Sandra Lorenzano
24/09/2023 - 12:02 am
El Boom y las mujeres
¿Nuestro mejor homenaje? Leerlas, por supuesto.
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Con estas líneas comienza una de las más grandes novelas de nuestra lengua, casi ya tan editada y tan vendida como el Quijote de Cervantes. Por supuesto me refiero a Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, publicada en 1967. Junto con La región más transparente de Carlos Fuentes, La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa y Rayuela de Julio Cortázar, conforman el origen del llamado Boom de la literatura latinoamericana; un movimiento que reunió a cuatro brillantes escritores, una agente literaria: Carmen Balcells y un editor: Carlos Barral. Gracias a este coctel, la literatura de nuestro continente apareció, ante los ojos del mundo, como un conjunto rico, potente y creativo. Se trató de una suma de talento, circunstancias históricas (la Guerra fría, el triunfo de la Revolución Cubana, los movimientos juveniles, entre otras) y visión comercial, que abrió nuevos caminos para los autores anteriores (Borges, Rulfo, Arguedas, Onetti, entre otros), para los contemporáneos de los “cuatro magníficos” (José Donoso, Manuel Puig, Severo Sarduy, por mencionar sólo algunos) y, sin duda, para la generación que vino después.
Pero, ¿por qué sólo menciono hombres? ¿No había mujeres escribiendo? ¡Claro que había! Y grandes escritoras: pensemos en Elena Garro, de quien se dice que es la verdadera iniciadora del realismo mágico con Los recuerdos del porvenir, en Rosario Castellanos, en la argentina Silvina Ocampo, en las brasileñas Nélida Piñón y Clarice Lispector, o en la entonces muy joven Luisa Valenzuela (cuya primera novela Hay que sonreír, se publicó un año antes que Cien años…), entre muchas otras.[1] Sin embargo, no formaron parte de esa fiesta de las letras que fue el Boom. Como dice con mucha ironía Leila Guerriero: también se trató de “un Boom de testosterona”.[2]
De esas autoras excluidas, quisiera recuperar en estas notas especialmente a dos; dos de las más grandes: Alejandra Pizarnik (1936-1972) y Cristina Peri-Rossi (1941). Ambas se vinculan con ese momento literario a través del “Cronopio mayor”, Julio Cortázar. Pizarnik lo conoció en París en los años sesenta e inmediatamente surgió entre ellos una mezcla de amor y admiración. Ella había publicado ya tres libros de poesía, con apenas veinte años.
¿Cuándo nace la poesía dentro de un creador? ¿En qué instante surge aquello que tantos años después llevará a alguien como Alejandra Pizarnik a decir que aspiraba a hacer “el cuerpo del poema con (su propio) cuerpo”? ¿Pueden percibirse acaso las marcas del origen en un poema como “La jaula”?
Afuera hay sol.
No es más que un sol
pero los hombres lo miran
y después cantan.
Yo no sé del sol.
Yo sé la melodía del ángel
y el sermón caliente
del último viento.
Sé gritar hasta el alba
cuando la muerte se posa desnuda
en mi sombra.
Yo lloro debajo de mi nombre.
Yo agito pañuelos en la noche
y barcos sedientos de realidad
bailan conmigo.
Yo oculto clavos
para escarnecer a mis sueños enfermos.
Afuera hay sol.
Yo me visto de cenizas.
El viaje a París significó para Pizarnik un parteaguas. Vivió cuatro años en aquella ciudad y fue allí donde pudo explorar los caminos que la condujeron a encontrar su propia voz poética.
A las lecturas cada vez más diversas y profundas, y al propio trabajo de escritura, se sumaban los diálogos con un grupo de importantes escritores con quienes coincidió y que en cierto sentido adoptaron a esta joven, con aspecto de adolescente desaliñada y una obra personalísima, única. Entre ellos estaba Julio Cortázar.
El enriquecimiento de su escritura puede percibirse en su libro Árbol de Diana, prologado, por cierto, por Octavio Paz. Vean qué belleza:
sólo la sed
el silencio
ningún encuentro
cuídate de mí amor mío
cuídate de la silenciosa en el desierto
de la viajera con el vaso vacío
y de la sombra de su sombra
París fue entonces espacio de creación y de transgresión: la poesía, la literatura, el arte, se mezclan con la noche, el alcohol, los estimulantes, la soledad que busca desesperadamente encontrar el amor, una bisexualidad cuyos caminos de exploración apenas inician. Uno de los temas recurrentes en la obra de Alejandra es la vida transformada en literatura. El regreso a Buenos Aires, con 28 años y considerada ya como una de las voces poéticas más importantes de su generación, no fue fácil. Sin embargo, son años fecundos en cuanto a producción literaria (poesía, prosa, ensayos).
Hay quienes han visto en sus páginas, la marca de una suicida. No sé si esto es así, lo que sí se puede decir es que hay una presencia permanente de la muerte en sus textos.
Alejandra Pizarnik tiene un intento de suicidio en 1971. Cortázar le escribe entonces
París, 9 de septiembre de 1971
Mi querida: Tu carta de julio me llega en septiembre, espero que entre tanto estés ya de regreso en tu casa. Hemos compartido hospitales, aunque por motivos diferentes; la mía es harto banal, un accidente de auto que estuvo a punto de. Pero vos, vos, ¿te das realmente cuenta de todo lo que me escribís? Sí, desde luego te das cuenta, y sin embargo no te acepto así, no te quiero así, yo te quiero viva, burra, y date cuenta que te estoy hablando del lenguaje mismo del cariño y la confianza -y todo eso, carajo, está del lado de la vida y no de la muerte.
Quiero otra carta tuya, pronto, una carta tuya. (…)
Sólo te acepto viva, sólo te quiero Alejandra. (…)
Julio[3]
La muerte, esa compañera de vida de Alejandra, su cómplice más cercana, reaparece con más fuerza que nunca un 25 de septiembre. Era el año 1972. A un lado de su cuerpo quedó el frasco de pastillas, algunas notas, la sombra de la desolación, un deseo siempre insatisfecho de palabras y amores, y algunos de los poemas más desgarrados de nuestra literatura.
No
las palabras
no hacen el amor
hacen la ausencia
si digo agua ¿beberé?
Si digo pan ¿comeré?
El mismo año, pero del otro lado del Río de la Plata, la joven escritora uruguaya Cristina Peri Rossi (1941) tomó el camino del exilio ante la violencia y censura que se vivían en su país, preludio del golpe de Estado de junio de 1973. Llegó entonces a vivir a España. Sin embargo, en 1974, cuando el Gobierno español colaboró con el de Uruguay para negarse a autorizar su permiso de residencia en ese país, con la ayuda de su amigo Julio Cortázar, huyó a París, donde permaneció un par de años.
Sobre el amoroso vínculo que unió a ambos escritores hay centenares de testimonios y un hermoso libro llamado Julio Cortázar y Cris y publicado por la propia Peri Rossi en 2014. Entre ambos hubo “una relación intensa, llena de complicidades, de humor y de amor, de literatura y de seducción entre dos ciudades: París y Barcelona. Julio Cortázar le dedicó 'Quince poemas de amor a Cris' y, muchos años después de su muerte, ella escribió la crónica de esa amistad amorosa irrepetible.”[4]
Aunque no me detendré en este momento en los libros de la uruguaya, en los que el exilio, el erotismo y la transgresión son una marca constante, no quiero dejar de citar ese verso que dice “De todas las catástrofes, incluida la del exilio nos salva la libido” o aquellas maravillosas páginas de Solitario de amor o las tan inquietantes de su novela Todo lo que no te pude decir. Una “insumisa”, como tituló su autobiografía, que desde el margen ha construido una obra tan sólida que le ha valido ni más ni menos que el Premio Cervantes, el más importante de nuestra lengua, en 2022.
Pero de lo que hablo es sobre todo de esa red, de ese círculo virtuoso que se fue tejiendo a lo largo de los años entre las palabras de Pizarnik y las de Peri Rossi, pasando por la generosa complicidad de Julio Cortázar. Y por ello quisiera mencionar ese hermoso artículo de Peri Rossi que se llama “Alejandra Pizarnik o la tentación de la muerte”[5], al que sin duda vale la pena acercarse, y cierro con un poema publicado en 1976 en su libro Diáspora:
Y el psiquiatra me preguntó:
-¿A qué asocia el nombre de Alejandra?-
El dulce nombre de Alejandra
el olor de los pinos y cipreses
casas rojas castillos medioevales
una dama en el umbral
muebles púrpuras
la prodigiosa simetría de los parques
una hoja siempre en blanco
delante del ojo que acaricia
la falta de sonido
las lilas de los muros
un dolor enfermizo por casi todo
el muelle gris
las cosas que sólo existen en jardines
para decir cuyos nombres
es necesario empezar por Alejandra
la antigüedad de algunas piedras
respiración entrecortada
la dificultad
para hacer amigos,
en fin, medianoches fatales
en que todo nos falta
especialmente
un amigo
una amiga
inolvidables.
Inolvidables para nosotras, para nosotros, estas dos escritoras que coincidieron en la búsqueda de la palabra poética con aquel movimiento literario, el Boom.
Por ello ahora yo diría, parafraseando el comienzo de estas líneas y el de Cien años de soledad: “Muchos años después, ya no frente al pelotón de fusilamiento, sino en la historia, recordaremos no sólo al coronel Aureliano Buendía sino también a decenas de mujeres de nuestra América que abrieron brecha con su voz, su cuerpo y su escritura en el hasta entonces tan masculino mundo de la literatura.”
¿Nuestro mejor homenaje? Leerlas, por supuesto.
[1] Éste fue uno de los temas que se discutió en el Congreso “Revisitar el Boom”, celebrado en la Casa de Colón, en Las Palmas de Gran Canaria, del 19 al 23 de septiembre pasado. La conferencia magistral de Luisa Valenzuela puede verse aquí:
https://www.youtube.com/live/AUHORsJdVik?si=1V5O3XXGM8M9hnPF
[2] En “Impriman la leyenda”, Canal Encuentro, Argentina, 2019-2020.
https://youtu.be/T54iRTHkx6k?si=S3iLbzu2q0jP2rWn
[3] https://www.elclubdeloslibrosperdidos.org/2016/11/la-ultima-carta-de-julio-cortazar.html
[4] Sinopsis en la página de Cálamo Ediciones.
[5] Se puede leer en https://www.cervantesvirtual.com/obra/-alejandra-pizarnik-o-la-tentacion-de-la-muerte-928040/
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