Susan Crowley
18/03/2023 - 12:04 am
Houellebecq me aniquiló
"H es el amo de esa estética, especie de estado metafísico que constituyó la atmosfera de finales del XIX y principios del XX".
Poco queda por agregar cuando se llega a la última página de Aniquilación de Michel Houellebecq. Qué apellido tan extraño, “Uelbéc”, tal y como lo es el afamado escritor francés. No es precisamente un adonis, su cara de poco amigos anticipa la repulsión-fascinación que provocan sus textos. Yo lo pondría como lo mejor de las letras francesas hoy. En esta ocasión, no solo el título nos prepara para una tormentosa lectura, incluso, H, como le diré para no pronunciar este apellido imposible, arrasa con todo lo concebido antes en su literatura, que es lo mismo que decir en toda la literatura contemporánea. Y es que H, no deja ni una coma, ni un punto al margen de sus intenciones; aniquilarnos y aniquilarse delante de nosotros. Es ficción, lo sabemos. Sin embargo, el estilo de este controvertido narrador se aleja de cualquier pretensión de fabular, para arrastrarnos a sentir las pulsiones de un cuerpo enfermo que se dirige hacia su destino final.
Hay que decir, sin temor a contar el desenlace, que tres cuartas partes del libro son en apariencia, una tediosa ida y venida de acontecimientos sin sentido. Paul, el personaje principal, típico burgués parisino, de esos sabiondos a los que nada los asombra; que pasan de todo, que modelan el mundo desde su superioridad, el común denominador del ciudadano francés, en el que no descubrimos ni el más mínimo gesto de empatía. Como todo parisino, crítico de un sistema que no lo satisface y al que acusa de ser el responsable de todas las calamidades. Podríamos corroborar en Aniquilación la teoría de que no existe un francés que se exprese bien de su gobierno. El gesto clásico, con los ojos hacia arriba, una especie de resoplido que muestra el hartazgo resignado. Pagar impuestos, conseguir ser propietario de un inmueble con hipoteca eterna. Tal vez tener una casa familiar en el campo, haber estudiado en el liceo y tener los créditos de una universidad pública. En fin, poseer una vasta cultura francesa que lo único que produce es desencanto.
H es el amo de esa estética, especie de estado metafísico que constituyó la atmosfera de finales del XIX y principios del XX. El conocido como splin francés, ese tufo de melancolía proustiana afectada por el existencialismo sartreano, poseído por el capitalismo ambicioso. En Paul habita como la dulce y amarga identidad francesa. Sus pensamientos y acciones son anticlimáticos. Es incapaz de reconocerse ni siquiera deprimido, tampoco tiene una razón para quejarse demasiado. Como su padre, pasará los días de su vida en un trabajo que le exige un mínimo de talento, cumplirá correctamente y esperará, como su padre, un fondo de retiro y la anhelada pensión para acabar sus días.
Su vida transcurre dentro de la política, muy cerca del primer ministro, a pesar de estar en el centro de la alta esfera en la que se cocina un nuevo gobierno, cosa que podría ser apasionante, el personaje, no muestra ningún entusiasmo. Su vida íntima es aburrida y monótona. Su mujer, de nombre Prudence, recuerda un trasnochado sueño sesentero francés, en honor a los Beatles que habrán vivido sus padres. Se casó con ella hace una decena de años, sin amarla y con la resignación de compartir la hipoteca. Paul jamás ha vivido una historia de amor, es demasiado lúcido como para mostrarse sentimental. Su álbum familiar se completa con un padre desahuciado, una hermana mojigata y un joven hermano depresivo. Una familia como puede ser la nuestra, pensaría uno, si fuéramos capaces de dejar a un lado la negación. Ninguno es un personaje atractivo. Viven en la atiborrada clase media francesa que no carece de lo necesario, pero que tampoco se emociona, ni aspira a nada.
Desde luego las descripciones sobre los personajes y la cotidianeidad mediocre de sus vidas, nunca llegan a cansar porque la forma de contar de H es única. La parsimonia en él se transforma en la épica del desasosiego. A estas alturas, ya hemos recorrido más de la mitad del libro y viene la pregunta, ¿qué estoy haciendo con este hombre? Me lleva y me trae y no me queda claro qué es lo que quiere contarme, a dónde va esta monótona trama. No obstante, es tal la autoridad narrativa en todos los detalles que terminamos por subordinarnos.
H nos convierte en rehenes de sus designios; con una sagacidad increíble nos impide abandonarlo. En cada capítulo un nuevo hilo conductor se desata y, sin embargo, las pequeñas situaciones que involucran a su hermana Cecile, que cocina y reza sin ninguna ilusión, o Aureliane, el hermano restaurador de antigüedades nos deja sin sorpresa alguna. Da la impresión de que Aniquilación jamás nos dará algo más que otra muestra del tedio vital en el que habitan los personajes.
Una cita con el dentista desata la más espeluznante de todas las realidades. Y en eso estriba la genialidad de H. Es un genio en el oficio de la vuelta de tuerca. Advierto a partir de aquí, no me culpen de adelantar el final. H nos causará uno de los más dolorosos desenlaces que yo haya leído. Desencantado, sin sobresaltos. Lento, irremediable. Una especie de Tolstoi, con su muerte de Iván Ilich, del siglo XXI, capaz de llegar a lo más profundo de la condición humana a través de seres comunes. ¿Pero acaso la muerte de un ser común no es el más extraordinario de todos los acontecimientos? Como Ilich, Paul sabe que nadie morirá por él. Es él y su consumación; lo bueno, lo malo, lo mezquino, lo grandioso, lo desechable, lo trascendente, todo está ahí en el momento de enfrentarse a la verdad última.
H es el diablo encarnado en escritor, no tiene clemencia con el que lo lee; sin piedad es el escritor de la lucidez macabra sin concesión. Hay que ser valiente para leerlo y dejarse arrastrar hasta las últimas consecuencias. Pero lo que es increíble en su literatura es que, en medio de la desgracia, de la oscuridad y de la inminente aniquilación, sin dejar un solo atisbo de ilusión, está la luz. Sin romanticismo ni sentimentalismos gratuitos. No existe un ser humano por simple que sea, al que se le impida convertir su existencia en un insólito acto de redención y dignidad. Y eso es lo que logra H, adentrarnos al misterio de la muerte a un nivel si bien nihilista: la única e indiscutible afirmación de la vida. Iluminación que solo se puede dar en quien no espera más que la nada:
“Prudence había descansado la cabeza contra la de Paul y parecía soñar, o al menos no pensar en nada; la noche se avecinaba, empezaba a hacer un poco de frío. Ella se acurrucó contra él y le preguntó, o le dijo, no era seguro que fuese una pregunta:
-En realidad no estábamos hechos para vivir, ¿no crees?
Era un pensamiento triste y Paul la notó al borde de las lágrimas. Quizá, en definitiva, el mundo estaba en lo cierto, se dijo Paul, quizá para ellos no había ningún lugar en una realidad que únicamente había atravesado con una incomprensión asustada. Pero habían tenido suerte, mucha suerte. Para la mayoría de la gente la travesía, de principio a fin, era solitaria.
-No creo que estuviera a nuestro alcance cambiar las cosas -dijo él, al fin. Hubo un golpe de viento glacial y apretó a Prudence más fuerte contra él.
-No, querido mío. -Le miró a los ojos, sonriente a medias, pero en la cara le brillaban unas lágrimas-. Habríamos necesitado mentiras maravillosas.”
La verdad única, absoluta, irrefutable, imposible de contradecir, es la muerte, esa delgada línea que nos atraviesa y con la que tarde o temprano todos tenemos una cita.
Twitter @Suscrowley
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