Fabrizio Lorusso
15/02/2024 - 12:05 am
El Xingón, la Xingona, Mr. G: el delirio de San Valentín
El padre de la narcoguerra predica soluciones desde el púlpito de las desgracias que auspició. Se pinta la cara de rosa para hablar de las próximas marchas en las calles mexicanas a las que nunca irá.
El Xingón y la Xingona no siempre han de quererse, pero al cabo encajan bien, como chocolate amargo con deslactosada.
A la mera hora llegan al restaurán para electrizar la tertulia de intercampaña y catear gelatinas españolas. La comunidad expatriada les espera suspirante, pero de inmediato el público se hunde en la espiral de un choque anafiláctico colectivo. La contingencia no frena la emisión del show.
Madrid es el refugio del forajido X, mártir redivivo de la democracia y la libertad, y es el escaparate de la X, apoteosis de lo equis en general. Vaya que se entienden. En el amoroso escenario de un sangriento San Valentín se cementan las queridas amistades.
El padre de la narcoguerra predica soluciones desde el púlpito de las desgracias que auspició. Se pinta la cara de rosa para hablar de las próximas marchas en las calles mexicanas a las que nunca irá.
La visitante lo acoge. Luce su alianza. Amarra su destino al corazón de las tinieblas. Después de un rocambolesco mini tour por los States, buscando la anuencia de agencias y momias injerencistas, ha cruzado el charco para tratar de encontrar a varios personajes del lado oscuro.
Aunque la mayoría la hayan bypaseado brutalmente, la protagonista fallida de Los hijos de Sánchez 20.24 consigue la bendición ibérica, urbi et orbi, del Xingón azul y anuncia el advenimiento de la Santa Seguridad, igual de chingona.
Frente al ímpetu de un voluble huracán tabasqueño y la avanzada guinda de la doctora S., desde la Castilla profunda vuelve a la vida una dupla zombi, librando la batalla de los no-muertos que, para resucitar, deben nutrirse de cerebros anestesiados, posar ante las cámaras y amorbar al Twitter, alias Equis, con incansables disparos de fake news.
Después de la degustación de sesos y gelatinas, ya en camino a la evacuación, decretan un empático pit stop. El doble acceso al sanitario les hace de escenario. Sacan selfies de oro, de paseo al aseo.
Clic. “Postea tú, mi Xingona”, suplica él. Reclic. “¡Ay no! Cuelga tú primero, campeador”, remata ella antes del momento fecal.
Bum. Sale a la red la imagen viralizada de los dos, que te sonríen y te ven la cara. Abres la foto. El contagio visual te vampiriza día y noche. Tu pasajero oculto se revuelca en su tumba.
Punch. Miras la pantalla y es el retrato de Dorian Gray 2.0. Un JPEG con mutación paranormal. Lees los comentarios de los fans que, hablando del Xingón, todavía claman nostálgicamente: “Mi Presidente”. Y para la Xingona hay pandillas de followers que vaticinan: “La próxima Presidenta”. Su sentencia suena como mal de ojo. El mood se hace gótico.
Ring. Y es así como reaparece entre tus recuerdos sepultados el flash mental de la larga noche calderonista, los spots terroríficos en la radio y la vieja TV, el capitalismo gore genéticamente modificado. La memoria te trajina a la serie de “El Equipo” (por García Luna Productions), a la simulación cínica, al salvajismo minero y a los montajes de Loret como cifra de una época, un loop distópico que marea. El escalofrío recorre tu espinazo, te congelas como en Zoom, como en el peor nivel de Doom en los noventa. Es parálisis antes del epílogo.
Lado B. Por allá muy lejos, del otro lado, en su hora libre de Internet, se conecta el padrino Mr. G a mirar la foto de su compadre y su comadre X. Al otrora zar de la (in)seguridad de México, hoy preso en Nueva York, se le sale una carcajada maléfica que hackea el silencio de la mazmorra. De repente aplana un alacrán mezcalero con la base de su mouse inalámbrico. El veneno salpica el screen shot en pantalla y mancha la camisa de su viejo Presidente.
Break point. Fuera de su celda se yergue la silueta de un típico guarura yanqui de 220 libras. Es un agente de la DEA que cumple una única orden, bizarra pero contundente. Al parecer, el mandato imperativo bajó de Madrid, pasó por Arlington, Virginia, donde está el cuartel general de la Drug Enforcement Administration, y aterrizó en el penitenciario federal de Brooklyn. El guardia debe vigilar al expolicía 24/7. Lo instaron a que no hablara más, con nadie más. Su caso ya no va a escalar, sus antiguos jefes negociaron la impunidad. Transexenal, ida y vuelta, desde los ochenta a los dos miles.
Mejor y la DEA se dedique al flamante dossier del #narcopresidente, electoralmente más prometedor desde donde se le vea, en las dos orillas del Río Bravo. Carne en descomposición, cultivada en laboratorio y vendida como fresca para el hit carroñero.
Al agente le brinca el ojo por esa risa noir del reo, no comprende las razones de su insólito espasmo de alegría.
Piensa que quizás sea la ansiedad, o la cosquilla de ciertos memes virulentos. O no, será la visión de los letreros chistositos que campean sobre las puertas de los baños en la foto madrileña de X. O algo más.
El energúmeno voltea, gruñe y lo escrudiña, pero calla. Ni se atreve a preguntar. Mr. G estira el cuello y los metacarpos con modales taurinos.
Crac. Un trueno siniestro de huesos torcidos rompe de nuevo la monotonía del corredor eterno en el brazo de la muerte.
Black out. La cárcel neoyorquina es un cementerio de oscuridad cruenta. El vigilante de la DEA yace tieso en el piso helado, ya cumple su orden desde el más allá. No se atrevió a preguntar, pero antes del último aliento alcanzó a escuchar un susurro diabólico en español: “Cuando el tecolote canta, el gringo se muere”. Sobre todo, en San Valentín.
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