Jorge Alberto Gudiño Hernández
13/05/2023 - 12:05 am
Antonia Kerrigan
La tristeza no es sólo por la agente que algo vio en lo que yo escribía y decidió sumarme a sus filas y catálogos. La tristeza es también por alguien que se seguía guiando por los parámetros de la lealtad, de la palabra empeñada, de la amabilidad…
Supongo que uno debe ser un escritor de bestsellers para que los agentes literarios llamen a la puerta. No lo soy, así que nunca han llamado. He conocido a varios en diferentes circunstancias y siempre me dio la impresión de que tienen algo de inalcanzables. A veces es más sencillo acercarse a platicar con un premio Nobel que con un agente. Tal vez porque formen parte de ese grupo que debe conciliar la parte literaria con la de los negocios. Durante mucho tiempo, me pareció que hablar con ellos era como acercarse a la parte más oscura de la industria editorial. Ahora sé que me equivocaba.
Envié varios correos a diferentes agentes literarios que sabía que vendrían a la FIL de Guadalajara. La idea era pedirles que me representaran. Básicamente, porque soy incapaz de vender nada. Menos de negociar un contrato, un anticipo o un porcentaje de regalías. Y eso con la gente que conozco en mi país. Para hacer lo mismo en el extranjero y en otros idiomas, se requieren aún más habilidades de las que carezco.
Me contestó media docena. Todos me dijeron lo mismo tras una conversación inicial (recuerdo una que no duró ni dos minutos): que leerían mis novelas y se pondrían en contacto conmigo. Sólo una persona me contestó en el plazo prometido: Antonia Kerrigan.
Mi entusiasmo no fue menor. En ese entonces Antonia ya era una especie de leyenda dentro del mundo de los agentes literarios en español. Si acaso, un par de nombres más competían con su agencia. Hasta me olvidé de todas esas respuestas que nunca llegaron.
Comenzó a representarme antes de que firmáramos un contrato. Eso me hizo saber algo que siempre ha sido fundamental para mí: que confiábamos uno en el otro y que la lealtad es un valor que trasciende los vaivenes del mercado.
Nos vimos en las FIL posteriores hasta antes de que ella decidiera no viajar. Después conocí a Claudia Calva, su nuera, quien comenzó a hacerse cargo de mis asuntos. Una cosa llevó a la otra y pronto conocí a una parte de su familia.
La pandemia redujo las comunicaciones a correos. Fue cuando me enteré de su enfermedad. Tenía periodos buenos y periodos malos. Quizá fuera en los primeros en los que respondía algunos correos, mostrando entusiasmo ante alguna buena noticia.
La agencia nos avisó a los autores de su retiro, después de su fallecimiento.
La tristeza no es sólo por la agente que algo vio en lo que yo escribía y decidió sumarme a sus filas y catálogos. La tristeza es también por alguien que se seguía guiando por los parámetros de la lealtad, de la palabra empeñada, de la amabilidad… La tristeza es por esas conversaciones, por el café tomado con prisa, por la copa de vino que el mesero extravió en el camino, por las comidas con su familia, por su nieta en mis brazos… Alguna vez alguien me dijo que Antonia era demasiado fría. No lo fue para mí. Tanto, que la tristeza es verdadera, producto de un cariño sincero.
Ignoro, Antonia, si creías en paraísos o vidas eternas. Si así fuera, ojalá ya estés rodeada de todos esos libros que te faltan por leer.
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