Susan Crowley
27/05/2023 - 12:04 am
La Décima imposible
Parece que todos los que rodearon la vida de Mahler hasta el final, incluso su amada Alma, no estuvieron a la altura del gran artista. Sucumbieron a la presión y al morbo de escuchar lo que Mahler hubiera hecho con la Décima.
Es sabido por los mahlerianos obsesivos que él mismo era un obseso, maniático y ciertamente compulsivo. En sus múltiples biografías se da cuenta de sus no pocas filias y fobias, su exagerada laboriosidad y la permanente paranoia y frustración contra otros directores, con los empresarios y los funcionarios de las casas de música con las que trabajó. Sus fracasos como compositor, la desesperación ante una obra que no era entendida por casi nadie, salvo por unos cuantos amigos y en realidad fanáticos suyos. El compositor no ocultó nunca sus neurosis, hasta podría decirse que las exhibía orgulloso. Para su legendaria biografía hay que agregar su breve encuentro con Freud, en el que el famoso psicoanalista le recomendó ser más relajado y tomar la vida con calma. Sí, claro.
Todo este asunto psicológico no sería relevante si no fuera porque sus patologías fueron la materia fundante de su cuerpo de obra. Las alegrías y tristezas que lo acompañaron siempre son la carne de su música. Poderosa, llena de vitalidad, de un pesimismo creador, apasionado, descomunal pero perfecto. En la obra de Mahler no sobra ni falta nada. Es un trabajo de ascenso, una escalada a sitios nunca imaginados por un artista en ninguna de las disciplinas. Se dice fácil, pero en todo el arte no es usual encontrar una voz que logre de manera sensible plasmar el poder, la belleza, la melancolía, el amor, la tristeza, la vida y la muerte de una forma tan absolutamente humana como lo hizo Mahler.
Con la misma exactitud con la que completó su obra presagió su muerte. Una y otra vez tomaba su pulso, contaba sus palpitaciones hasta que el final vino a encontrarlo cuando apenas tenía cincuenta años. Víctima de un padecimiento cardiaco al que había que sumar sus eternas y agónicas crisis, la muerte de su adorada hijita María, “Putzy”; el desamor de Alma a quien obligó a quedarse con él, sabiendo que vivía un apasionado romance con el joven arquitecto fundador de la Bauhaus, Walter Gropius; su dimisión como director de la Ópera de Viena. Estos golpes del destino, marcados en su Sexta Sinfonía con tres martillazos, fueron determinantes para configurar el legado que dejó.
El vehículo de Mahler fue la música. Quizá la más compleja y elaborada manifestación del arte, la que no se ve, pero invade por completo cada poro de la piel, la que inunda el espacio y crea un tiempo en otra dimensión. La que exige una entrega total como lo hace Mahler a cada uno de los que entran en su universo cuyo contenido son las ideas, imágenes y filosofía pura. Y es que la autenticidad y crudeza de la obra del compositor está hilada en pulsiones que se manifiestan en sonidos. Un discurso que destruye cualquier engolamiento o floritura. En Mahler no hay ni más ni menos que lo que debe haber; un testimonio de sus abismos, de la belleza con la que aborda el espacio y el tiempo, con la que amó más allá de la comprensión de sus amantes.
La de Mahler es una de las fortalezas musicales más ambiciosas y complejas que existen y que curiosamente se reduce a un total de nueve sinfonías acabadas, el Adagio de una décima y siete ciclos de canciones con una poesía y musicalidad que no tienen igual. Verdaderos tótems cuyo valor crece con el tiempo y, contrario a la incomprensión de que fueron víctimas, cada vez ganan más adeptos. En una obra que no necesariamente podemos considerar la más extensa dentro del panorama musical de la época, habitan los estados definitorios del ser humano relatados por un hombre que conoce al hombre, que supo hablar desde su humanidad elevándola a la heroicidad.
Himnos de voluntad única, cada una de sus sinfonías nos remiten a un cierto momento: la soledad del bosque, el bullicio en la plaza, los niños en el parque, una orquesta de músicos populares, las danzas folclóricas, una marcha militar, un funeral. Un estado de ánimo, la corta sensación de felicidad cuya oleada es casi efímera, la tristeza que embarga el alma. Una lucha emprendida entre la nada y la totalidad. La nada persigue cada nota escrita por Mahler. Con su puntilloso sistema, -cada párrafo musical detalla la emoción con la que ha de ser ejecutado-, logra rescatar los sonidos convertidos en ideas que huyen de la extinción y quedan como ecos de una mente que no estuvo quieta ni un segundo.
La obra de Mahler es flujo escurridizo transfigurado en forma sublime. Barrunta en el caos, lo separa, lo desmenuza, horada en él con la misma fascinación con la que camina por el bosque escuchando los sonidos de la naturaleza. Una naturaleza que no necesariamente es amable; nace y crece exuberante. Se destruye. Así es su corazón, cada latido es un aviso del final. Todos los días son el último para Mahler que no tuvo tiempo que perder. Amó a Alma más allá de todo, sin sentimentalismos mediocres, sin cartas de amor como no fueran el Adagietto de la Quinta Sinfonía. ¿Se necesita algo más para saber la pasión desbordada, la fascinación que esta mujer representaba en su vida? El amor para Mahler fue un aviso de fatalidad. Una condena.
La Décima Sinfonía se ha transformado en una leyenda que recoge todo el espíritu del compositor. Durante el Festival de Leipzig se escucharán dos versiones de esta sinfonía. La de Deryck Cooke, musicólogo inglés, que hiciera los arreglos autorizados a partir de una primera versión de Ernst Krenek compositor y esposo de Anna, la hija sobreviviente de Mahler y que contiene correcciones de Alban Berg. Esta versión acepta los cinco movimientos, el primero, Adagio y el tercero, Purgatorio fueron concebidos y orquestados en su totalidad por Mahler; los otros tres movimientos solo fueron bosquejados. El Adagio es una poderosa sinfonía en sí misma. Desde mi punto de vista contiene todos los absolutos posibles de Mahler, su grandiosidad y la consciencia de mortalidad que lo acosaba a cada instante. Con más de veinte minutos de duración establece una línea ascendente con el final nihilista de su Novena Sinfonía. Remonta con una fuerza vital inusitada, categórica. Es evidente que el destino está ahí y ese trazo en el infinito no hay manera de cambiarlo.
Parece que todos los que rodearon la vida de Mahler hasta el final, incluso su amada Alma, no estuvieron a la altura del gran artista. Sucumbieron a la presión y al morbo de escuchar lo que Mahler hubiera hecho con la Décima. No hay manera de llegar a adueñarse de una mente que nunca se conformó con lo pensado si no que, toda idea, era un punto de partida para explorar nuevos horizontes. Más como un remedo de lo que Mahler hubiera hecho, los movimientos restantes decepcionan por su exagerado mahlerianismo. Ideas sueltas van y vienen y no logran concretar los sentimientos arrolladores a los que después de nueve sinfonías y ciclos fantásticos de canciones nos acostumbró. Pecan del abuso que jamás se permitió el compositor, son efectistas y hasta chabacanos.
Las muchas correcciones que ha sufrido esta sinfonía, incluso una prohibición de Alma de la cual después se arrepintió y terminó por autorizar su libre ejecución, dan cuenta de la complejidad del asunto y de la imposibilidad de concretar algo que no estaba en el orden de los demás si no solo pertenecía a su creador. A mi juicio, lo que él hubiera querido y lo hizo explícito a su fiel colaborador Bruno Walter, es que su obra inacabada debía ser destruida. La inteligencia del Festival Mahler de Leipzig es otorgar a ambas versiones su espacio propio. Yo me quedo con el Adagio. Cada uno escoja. @Suscrowley
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