Los gobiernos de Panamá y Costa Rica, resignados a que el flujo migratorio continúe e incluso crezca, están impulsando un plan para que los buses con los migrantes del Darién vayan hasta un albergue en el lado costarricense, a fin de disminuir la presión y la acumulación de extranjeros en poblaciones de la frontera común.
Por Juan Zamorano
Bajo Chiquito, Panamá, 6 de octubre (AP).— Una abrupta crecida de los ríos a inicios de semana detuvo momentáneamente el paso de los migrantes en medio de la selva.
Pero cuando las aguas comenzaron a bajar, los grupos de extranjeros, entre ellos mujeres embarazadas y hombres con niños sobre el hombro, emergieron el miércoles por la tarde de la jungla, avanzaron con agua a la cintura por el río Tuquesa en el último tramo para llegar a una aldea indígena llamada Bajo Chiquito.
Es un flujo incesante de migrantes que llegan desde Sudamérica camino hacia Estados Unidos y atraviesan el peligroso Tapón del Darién. Ya ha alcanzado cifras históricas y podría cerrar el año con medio millón de desplazamientos.
La accidentada ruta se ha vuelto cada vez más rápida y organizada de transitar por los grupos que han encontrado en la migración un negocio que mueve millones de dólares, de acuerdo con las autoridades y los propios extranjeros, y que cobran por cada cosa que se necesita para sortear la jungla. Lo que antes tomaba una semana de recorrido, ahora hay quien lo hace en dos o tres días, según los relatos de los migrantes.
Más de dos mil personas, en su mayoría venezolanas, arribaron solo el miércoles a Bajo Chiquito, la primera población que encuentran los migrantes tras cruzar la selva, y lo hicieron apenas un día después de que los ríos desbordados limitaran las llegadas a menos de 600.
“¡Ay, Dios mío! ¡Señor, gracias!”, exclamó Kimberly Morales, al alcanzar la orilla del río junto a su esposo y sus hijos de 16 y 8 años —todos venezolanos—, tras enterarse de que estaba a menos de media hora de la aldea.
Los que llegan a ese poblado son registrados por funcionarios de migración y después enviados —al día siguiente temprano— en botes con motor de borda a otro punto de recepción del Darién, ya a las afueras de la jungla, desde donde pueden tomar autobuses con rumbo a la frontera con Costa Rica.
Aunque llegan de manera irregular, el Servicio Nacional de Fronteras anota sus nombres y los deja seguir en lo que el Gobierno llama un flujo controlado. Los migrantes no suelen quedarse en territorio panameño y, en caso de hacerlo, corren el riesgo de que ser detenidos y deportados.
Los gobiernos de Panamá y Costa Rica, resignados a que el flujo migratorio continúe e incluso crezca, están impulsando un plan para que los buses con los migrantes del Darién vayan hasta un albergue en el lado costarricense, a fin de disminuir la presión y la acumulación de extranjeros en poblaciones de la frontera común, que antes se dedicaban más al turismo de compras.
Con ello también quieren combatir a las redes de tráfico de personas que operan en los puntos de llegada habituales.
Los mandatarios de Panamá, Laurentino Cortizo, y de Costa Rica, Rodrigo Chaves, sobrevolaron el viernes en helicóptero el área de Bajo Chiquito e hicieron una escala en la comunidad de Lajas Blancas, situada más en las afueras del Darién, donde observaron la llegada de grupos de migrantes en botes, incluidas mujeres con bebés en los brazos. Antes de la presencia de los gobernantes al menos dos mujeres fueron sacadas en camilla de la orilla del río.
Este reguero de personas, que está metiendo presión en la frontera sur de Estados Unidos con México, lo siguen dominando los migrantes de Venezuela —representan el 60 por ciento de los 400 mil que han cruzado el Darién en lo que va del año—, seguidos de haitianos y ecuatorianos, entre otras decenas de nacionalidades.
Carliomar Peña, de 33 años y oriunda del estado venezolano de Mérida, era una de las que llegó la víspera junto a su hijo Carlos. El jueves cumplió seis años. Su objetivo es entrar a Estados Unidos, donde está su esposo desde hace un año, luego de entregarse a las autoridades migratorias y pedir asilo.
“No era la mejor ruta, no era lo más seguro, pero es la única que tenemos hasta el momento”, dijo a The Associated Press la migrante mientras formaba una larga fila el jueves al amanecer para tomar el bote que la trasladará junto a su hijo y los demás migrantes que llegaron a Bajo Chiquito hasta Lajas Blancas.
Ese recorrido atraviesa los ríos Tuquesa y Chucunaque y puede tomar hasta cuatro horas. El jueves fueron trasladados poco más de dos mil de ellos —los que llegaron la víspera— en más de un centenar de botes.
Peña, como otros migrantes venezolanos, planea ir a la frontera norte y registrarse a través de una aplicación en línea llamada CBP One que el Gobierno de Estados Unidos exige desde enero del 2023 a los solicitantes de asilo, Les permite programar un horario para presentarse en un punto de entrada al país para inspección y procesamiento, en lugar de que lleguen sin previo aviso o de que intenten cruzar sin ello.
Además, les abre las puertas para acceder a un permiso humanitario de hasta dos años y continuar los procedimientos de migración al amparo del Título 8 de la Ley de Inmigración y Nacionalidad.
“Lo ideal para todo venezolano es hacer la solicitud de su cita… que se le asigna para cruzar lo más legal posible, con el permiso para trabajar”, consideró Peña, afirmando que la otra opción es que se entregue junto a su pequeño a las autoridades migratorias estadounidenses. Muchos de sus compatriotas van con esa idea de entregarse.
Biden anunció hace poco que concedería estatus temporal protegido a casi medio millón de venezolanos que ya están dentro de su territorio y el jueves anunció que su Gobierno reanudaría las deportaciones de migrantes venezolanos, el grupo más grande de extranjeros localizados en la frontera entre México y Estados Unidos el mes pasado.
Peña, la madre venezolana, migró de su país porque, según cuenta, su trabajo de comerciante en Venezuela no le alcanzaba para alimentarse ni comprar medicinas a su hijo. Le tomó cinco días cruzar la jungla del Darién, dos días más de lo que le habían prometido los “guías” colombianos que la condujeron hasta la selva cobrándole a ella 320 dólares y a su pequeño otros 60.
Ese dinero incluyó el viaje en lancha desde en el municipio colombiano de Necoclí, en la zona de Urabá, hacia Acandí, en el Chocó fronterizo con Panamá. Desde allí un guía y una persona que cargaba su mochila la llevaron durante un día por la selva hasta lo que llaman la “Loma de las banderas” o el cerro de la “Llorona”, un punto que mencionan mucho los migrantes en el límite de Colombia y Panamá.
“Colombia es un tramo digamos tolerable. Podemos pasar más seguro, pero en Panamá la ruta es fuerte, muy arriesgada, siempre estás arriesgando tu vida”, aseguró. “Es una vida para animales, no apta para seres humanos” ese cruce, describió Peña.
Hasta hace algunos años se consideraba impensable que los migrantes pudieran cruzar el Tapón del Darién en tres o menos días, en lo que era una ruta menos transitada y que exigía hasta una o más de una semana de cruce a pie. Pero ahora se escuchan testimonios de los migrantes de que lo hacen en dos días y medio.
Otros se quejan cuando demoran el doble de tiempo de lo que tenían pensado, como le ocurrió a muchos de los que llegaron el miércoles, a los que la crecida de los ríos les frenó el paso y los obligó a subir por lomas o terrenos pedregosos altos.
Gabriela Quijada, de 33 años y quien viajaba con su amiga, dijo que el cruce también le tomó cinco días, dos más de lo programado. Ya no tenían comida para el último tramo de la travesía. El miércoles que llegó a Bajo Chiquito se lanzó mareada al suelo.
“Hoy (madrugada del miércoles) cruzamos un río que casi nos lleva, aparte que estaba lloviendo”, señaló la migrante oriunda de Margarita, estado venezolano de Nueva Esparta, Caribe. “Lo que hacía era caminar y llorar”.
“No me da el sueldo, tengo dos hijas”, reconoció en referencia al motivo por el que salió de Venezuela con rumbo al norte. “Mis hijas (de 16 y 13 años) me impulsaron. Una quería venir, pero no la arriesgué; si llego y entro a Estados Unidos procuraré que entre por lo legal”. Quijada aseguró que cada una pagó 250 dólares en el lado colombiano para que las llevaran hasta el lado panameño de la jungla.
Muchos migrantes cuentan que antes de salir de sus países ya han realizado los contactos con los guías que los ayudarán cuando arriben a Colombia, donde hay bandas y grupos organizados —a la vista de los funcionarios— que han convertido el tráfico de personas en una industria millonaria, según las autoridades. Panamá ha dicho que el Clan del Golfo, un poderoso grupo del narcotráfico, está detrás del negocio de la migración irregular.
De hecho, el Gobierno panameño está haciendo énfasis con una campaña para dejar claro que el Darién no es una ruta migratoria y ha advertido del daño medioambiental y la contaminación en un corredor biológico de importancia regional.
Pero, al mismo tiempo, las autoridades admiten que debido al prolongado y creciente tránsito de los migrantes, ya es como una vía irregular establecida, con caminos y trochas más firmes y señaladas que agilizan el cruce. A lo largo del recorrido, los migrantes colocan cintas de colores para dejar pistas a los que vienen detrás. Las azules y verdes indican que el camino es transitable; las rojas advierten de peligros.
Morales, la migrante de 34 años que iba con su esposo Isaí y sus dos hijos menores, completó el trayecto en dos días y medio. Pagó 320 dólares por cada uno —más de mil 200 dólares en total— en el lado colombiano para que los condujeran al lado panameño de la selva, “donde empieza la desesperación” y tenían que seguir por su cuenta.
“Horrible, no se lo deseo a nadie. Es lo peor”, afirmó sobre el cruce, en el que aseguró vio al menos a tres migrantes muertos en el camino, entre ellos, una mujer supuestamente haitiana ahogada. “Nosotros lo que queremos, por lo menos, es que tengamos dónde dormir, un trabajo, una vida que le podamos dar a ellos; si se enferman, podamos ir a comprarle un medicamento", ansía la madre de familia.
El jueves consiguió salir con su familia hacia Lajas Blancas, los cuatro con chalecos naranjas para navegar por los ríos Tuquesa y Chucunaque, tras pagar de nuevo: cada uno 25 dólares, excepto su hijo de 8 años. Horas después de su partida, comenzaron a llegar a Bajo Chiquito nuevos grupos que habían logrado cruzar la selva.