Tomás Calvillo Unna
23/08/2023 - 12:04 am
Los Altos del dolor; la investidura de la tragedia
"Se repite la historia como si el horror no tuviera límites y cada vez fuera más inmisericorde y siniestro".
I
Quien sabe escuchar
comprende la hondura del horror,
cuando el Ser se ausenta
y el corazón herido
no encuentra palabra alguna
para decir,
para señalar,
la inaudita soberbia
el cinismo y la miseria
de pocos y de muchos,
ante la crueldad
y su locura insaciable.
Se repite la historia
como si el horror no tuviera límites
y cada vez
fuera más inmisericorde y siniestro.
Recuerdo la caravana del Consuelo
que recorrió el país
hace unos pocos años.
El consuelo
que los poderosos ignoran,
al que se refirió Javier Sicilia,
y miles que lo acompañaron;
las poetas, los poetas,
la hermandad del dolor
purificando
con la alquimia de la metáfora,
los gritos, el coraje, la ira;
ante la complicidad
enmascarada en estrategia
que otra vez desangra al país;
Retornan los estertores,
el balbuceo cívico,
los estallidos de solidaridad
que no calan
donde los fuegos de artificio
parecen ganar la partida.
Batir, extraer, mezclar
la fórmula de la inoperancia
del hastío
de los Apps
del desconcierto.
El crimen es el crimen
y los criminales son los criminales;
y los poderosos son los poderosos,
y el pueblo es el pueblo,
y los muchos pueblos.
II
Cuando el sol aún no despunta
y la noche perdura,
en ese pliegue de la Luz y la oscuridad;
la conciencia despierta y se reconoce
al advertir el dilema de la aparición:
el vórtice que experimenta
su fragilidad extrema;
la desaparición eminente
que nos exhibe
en la fatuidad de creer,
que podemos caminar
por nosotros mismos,
sin antes respirar hondo
el misterio que encarnamos
y nos expresa.
Quiénes somos,
¿cómo se nombra
este lugar que habitamos?
Si tan siquiera
tuviéramos el gesto
de juntar nuestras manos
y callar
por unos cuantos minutos;
y dejar
que esta inmensidad
que palpita dentro y fuera,
craquele la costra de ignorancia
donde nos ocultamos
y pretendemos permanecer.
El temor inherente
a la certeza de la fugacidad
impide saber lo más elemental.
Estamos aturdidos
de nosotros mismos,
continuamente nos interponemos,
ya no escuchamos.
Aislados en medio de la multitud,
no reconocemos
ni nuestros rostros
ni nuestros corazones,
como enseñaban
los antiguos mexicanos.
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