El crimen se ataca con “inteligencia”: o se es muy cómplice o muy bruto cuando se anuncia algo al respecto. Tal parece que en México, en general, no se sabe hacer trabajo de “inteligencia”. El ser social histórico mexicano es cada vez más proclive, por tanta banalización, incultura sobre lo que vale, ignorancia sobre lo mejor de su acervo y por una gran falta de educación ética, a corromperse fácilmente. Por eso se hacen trabajos de inteligencia desde afuera −estigmatizados políticamente por los manipulados principios de “soberanía” e “injerencia nacional”− o coordinados, pero siempre a riesgo de la delación, la traición o la manipulación negativa.
Por Roberto D´vitta*
Ciudad de México, 30 de junio (SinEmbargo).−¡Nooo! ¡Nooooo! ¡Noo! ¡Nooooo!...
—¡Ponlo en Reversa!— Y mientras Rossana repetía sus ¡No!, sólo podía mover la palanca adelante y atrás, adelante y atrás; adelante y atrás sin parar.
En segundos había otro coche con sus molestas luces de led blanco tras nosotros. Llegaba un tercero con más lentitud. Nos había cerrado el camino un primer coche. Aún no se detenía y ya teníamos sobre nosotros a varios de los seis que, a las 10 y 25 de la noche, en curva cerrada, iban con rostros ocultos, empistolados y frenéticos.
Gritos y golpes a los vidrios. ¡Ya nos jodieron! Pensamos y dijimos.
Una orden y un disparo. Tal vez dos.
La ventana se esquirla y me sacan por mi puerta:
— ¡Hey! ¿¡Y mi esposa!?
— Ahora viene contigo. ¡Tráiganla para acá!— Y nos montan juntos en el coche que nos embistió en curva.
Todo fue en segundos. Ahí terminó nuestro carro con la música de Tina Turner, quien se había despedido de todos ese día. Ahí quedaron nuestras ropas, otras cosas preciosas y preciadas, mochilas, compu, pad, discos externos. Ahí se fue todo mi acervo.
Yo llevaba el móvil de Rossana y el mío. Nuestras identificaciones y otros documentos. Más tarde nos lo quitaron todo.
Un “jefe”, a través de otro cel, hablaba.
—¡Que no se vaya el Nissan!— Decía quien, bajándonos la cabeza y pegando nuestros cuerpos contra los asientos, apuntaba a Rossana con su pistola y se refería a otro auto que apareció en medio de nuestro asalto.
Parecían animales hambrientos. Esa otra presa, no sabemos si escapó.
Sentíamos sus nerviosismos. Se gritaban entre ellos. Quien conducía iba a tope, loma arriba, le guiaban. Mientras, con la pistola pegada a Rossana nos preguntaban de dónde venimos, a dónde íbamos, qué hacemos, cuánto dinero tenemos, si llevamos armas. ¿Hijos?
Respondíamos. Con tonos suaves, calmos. No es hasta situaciones tales que uno repara en cómo seguir. Sin acordarlo, Rossana y yo continuamos ese diálogo desde lo más sereno posible.
Tal vez ayudó. Porque ahora podemos decirlo, vivos, aquí.
Ignoramos qué hubiera pasado de reaccionar estúpidamente, o aterrorizados, gritando, implorando o en llanto. Porque quizás los lamentos, los gritos y el desconsuelo empoderan sus bestialidades y complican trágicamente la escena.
No. Ni ellos ni la situación merecieron una lágrima nuestra. No se llora ante seres como estos.
Por dentro, temblor. Lo sentía en la mano de Rossana, que no dejé de apretar con la mía. Mientras, cambiaban la respiración y los alientos de ambos. Puede que sea el respiro del miedo y de una sangre enervada. Pero a la vez mostramos quietud y a todo respondíamos de igual forma.
A veces parecía que estos seis desgraciados —cuatro siguieron con nosotros— estaban más asustados e intranquilos. Alguien debía suavizar el clima. Y fuimos nosotros. Luego recordé: para salir de toda situación, ciertas mentes deben expresar superioridad y generar a partir de ese nivel sobre otras. En este caso las de estos mortales.
Vi de reojo un PEMEX, una curva abrupta y directo a un atajo. Esa zona está llena de “libramientos”: tramos “ciegos” donde asaltan, roban y escapan frente a la cara de policías, gasolineros y vendedores.
Todos saben. Nadie hace. Sus “halcones” te marcan desde antes y los agresores salen de donde se ocultan. En eso son muy buenos, en saberse esconder como sus afines, ratas, gusanos, cucarachas.
La patrulla, casi enfrente, suele estar apagada, dormida o desocupada. Al lado, un camión de basura. Inútiles y similares, uno junto al otro.
Así bajan, veloces, con sus luces incómodas. Te pasan a toda velocidad y siguen. Peinan el área y se regresan seguros, como dueños de la noche. La carretera parece suya y nos emboscan. Tras el disparo que llevó a abrir su puerta, Rossana se sintió entrando por un túnel o un hueco negro por donde se dejó llevar. La catearon como una acción incorporada, casi policial, que aún nos inquieta. Y eso, más tarde, nos hizo pensar qué serían.
Vestían medio olivos, como pretendiendo ir uniformados, sus manos enguantadas de blanco. Yo no los vi. Al parecer decidieron comunicarse sólo con Rossana pues yo, por una condición acá desde hace años, de poco servía como “prenda” de negociación y cambio. Eso le permitió a ella definir algo más. Pero mucho, como la situación, estaba oscuro.
Esa tarde y noche la lluvia arreció. Esto bajó el tránsito y fue la coyuntura de asalto. Por eso el pedazo de tierra a donde nos llevaron era entre agreste y lodoso. En frente, una hermosa montaña. La base, un terreno por sembrar. A mi izquierda —el cristal de mi ventana trasera en el coche donde nos llevaban estaba roto, por lo que inferí que también era robado— veía la cabina de un camión destrozado. Algunos como ellos lo “deshuesaron” allí.
Después Rossana me comentó que detrás nuestro, a donde la llevaban para hablar con quienes pagaron rescate por nosotros, había dos casas abandonadas, de adobe, con techos destruidos y unos pocos horcones de madera.
Mirábamos estrellas. En esa espera de algo que realmente no sabes qué será, si será o dejará de ser para uno, para ambos. Ahí estaba la Osa Menor. Y esa montaña. El gesto gatuno de la luna nos iluminaba a la espalda. Y esa sonrisa, como siempre, se me antojó nuestra escolta. Aún más esa noche.
—¿Verdad que nos vamos a morir juntos de viejitos?— Me dijo al menos dos veces Rossana. Y lo que parecía una pregunta se convertía en un edicto para ambos.
No rezo. No soy bueno para ello. Rossana sí y lo repite como un Mantra en su interior. En cierto punto, tras decirle que su mamá estaba allí, con ella, con nosotros, su mamá que ya me había salvado la vida a mis quince años, pasé de pensar en que ahí mismo podían ponerme un balazo desde atrás en la cabeza y dejar de ser aquí, a que en unas horas salíamos de esas. Mientras, abrazaba a Rossana acostado en la parte trasera de un extraño Nissan.
Al llegar a ese paraje ella notó una sensación en un brazo, de caliente a frío, mojado. El vidrio que saltó —según el imbécil que más hablaba— luego resultó ser un calibre 22 confirmado en el hospital. La ventana desvió el plomazo de su cabeza a su brazo, lo que tristemente no sucedió con otra mujer, dos días después, en la autopista. Es imposible suponer qué pasaba por esas pobres mentes respecto a la herida. Como imposible saber cuántos seres tendrán en su lista.
Lo real es que, a esas horas, y no pocos, dominan carreteras, gasolineras, taxis y laberintos. Que como las ratas, si ves a seis, pueden ser el doble, si no más. Que el canto de un gallo a las tres de la mañana los altera. Porque está más cerca el amanecer y, antes, ya deben haber ejecutado sus crímenes.
La explicación es nebulosa, confusa. Pero llama la atención cómo operan, se mueven, coordinan, responden a comandos. Uno duda después, cuando en el día ve el teatro de “vigilancia” con horarios sin sentido y retenes inútiles, en lugares errados, absurdamente equivocados, y declaraciones oficiales que todo lo ocultan.
Es sabido que el más cercano a cómo piensa un criminal o un asesino es su presunto captor. El punto aquí es: ¿por qué no hay captor, pero sí muchos que delinquen?
Grave es la sociedad donde su media piensa que el referente es dañar al semejante y pertenecer a la madeja criminal en derredor.
Pero tras los días, de limbo continuo, de chorros de ideas sin parar, aun en silencio, de maquinar milicias, autodefensas, trampas, venganzas, apartas esas malas cargas. Vuelven cada cierto tiempo, regresan porque uno se sabe impotente pero deseoso de encontrar una solución por sí mismo, frente a la ineficacia de otros.
Tras estos días de montañas rusas emocionales, uno confirma esa realidad que muchos ignoran sobre esas bestias inferiores: hacen y tienen sobre sí un contrato de muerte. En su estupidez, por su “luz corta”, no saben que hay más mundo, que sus vidas están marcadas por meses, tal vez unos cortos años, y después sus iguales —esos que se dicen sus compadres— se los quitarán de en medio.
“Sabes mucho”, es como si les dijeran. Y aparecen, si aparecen, en pedazos también, tirados en un basurero entre gusanos como ellos. Pero comidos por lo peor, desde antes. Porque perdieron de vista, olvidaron, cuándo fueron buenos. Y cuándo dejaron de serlo. Si lo fueron. Y eso se paga, si no aquí, en otro nivel. Porque lo que no saben es que celular y molecularmente la mala energía que invade a estos adefesios les marca un camino infestado. Un rumbo desconocido para muchos.
El ser que en potencia puede extender su humanidad para bien individual, social, armónico, y no lo desarrolla, prepara para sí un decursar que lo mantiene en el nivel de los seres más bajos física, química, material y espiritualmente. Y eso, por mucho que lo ignore, no lo exime de una pudrición ulterior. Porque nada es tan verdadero como que vivimos para morir, pero unos vivimos de una forma muy diferente: dejando una huella de algo, ínfimo o grande, para los que vienen detrás. Y es una manera distinta a la de otros: ya muertos en vida o, en lo desconocido tras la muerte, ya marcados por otra forma de putrefacción en todos los ámbitos que influyen a lo personal e individual. Y esto no es religioso, no es místico, no es sólo científico. Es todo a la vez. Porque es hacer en vida por algo más.
Provengo de una realidad y una circunstancia de la que he sido crítico. Por ello, al igual que Rossana, sabemos sobre líderes políticos —reales o impostados— y nos asquea percibir tanta mediocridad y podredumbre no sólo en la sociedad, sino en quienes se suponen sus representantes.
En lo personal, he andado y vivido parte de dos continentes. Con todo, el México actual parece ser el peor ejemplo del hemisferio, con una sociedad altamente morbosa —por gustar saber de la vida ajena y disfrutar lo malo que a otros les sucede—; o tristemente banal, y con esa banalización, una pérdida de la incapacidad social para discernir lo bueno de lo malo, lo humano de lo inhumano.
Es lo que prima dondequiera, es lo que se consume como modelo a seguir, lo que genera una gran falta de empatía y “deber ser” desde el bien, que es la esencia de la ética. Este extravío y decadencia de acá, de un “presente continuo” que lleva muchos años ya, es lo que provoca más reacciones sociales por la vida de un animal que por la de seres humanos que diariamente también son víctimas de alguien, o son despojados de su libertad por otros seres merecedores de la ley del talión con la milenaria idea del “ojo por ojo, diente por diente”. Porque sobre todos pende la indeseada cotidianeidad del peor de los casos: al desaparecido nadie le vuelve a ver y acaso, con suerte, un día es encontrado, sin vida.
La sociedad calla, los políticos en silencio ejercen su complicidad con el crimen, las instituciones de poder sobre el crimen aparentan acciones que de nada sirven. Fiscales, jueces, jefes policiales o similares, gobernantes, diputados, alcaldes; todos, se culpan unos a otros ante una incapacidad que disfraza el crimen protegido, juegan a hacer y no hacen.
Si anuncian: avisan al delincuente del próximo paso, muestran su predecibilidad para cumplir con los Media, para beneplácito de una sociedad estupidizada y una red de sátrapas dañinos, que se burlan de lo mejor del ser humano. Y eso harta a no pocos.
El crimen se ataca con “inteligencia”: o se es muy cómplice o muy bruto cuando se anuncia algo al respecto. Tal parece que en México, en general, no se sabe hacer trabajo de “inteligencia”. El ser social histórico mexicano es cada vez más proclive, por tanta banalización, incultura sobre lo que vale, ignorancia sobre lo mejor de su acervo y por una gran falta de educación ética, a corromperse fácilmente. Por eso se hacen trabajos de inteligencia desde afuera —estigmatizados políticamente por los manipulados principios de “soberanía” e “injerencia nacional”— o coordinados, pero siempre a riesgo de la delación, la traición o la manipulación negativa.
Y en medio de esto, el supuesto respeto a los derechos, por lo que un criminal no debe ser expuesto en los medios y, pobre delincuente, ha de ser tratado con derechos como ser humano.
Un ser que actúa contra otros inhumanamente no merece derechos. México requiere, o estado de excepción, o modificación urgente de las leyes y la aprobación de la pena de muerte con ejecución física de sus numerosos asesinos. Porque este país se encuentra hace años en una grave y especial situación que así lo demanda.
Un asesino comprobado, del nivel que sea hasta llegar al del crimen organizado, no merita trato humano alguno: merece dejar de ser para bien de la humanidad. Ya se vería si esto no disminuiría, bio-ética mediante, el alto grado de inseguridad que predomina en uno de los más grandes territorios de América Latina.
Porque una aldea, un pueblo, una región, un país donde unos seres violentan el derecho más básico o elemental, que es la vida de otro ser —y en este caso humano— expresa lo peor de la naturaleza de una “cultura” que se expresa en contra de la vida. Y merece el trato desde lo radical. Porque terminar con quienes secuestran y matan es liberar a este mundo de seres que no merecen la vida; menos esos derechos vapuleados que terminan protegiendo al crimen sobre la sociedad adormecida, idiotizada y amedrentada.
Más allá de todo, esta situación que se vive en toda la federación, previa a la crisis global que se vive en el orbe, está provocando que nadie desee saber de este pedazo inmenso de tierra telúrica, diversa y rica, pero desigual e infestada de muerte. Porque lo que está expresando México, con sus tantos seres odiando la vida, sus falsos líderes protectores de lo nefasto y esa gran mayoría social asustada y sin saber qué o cómo hacer, es un ejemplo máximo de la estupidez y de cuanta gente vive hoy más cercana a lo animal que a lo humano. Mucho mundo ya no confía en lo que sale de esta tierra. Porque es notable el espíritu traicionero, cobarde y retorcido de muchos.
Esa noche la melodía de Tina Turner fue un adiós insospechado. Y entre toda esa despedida por fuerza de la situación, en segundos ejercimos un raro “dejar atrás”. Así se fue un regalo que, como inconscientemente, habitaba en Rossana y en mi. Pero pobres en su ignorancia esos miserables, porque tal ofrenda, vulnerada en sí y violentados sus portadores, genera su efecto: quien transgrede, contraviene o daña a un Mbele y a un Udja, a sus dominios y quienes lo llevan, se zanja un camino cruzado.
Esa madrugada, alrededor de todo, esa fuerza giró su energía contra nuestros captores. Su incultura es la peor de las sentencias porque, aun con ese referido “contrato de muerte” que se han ganado, atacaron a algo ancestral y energético que no debían haber alterado.
Hoy ese Mbele, esos guardianes con remotos cuchillos sagrados que han cruzado mares para calar hasta aquí, y ese ojo visor de lo que otros no perciben, se están llevando, uno a uno, poco a poco, entre ellos mismos, al lugar de donde, como sus cómplices policiales, políticos y de todo tipo, nunca debieron haber salido.
Porque en la creación de todo, yace la realidad de que “muerto, llama a muerto”.
*Por cuestiones de seguridad el autor del texto firma con un pseudónimo