Jorge Alberto Gudiño Hernández
30/07/2023 - 12:01 am
Jurar y probar no es igual
De hecho, me resulta un tanto anticlimática la idea de que esos poderosos seres, capaces de viajar por el tiempo y el espacio para encontrarse con nosotros, terminen en un laboratorio de investigación ultrasecreto patrocinado por el actual imperio.
Éramos niños jugando en el parque cuando alguien más grande nos dijo que, justo debajo de ese pasto, había un tesoro enterrado. No le creímos, pero nos lo juró. Y a nuestra infancia le bastaba un juramento para detonar la imaginería y, peor aún, las acciones. La anécdota termina, claro está, con varios retazos de pasto arrancado, con unos cuantos agujeros insignificantes, con alguna autoridad impidiendo que continuáramos y con nuestros padres regañándonos. Si había o no tesoro enterrado (yo creo que no, pero en esa época nos alimentábamos, también, de historias de piratas y no importa que no estuviéramos cerca de la costa), es algo que no sabremos.
Esta semana, algunos exmilitares norteamericanos han declarado, bajo juramento, que saben de cierto de la existencia de extraterrestres en nuestro planeta. Ya sea porque ellos mismos han visto alguna parte de las naves, ya porque juran que existen restos no humanos resguardados por alguna agencia.
Esto ha despertado, desde luego, la algarabía de todos los ufólogos y amantes de los seres de otros mundos.
Debo confesar, ahora, que no creo en ellos. Corrijo, no creo que esos seres hayan intentado comunicarse con estos seres que somos nosotros o que hayan venido de visita. De lo demás, no puedo sino rendirme a las posibilidades implícitas. ¿Es probable que otras formas de vida se hayan desarrollado a lo largo de los casi catorce mil millones de años de existencia del universo? Sin duda. Sobre todo, considerando la extensión física del mismo. Sin duda. Es más que probable. Después, los porcentajes van decayendo. Porque la existencia de estas formas de vida no necesariamente es coincidentes en temporalidad con la nuestra (muchos miles de millones de años para escoger); porque las distancias son enormes (incluso para la luz: mil millones de años luz se recorren, a velocidad luz, en mil millones de años, cuando no existíamos nosotros…) y porque falta ver si el enorme esfuerzo que implicaría poner en contacto estas dos formas de existencia vale la pena.
De hecho, me resulta un tanto anticlimática la idea de que esos poderosos seres, capaces de viajar por el tiempo y el espacio para encontrarse con nosotros, terminen en un laboratorio de investigación ultrasecreto patrocinado por el actual imperio. Les bastaría una desviación de doscientos años (nada, en términos galácticos) para haber llegado a otro puerto o corrido con mejor suerte.
En fin, mi escepticismo es parcial. Me encanta la idea de que existan extraterrestres que nos visiten. Eso expandiría tremendamente las historias que contamos. Sin embargo, quizá por algunos desengaños de la infancia (como el tesoro enterrado), quizá por cierta proximidad al pensamiento crítico, quizá por lo que me gusta la ciencia aunque no fui capaz de estudiarla o porque la lógica me obliga a pensarlo así, necesito pruebas.
Pruebas convincentes. No videos de puntos de luz en el cielo o de manchas que aparecen y desaparecen en cintas de dudosa calidad. Tampoco testimonios, por muy jurados que sean.
Dos personas me han dicho esta semana que no, que soy yo quien debo aportar dichas pruebas. Les hice ver que la carga de la prueba corresponde a quien la alega. De lo contrario, yo bien podría asegurar que hay una taza de mi vajilla orbitando Saturno y que, quien no lo crea, debería probarlo. O, menos drástico aún, que en el parque donde jugaba en mi infancia, hay un tesoro enterrado. Y, claro está, la única forma de probarlo es llevando unas excavadoras gigantes. Al menos, a diferencia de la tacita orbital y de los marcianitos y similares, en ese caso particular tal vez podría probarse algo.
Mientras eso no suceda, permítasele a los escépticos dudar. Hace bien.
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