Susan Crowley
09/09/2023 - 12:04 am
El paraíso encontrado de Joy
Lejana a cualquier provocación o moda en el mundo del arte, Joy se decantó por la compleja y exigente poesía de los silencios. El esbozo es principio de la “no estructura” en el dibujo oriental, esa sutil línea que aparece y que en su aparecer lleva el equilibrio entre lo pleno y el vacío.
Con motivo del aniversario de su nacimiento y con esta oleada de justicia necesaria ante el eterno olvido de las artistas mujeres que hoy se vuelven tema central, encuentro una especie de urgencia de aquilatar conceptos, de acertar en las cualidades y descripciones de una pintura que por un buen tiempo pareció “simple” a muchos. Joy Laville fue premio de Adquisición del Palacio de Bellas Artes, medalla de Bellas Artes en 2012, premio Nacional de Ciencias y Artes del mismo año y en 1968 participó en el Salón Independiente. A pesar de que se forzaron elementos para incluirla en el movimiento de La Ruptura su obra pende de los muros de coleccionistas privados, de casas elegantes como decoración, en uno que otro museo como el MAM o en las bodegas de las galerías que de vez en vez lograban una venta. Y digo “lograban” porque Laville no era una prioridad. Sin embargo, hoy resulta una apuesta para escalar en los primeros círculos y en los mercados del arte mexicano.
La obra de la artista inglesa, una suerte para nosotros mexicana por su deseo cumplido de vivir en Jiutepec hasta el final, nos permite gozarla, al mismo tiempo que profundizar en su lenguaje. Y es que sus obras se nos presentan como ventanas que nos invitan a penetrar en ámbitos inexplorados.
Ayer fui al Museo de Arte Moderno a visitar la exposición. En un edificio apartado, ajena a las apabullantes y cargadas de testosterona exposiciones, la de Arnaldo Cohen y Eje neovolcánico, encontramos los colores tenues, en su mayoría pasteles, salvo algunas excepciones. Para mi gusto el color de las paredes le puede robar atención a la evanescencia de la pintora. Una vez más, en las cédulas encuentro descripciones, asociaciones, intentos de colocarla en un nicho. Esta necesidad taxonómica que ya resulta obsoleta. Pero ahí está mencionado Matisse. El término nostalgia para describir su obra me incomoda, en todo caso diría melancolía infinita en el orden del deseo.
Se habla de las atmósferas íntimas, pienso que no existe un recogimiento en su obra, sino una absoluta libertad que desconoce de límites. La exterioridad aún en los interiores es plena, desborda las escenas y nos hace sentir en paraísos en los que no es necesario establecer diferencias entre lo público y lo privado. Figuras tenues, protagonistas anónimas, siluetas que deambulan por los vanos de color. Lo hacen sin prisa; en su mayoría carecen de rostro porque no lo necesitan, son cuerpos que se sostienen entre los colores. Una especie de proto dibujo, trazos y danzas de ritmos lentos y delicados. Joy es serena, pero de una serenidad sabia y ancestral como esas esquemáticas diosas primigenias de las Cícladas, las figuras de violín que apenas traslucían su sexualidad pero que nos hablaban de mitos y de otros tiempos en los que justamente el tiempo no existía, por lo menos no como lo conocemos hoy.
Una de las formas de entrar a su obra, es a través de la literatura de Jorge Ibargüengoitia. Las portadas con la obra de la pintora “decían y no decían”. Son esbozos sugerentes que le dieron una segunda identidad al cuerpo de obra del escritor. En muchos casos, las ilustraciones pasaron inadvertidas; la narrativa de Ibargüengoitia tiene otro ritmo, otra cadencia. Hoy pienso que Laville podría ilustrar la literatura del premioNobel Annie Ernaux, de la poeta Anne Carson o, como se puede ver en la exhibición el cuadro Al Faro, ilustrar la novela de Virginia Woolf. Las tres nos hablan del flujo interior de la consciencia, ese que habita en la intuición, en lo femenino, tan bergsoniano y tan lavilleano.
El accidente de avión de su compañero de vida hizo a la pintora zambullirse de golpe en el misterioso mar de la muerte. Ella lo pinta pleno de vida, transparente, como un campo de color, como una sabiduría plena de sensualidad, como un velo que apenas oculta la verdadera iluminación, esa de la que habla el hinduismo. Pero probablemente esta versión del “más allá” se vio opacada por el dolor de la ausencia y es probable que no haya contribuido a valorar su obra. Como sea, para bien o para mal, llegó un momento en que la editorial hizo retirar las portadas.
Lejana a cualquier provocación o moda en el mundo del arte, Joy se decantó por la compleja y exigente poesía de los silencios. El esbozo es principio de la “no estructura” en el dibujo oriental, esa sutil línea que aparece y que en su aparecer lleva el equilibrio entre lo pleno y el vacío. La obra de Laville se traduce en sus paisajes ilimitados, si se quiere minimalistas y con un apetito de less is more. Sin tener que quitar, encontrar en los espacios el balance de la ausencia que, como lo dijo Proust, es la verdadera presencia. Un atributo que tiene que ver más con la mística que con la forma. Su obra parece decirnos, “calma la luz está ahí, guarda un poco de silencio y deja que este universo te seduzca sin prisa”.
Por eso recurre a tan pocos elementos, es como si habláramos de una pintura de cámara, una especie de adagio de cuerdas o de piano, me hace pensar en las gimnopedies de Satie, o en esas canciones de Debussy que, no por haber escuchado tanto, dejan de ser deleitantes.Joy también huyó de los discursos artísticos, de los compromisos con modas pasajeras. Incluso, me atrevo a decir, se mantuvo lejos de cualquier tipo de feminismo combativo o activista porque ella lo sabía, hay otras formas de ser feminista. En Laville cabe la vida paradisíaca, salvaje, como en la obra Tres mujeres caminando en el bosque, que no siendo beligerante, inscribe un poder trascendente. Nos recuerda que existen distintos feminismos que han traspasado las capas históricas, políticas y sociales. Los hay poéticos como los de Hilma af Klint, o la música de la compositora finlandesa Kaija Saariaho que saben de sensaciones, de sutiles gestos que mueven el universo. Especialmente he pensado en la pintora Ethel Adnan contemporánea de Laville que fuera descubierta a los 87 y que hoy rompe récords de ventas. La obra de ambas reta al tiempo implacable y masculino y hasta se ríe un poco de él.
Muchas veces se habla de la injusticia al no colocar a Joy entre las artistas destacadas del siglo XX y, sin embargo, me gusta su nicho particular, ese en el que las historias sin compromiso subsisten como un murmullo, como un tenue sonido, como el aleteo de una mariposa, como el pestañeo de la propia Joy a la que conocí. Como su paso y su manera de hablar en slow motion en una danza apenas moviendo su falda azul.
La obra de Laville invita al coro de voces infinitas que entonan lullabies para arrullar a los niños, que cantan al amor erótico y que también acompañan en el tránsito de la muerte. Saben de rituales antiguos porque son sabias y bellas y se reconocen en su plenitud. Son espejos en los que nos miramos para encontrarnos en lo que realmente somos, más allá de las apariencias y por eso son retratos. Ahí están, silenciosos, delicados y un poco transgresores.
En el muro de la habitación de mi madre en Cuernavaca, flotan dos ventanas de Joy. En sus últimos días, meditamos acerca de la vida y la muerte frente a ellos y la dicha que sería que esos estados paradisíacos nos aguarden. Gracias Joy por tu obra y también por ofrecerme un remanso para mi madre, y, para todos. @Suscrowley
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