. Pero un amor termina para siempre y se convierte en papel. “Extraña cualidad del papel —nos dice la autora— volverse documento. Extraña cualidad del papel, producir el engaño”.
La historia de Hans W., de esta manera, queda reducido a un archivo muerto que llega a las manos de Katharina, que se resiste a examinarlo y clasificarlo, y cuando lo hace ve cómo el aparato político despreció a su amado mayor, que se negó a darle un hijo.
Lenin, aparentemente en el ostracismo del pensamiento, pero presente en la novela publicada en 2021, llega con su consejo: hay que ver siempre las dos caras, estudiarlas en su conexión, en sus intercambios.
¿Por qué a la hora del balance histórico se usó distinta vara, una para el mundo comunista y su pasado, y “no se hizo eso mismo en toda la Alemania después de la época nazi?”. La novelista nos presenta todo esto de manera genial y desde el prisma de una pareja que con altibajos se amó, que sufría, que se unía y separaba, que se traicionaba, y que al final quedó colgando en una especie de vértigo de vacío que sella la muerte del amante Hans W.
Y no es cualquier hombre, porque fue un ser que vivió la guerra, que en la debacle del hitlerismo se deshizo de su uniforme nazi, y pasado el tiempo quedó en el Este, donde se casó, fue amante de varias mujeres, padeció la tristeza, la petición de un hijo que le imploró Katharina y que jamás llegó, pero además incursionó en la vida intelectual y fue escritor en una tierra donde había dictadores intelectuales y sirvió a ese aparato.
En ese contexto, y en la propia novela, aparece el recuerdo del húngaro Luckács, que hacia mediados del siglo XX reflexionó sobre el “pueblo de Durero y de Tomás Münzer, de Goethe y de Carlos Marx”, y el porqué de la tragedia alemana contando con tan rica herencia de pensamiento. Es la vieja, y a mí ver, soslayada reflexión, que ha reclamado una explicación de porqué, bajo la sombra de estos personajes, surgió la siniestra sombra del nazismo. Se advierte esto, quepa la digresión, en el manejo de conclusiones que una mortecina izquierda maneja hoy para apoyar a Rusia contra la invadida Ucrania, donde de nueva cuenta se cometen crímenes de guerra.
La novela contribuye a dar una explicación, pero deja abierta la puerta para que otros la abran.
Kairós, la deidad mitológica que da título a la novela, sugiere que hay la ocasión, el preciso instante en el que una mujer joven de 19 años conoce y se enamora de un hombre de más de 50. No tenía muchos asideros, pero emprendió un viaje que advertimos los lectores –así lo creo–, no tenía por destino la felicidad, pero que para los propósitos de la autora es la premisa para la narración magistral de un momento histórico (el derrumbe soviético) y cómo se trasminó hasta los huesos y el alma de las vidas de quienes existieron en un mundo de desventuras que desgraciadamente no acaba de irse. Ahí la democracia llegó tarde, o mejor dicho, no ha llegado.
Es probable que yo erre el camino y que en esta novela esté el amor, pero de ninguna manera la “mentira romántica” de la que nos habla Girard. Por eso el final no es, en estricto rigor, una conversión; no hay alternativas y no encontramos en la obra un saldo en una vida heroica, porque héroes y heroínas fueron millones, y los que participamos en su tiempo de la ilusión del comunismo también resultamos dañados.
Menos cuando una petición llegó demasiado tarde: “Quiero que me conozcas, en cuerpo y alma, con todo lo que hay detrás”, le dijo Hans W. cuando este ya no “podía verla ni oírla”. Había muerto.
La obra se explica por el verso del místico Angelus Silesius (1624-1677) con que abre la novela. No resisto hacer la cita:
“Nada es como tú y yo:
y si no somos dos,
Dios ya no es Dios,
y el mundo se desploma”.
Fueron dos amantes, dos vidas que entroncaron y que el remolino desplomó, justo como le sucedió al significado profundo del Muro. Una generación había terminado y otra despuntado entre ruinas, con más preguntas que respuestas, al terminar una era anclada en lo absoluto.
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Erpenbeck, Jenny. Kairós. Traducción del alemán por Neila García Salgado. Editorial Anagrama. Barcelona, 2023.
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