“Algo se me atravesó”. El antojo y la botana (fragmento)

10/09/2023 - 12:01 am

Este texto pertenece al libro “Los espacios del sazón. La sombrita, el antojo y el altar” (México, 1999) de la colección Tiempo Detenido de la editorial Artes de México.

Por Alfonso Alfaro

Ciudad de México, 10 de septiembre (SinEmbargo).- Si el ejercicio de la cocina, como el de la escritura, puede ser un código secreto sólo perceptible por la persona a la que está destinado, en los territorios todavía impregnados de la memoria del campo, como es el caso de México, no se ha perdido la conciencia de que cada acto culinario posee un carácter artesanal: la conciencia de la huella que cada artífice le impone a una tortilla, a una salsa molcajeteada. Por eso, culturas gastronómicas como la mexicana están siempre a la búsqueda de las pequeñas diferencias, las distintas maneras como puede prepararse un mismo plato. Esto da lugar a la infinita proliferación de fondas, puestos y carritos, cada uno con un tejabán, un toldo o, por lo menos, una sombrilla: una sombrita.

A veces a pocos metros de distancia unos de otros, los vendedores ofrecen productos que a los ojos o el olfato carentes de sutileza pueden parecer idénticos, pero son completamente distintos. Cada uno formula su propia invitación. (El único capital de una familia de migrantes es con frecuencia el saber culinario de sus mujeres: el brasero o la mesita en la banqueta son muchas veces los instrumentos que permiten iniciar una nueva vida. Así se ha enriquecido la Ciudad de México con una excelente gastronomía popular de origen oaxaqueño o poblano, y los Estados Unidos han recogido las tradiciones alimentarias del norte fronterizo. De esa manera, también, se han difundido por todo el planeta las diferentes cocinas de China).

Día de muertos. Ca. 1950. Diego Samper. Ciudad de México. Interiores del libro Los espacios del sazón. La sombrita, el antojo y el altar de Alfonso Alfaro. Artes de México, 1999.

Aquí se marca una zanja profunda que corre a lo largo de un río Bravo cultural que escinde el cuerpo de muchos mexicanos: mientras en la cocina industrial del fast food, la principal virtud de una hamburguesa servida en el establecimiento de una cadena internacional en Zapopan consiste en ser en todo punto idéntica a otra ofrecida en una sucursal o franquicia de Brooklyn o de Oslo, cualquier persona enterada sabe que los tlacoyos azules, o el menudo, o la sopa de arroz de un puesto en el mercado no tienen nada que ver con los que se venden a dos metros de distancia. La diferencia no está solo en la receta sino en el estilo, en la expresión particular de un cuerpo y una sensibilidad, en un sazón. Por eso pueden los oficinistas de corbata o, incluso, algunas elegantes de verdad aventurarse en barrios lejanos en pos de las tortas de don Tomasito, el pollo de Valentina o las campechanas de la Barra del Morón. Éste es uno de los pocos puentes que todavía quedan tendidos entre las diferentes poblaciones de un país cuyos vínculos internos se hacen cada día más frágiles. (En los Estados Unidos, los altos niveles de integración social permiten la separación en comunidades étnicas; en México, la extrema fragmentación de los espacios sociales intenta ser compensada por los lazos culturales que dan origen a las identidades mestizas).

En el puesto y en la onda encontramos una divergencia fundamental, no sólo estética sino ética, que nos separa de los Estados Unidos. Allá coexisten –al lado de múltiples experimentos de alta cocina y de las diversas tradiciones étnicas– una cultura gastronómica que preconiza el carácter nutritivo de la alimentación (health food) y otra orientada a la simple satisfacción del apetito o, incluso, en los casos patológicos, a la compulsión (junk food). Por el contrario, en la mayoría de las culturas mexicanas, los comportamientos alimentarios están frecuentemente sometidos a la imprevisible tiranía del antojo. Como las embarazadas y los niños, como numerosas tribus mediterráneas, muchos mexicanos han decidido dejar mal cerradas las compuertas del deseo. Éste es un país donde, para no cumplir un compromiso, es posible argüir que “algo se me atravesó”. En México no sólo se atraviesan los percances; también, felizmente, una conversación tan sabrosa que es imposible interrumpir, un asunto que parece hoy absolutamente imprescindible y del que mañana no quedará huella, el aroma de un comal inesperado a la vuelta de una esquina, la punzada lacerante de unos ojos amoriscados, entrevistos de pronto, que hacen cambiar de golpe todos los planes y que obligan, como en los laberintos turcos o andalusíes de Pierre Loti o de Ferdinand Bac, como en los recovecos del Mogador de Alberto Ruy Sánchez, a dejarlo todo para ver qué pasa. (De esa manera, nuestras fondas son herederas del Fondaco dei Turchi veneciano y de cada fondoq del mundo árabe).

Tepepan. Ca. 1920. Hugo Brehme. Detalle. Col. particular. Interiores del libro Los espacios del sazón. La sombrita, el antojo y el altar de Alfonso Alfaro. Artes de México, 1999.

La versión mexicana del fast food, la comida callejera, tiene rostro de azar y de aventura, de acto gratuito, un jugueteo enchiloso en espera del remordimiento; un exceso que el lenguaje mismo se encarga de moderar: si las embarazadas tienen derecho de tener antojos, los demás pueden modestamente permitirse de vez en cuando un antojito. La ingestión (desde la leche materna hasta el sazón de la cocina amada) pertenece al régimen de los grandes vínculos fundamentales; el arte de compartir los alimentos fuera del hogar forma parte de un registro en tono menor. Como todas las demás cosas, la calidad de una mesa depende de sus preliminares y escarceos. El apéritif, el cocktail, las tapas, tienen sus propias reglas del juego: la amistad es en cada país un asunto diferente. En México, la botana suele ser prolongada, intemporal, copiosa, rociada de picante y ligeramente exaltada. Su culto posee espacios que le están exclusivamente consagrados. Ahí la música, despechada y bravía, propicia la indulgencia de los afectos y la complicidad sentimental (…)

En la hora de la botana, el intercambio verbal tiene la misma naturaleza que los gestos; las palabras son ahí guiño o sonrisa, abrazo con palmaditas en la espalda: impulsos emotivos entrecortados, sin dirección precisa, celebración de una fraternidad adolescente recobrada durante un momento, viaje a la época en que los afectos y el paladar se hallaban a la búsqueda de algo cuyo nombre nunca se supo y cuya esperanza se está ya olvidando.

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