Cada vez se suman más hombres a la búsqueda de sus hijas e hijos desaparecidos. Son vidas marcadas por la pérdida, la culpa y el deseo de justicia. Como las madres, portan la imagen de sus seres queridos y los impulsa un mismo objetivo: encontrarlos
Por Aranzazú Ayala, Heriberto Paredes y Marcos Nucamendi
Ciudad de México, 6 de marzo (A Dónde van los desaparecidos).- Mientras desciende por un camino de terracería, entre pequeños cerros verdes, es imposible no ver en la playera blanca de Gerardo Calleja Martínez las letras negras con el nombre de Luis Alberto, su hijo secuestrado y desaparecido en Poza Rica, Veracruz, hace más de 12 años. Es un recordatorio de que la lucha continúa, que debe seguir buscando.
Calleja es uno de los padres que acudieron a la VII Brigada Nacional de Búsqueda de personas desaparecidas que se llevó a cabo en Morelos en noviembre del año pasado. Llama la atención porque al frente de las movilizaciones y acciones de búsqueda que se desarrollan en el país para encontrar a sus hijos e hijas suelen estar las madres; aún son pocos los hombres que participan.
“Sí, tengo amigos que padecen del mismo dolor. Nos organizamos, pero son contaditos”, dice Calleja.
Desde hace algunos años, son cada vez más los padres que deciden asumir un rol distinto dentro del núcleo familiar, integrándose a algún colectivo u organización, y resignificando, desde el amor, su paternidad. Estas son sus historias.
«O BUSCAS O TRABAJAS»
Cuando la crisis de desaparición irrumpió en México, con más de 17 mil personas desaparecidas durante el sexenio del presidente Felipe Calderón, las familias se vieron obligadas a movilizarse; la respuesta institucional era insuficiente.
La mayoría de quienes salieron en busca de sus seres queridos eran mujeres —madres, hermanas, hijas—, ya que el padre, al tener el rol de proveedor dentro del núcleo familiar, se quedaba a trabajar y generar ingresos. En las marchas del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD), en las brigadas nacionales de búsqueda, en las movilizaciones del 10 de mayo en el Ángel de la Independencia, la mayoría de las asistentes eran mujeres, eran madres buscadoras.
Cándido de la Cruz Hernández, padre de Gustavo Alberto de la Cruz Ortiz, desaparecido el 21 de marzo de 2007 en Pachuca, cuenta que ha sido principalmente su esposa, Goyita, la que se ha dedicado a buscar a su hijo. “O buscas o trabajas, no hay posibilidad [de hacer ambas cosas]”. Los pequeños ahorros que tenían, explica, se han ido en traslados y en otros gastos que genera la búsqueda de una persona desaparecida.
“Ojalá hicieran conciencia los hombres y salieran a buscar también, pero hay ciertas ocasiones en que hace falta trabajar porque el dinero no alcanza, o sea, para los gastos, transportes, comida”, afirma De la Cruz.
Demetrio Melo Miranda, padre de Gabriel Melo Ulloa, desaparecido el 22 de diciembre de 2010 en Papantla junto con tres personas, matiza: “Depende también de las posibilidades que tengas, pero como uno es el sustento de la familia, le dices [a tu esposa]: vete tú a buscar”.
Para Jesús Guadalupe García, padre de Reyna Karina San Román Aguilar, desaparecida el 8 de diciembre de 2012 en Tlalnepantla, esa no es una decisión sencilla: “Es feo porque quiero correr y agarrar [por] la libre a la vez, y no se puede”, dice, en referencia a la imposibilidad de acompañar a su esposa a todas las búsquedas. “Yo tengo que trabajar para sus transportes, que ella camine, y luego estoy desesperado porque anda en el Gran Canal, en el lado de Ecatepec, y yo vivo del otro lado del estado”.
Una de las situaciones más complejas para los familiares de una persona desaparecida, como ilustran este y otros casos incluidos en el reportaje, es cuidar de la economía familiar, comenzando por sus fuentes de ingreso. “Estoy exponiendo mi trabajo, que es lo principal, pero al final dije: si me corren no pasa nada, tengo manos, tengo pies, y tengo que seguir luchando”, precisa García.
Calleja, padre de Luis Alberto, recuerda que tuvo que renunciar a su empleo: “[Su desaparición] nos ocasionó un cambio de vida; a mí, sobre todo, porque yo era el sostén de la familia. Era empleado bancario y tuve necesidad de renunciar a mi trabajo porque, o atendía mis funciones laborales, o me dedicaba a buscar a mi hijo”.
A la tristeza y el shock que genera la desaparición, se agrega que, a menudo, en un principio las familias solo pueden confiar en sí mismas.
“Pasamos más de un mes nomás tomando agua, sin dormir, en la casa, recibiendo amenazas, porque los secuestradores hicieron contacto con nosotros, pidieron rescate y lo pagamos”, recuerda Calleja. “Anduvimos buscando, investigando primero, [pero] como no sabíamos de las búsquedas ni de los colectivos, lo hicimos con nuestros propios medios”.
AYOTZINAPA, EL PARTEAGUAS
No hay una razón puntual que explique el porqué cada vez más padres participan públicamente en las movilizaciones y acciones de búsqueda, pero algunos momentos permiten entender cómo ha ido cambiando esta dinámica. Alejandra González Marín, psicóloga y especialista en salud mental con dos décadas de experiencia en la atención y acompañamiento psicosocial a víctimas de violencia de género y de violaciones a derechos humanos, señala como un punto de inflexión el caso Ayotzinapa.
Lo fue para muchos padres, refiere, pues el movimiento social que surgió tras la desaparición forzada de los 43 estudiantes normalistas propició que tanto familiares varones como hombres provenientes de organizaciones sindicales y otros movimientos sociales , como el Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra de San Salvador Atenco, el Sindicato de Telefonistas de la República Mexicana y la propia Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” —en la que estudiaban los jóvenes desaparecidos—, participaran en las movilizaciones y acciones de búsqueda desde un inicio.
“Era muy común ver en las giras, nacionales e internacionales, que iban parejas, y no siempre eran esposo y esposa, sino compañeros y compañeras, que iban a todos lados. Ahí es donde comencé a ver, con mucha claridad, la participación de los papás”, recuerda la especialista.
Pero no siempre fue así, acota, pues en un principio, cuando una parte de los familiares de personas desaparecidas estaba integrada al MPJD —encabezado por el poeta Javier Sicilia y otras víctimas de la violencia en México—, existía una estrategia no hablada, entre padres y madres, para que fueran ellas quienes alzaran la voz en las manifestaciones y en los espacios de interlocución con las autoridades.
Así sucedió, agrega la psicóloga, durante los Diálogos por la Paz, realizados en el Castillo de Chapultepec en 2011: “Era una estrategia de sensibilización y exigencia al presidente [Calderón]. Todas las que hablaron eran mujeres, de no ser por Julián LeBarón [hermano de Benjamín y amigo de Luis Widmar, ambos asesinados en 2009]. Eran esencialmente las mamás quienes tomaban la palabra”.
Y no necesariamente madres que permanecieran unidas a sus esposos o parejas, señala González, pues las portavoces del movimiento de familiares de personas desaparecidas solían ser madres solteras, separadas o divorciadas; situación que ya comenzaba a evidenciar otra crisis, la que tiene lugar al interior del núcleo familiar.
“Cuando desaparece el hijo o la hija, desaparece la mamá del resto de la familia. Los otros hijos se sienten sueltos, y las parejas también. Si esto ocurre entre las parejas con el nacimiento de los hijos, cuando el hombre se siente relegado, pues más en situaciones críticas. La mujer sale de la dinámica familiar casi totalmente”.
La separación de la madre es solo una de las consecuencias de la desaparición; lo primero que se produce, indica la coautora del informe Yo solo quería que amaneciera. Impactos psicosociales del caso Ayotzinapa (2018), es “un golpe brutal al ego”, pues la situación pone en entredicho el rol protector que el padre, como hombre, asume sin mayor cuestionamiento.
Así lo expresa Javier Morales Flores, padre de Nadia Guadalupe Morales Rosas, desaparecida el 27 de octubre de 2017 en la ciudad de Puebla, cuando se refiere a sus 25 años como miembro de la policía estatal, de los que pasó más de una década destinado a la protección de funcionarios públicos: “Me siento mal en una parte de mí porque cuidaba a otra gente y no pude cuidar a mi hija”.
También existe un sentimiento de culpa en todos los integrantes de la familia tras la desaparición de un ser querido, afirma González. “[Lo padecen] desde el más pequeñito hasta los abuelos, pero en los hombres, en los papás, es como un: no fui capaz, no fui suficiente”. Esto quedó documentado en los testimonios que los padres de Ayotzinapa ofrecieron para el informe Yo solo quería que amaneciera: sentían culpa, una vez ocurrido el hecho traumático de la desaparición de sus hijos, por no haberles podido ofrecer más opciones de desarrollo personal, o bien, por no haber podido prevenir que estaban en riesgo.
“Yo todo este remordimiento lo he tenido y lo he vivido y me lo he aguantado. No se lo he querido decir ni a mi mamá, ni a su mamá”, dice uno de los testimonios de los padres recogidos en el informe. Otro menciona: “La culpa yo la he sentido, pero por no haber estado cerca de él, por no protegerlo”.
En el informe se menciona también el efecto que tiene la desaparición en la salud de las personas buscadoras. Un grupo de profesionales que ha dado seguimiento médico a los padres, madres y familiares de los normalistas de Ayotzinapa, la Red por la Salud 43, concluyó tras hacer una evaluación epidemiológica a 55 familiares, incluidos 27 padres, que las enfermedades crónicas de algunos se agudizaron y que, quienes no contaban con diagnósticos previos sobre un mal de este tipo, lo terminaron desarrollando.
Calleja señala que las madres y los padres de los jóvenes desaparecidos junto con su hijo, Roberto Carlos Martínez Martínez y René Rodríguez Pérez, rehusaron participar en las búsquedas, pero los impactos a su salud no se hicieron esperar. Uno falleció después de que le hicieran una operación de riñón, pero él insiste en que fue la tristeza la que terminó con su vida. “La enfermedad esa le viene a uno de pura tristeza y frustración, de no dormir; despiertas en la noche y ya no puedes conciliar el sueño”.
HERMANOS EN LA BÚSQUEDA
Nepomuceno Moreno Núñez, un sonorense de sonrisa franca, buscó a su hijo Jorge Mario Moreno León desde el día en que desapareció junto a dos de sus amigos, la madrugada del 1 de julio de 2010. La última vez que hablaron fue cuando su hijo lo llamó desde un Oxxo ubicado en el municipio de Bacum, Sonora. “Ya vienen por mí, papá”, le dijo. Cuando don Nepo le marcó, respondió un hombre de voz gruesa que le advirtió: “Somos policías municipales y ahora las preguntas las hacemos nosotros, hijo de la chingada”.
A partir de ese momento, don Nepo no dejó de buscar a Jorge Mario, primero en cada rincón del estado, y luego, tras unirse al MPJD, por todo el país. Siempre traía consigo, en un fólder o un maletín, el expediente que reunía sus averiguaciones sobre la desaparición de su hijo. “Aquí traigo el caso resuelto, con todos los nombres de los responsables de la desaparición de mi hijo y sus amigos; no me quieren hacer caso porque se trata de funcionarios públicos”, decía. El 5 de mayo de 2011, don Nepo caminó junto a miles de personas desde Cuernavaca hasta la Ciudad de México, en la Marcha por la Paz, un acto sin precedentes convocado por el movimiento para visibilizar las consecuencias de la “guerra contra las drogas” implementada por Calderón, y cambiar la narrativa de “daños colaterales” a vidas humanas de personas desaparecidas y/o asesinadas.
Ahí, don Nepo conoció a Melchor Flores Landa, padre de Melchor Flores Hernández, el Vaquero Galáctico, un joven de 27 años que, con este nombre y un atuendo color plata, se ganaba la vida como estatua humana en el centro de Monterrey hasta que el 25 de febrero de 2009 fue desaparecido por policías municipales. También conoció a Roberto Galván, quien buscaba a su hijo de 33 años, Roberto Galván Llop, desaparecido el 28 de enero de 2011 en el cruce carretero que une los municipios coahuilenses de Arteaga y Ramos Arizpe, cuando se dirigía a un torneo de ajedrez en Morelos.
El MPJD marchó por el norte, el centro y el sur de México. Fue durante este peregrinar que muchas familias se atrevieron a denunciar la muerte o desaparición de sus seres queridos. Don Nepo, Flores y Galván se volvieron inseparables: dormían y caminaban juntos, cargaban las fotos de sus hijos sin despegarse nunca de ellas. En los momentos de descanso, antes de la siguiente marcha o un nuevo mitin, encontraban siempre el espacio para hacer bromas o llorar juntos.
Sin embargo, a pesar del acompañamiento y cuidado que les brindaron organizaciones y otras familias en búsqueda, de esta tercia de padres, dos han muerto. Don Nepo fue asesinado el 28 de noviembre de 2011 por un comando que le disparó afuera de su casa en Hermosillo. No había pasado ni un mes de su participación en los Diálogos por la Paz con el entonces presidente Calderón; ahí entregó el expediente de su investigación con el nombre del presunto responsable de la desaparición de su hijo, Abel Murrieta Gutiérrez, futuro procurador de Sonora, asesinado en 2021.
El 1 de noviembre de 2013, Galván perdió la vida a causa de complicaciones cardiacas sin haber encontrado a su hijo. Solo Flores sobrevive de este trío de grandes amigos forjados en la búsqueda, pero su salud se ha deteriorado y ya no ha podido participar en movilizaciones y acciones.
CAMBIO DE ROLES
“Yo creo que las mujeres son las que más han sentido la desaparición de sus hijos”, asegura De la Cruz, padre de Gustavo Alberto, quien afirma estar dispuesto a seguir apoyando a su esposa en la búsqueda de su hijo.
González considera que, para algunos padres, resulta difícil salirse del rol de proveedor del hogar y mostrar su vulnerabilidad. “Tiene que ver con mostrar [públicamente el gran amor que sienten por su progenie], con mostrarse también en la debilidad, en el coraje”, indica la psicóloga.
Esta situación se ve con mayor claridad, agrega, en los talleres que se organizan desde espacios de acompañamiento psicosocial, en donde las madres suelen expresar con más facilidad su dolor, cómo se sienten ante la ausencia del hijo o la hija, y cómo afrontan el día a día, incluyendo la crianza de sus otros vástagos. “En los hombres lo que más sale por delante [al hablar] es la estrategia; se van más por materializar la búsqueda”, dejando de lado sentimientos como la angustia y el miedo. “No es muy fácil que hablen de eso, del temor a lo que viene, a encontrar [a la persona desaparecida], y en qué condiciones”.
Y no es que carezcan de la capacidad para manifestarlo, como muestran los testimonios de este reportaje, pero la psicóloga insiste en que aún son insuficientes los espacios para que los padres buscadores puedan compartir, públicamente, las emociones asociadas a la búsqueda de una hija o un hijo, como la angustia, el miedo, y el extrañar a esas personas que significan todo para ellos.
“[La gente] no sabe el dolor que llevamos dentro”, dice Morales, padre de Nadia Guadalupe, en una entrevista realizada a inicios del año pasado, en la que narra, justamente, lo que para él implica en el día a día la ausencia de su hija: “Llegas a la casa, te sirven tu plato y ver el lugar de mi hija, vacío… Porque con ella platicábamos, hacía yo ejercicio, con ella hice muchas cosas. Ella también [como Morales] sabía dibujar bonito, y pues a ese plato ni le tomas sabor. Si te ríes, [son] sonrisas fingidas a veces. Es algo muy duro; desde que desapareció, yo le digo mi muñequita linda o mi princesa, desde ahí para mí ha sido muy duro. Si duermo es porque tengo que descansar, porque tengo a mi nieta, a mis otras hijas, mis nietos, y pues debes estar fuerte para ellos, porque mi esposa y yo somos el pilar de la familia”.
LOS DOS FERNANDOS
Fernando Ocegueda Flores busca a su hijo del mismo nombre, Fernando Ocegueda Ruelas, desaparecido el 10 de febrero de 2007 en Tijuana. En aquel entonces no había una Ley General de Víctimas, ni normativas en materia de desaparición, ni colectivos de personas buscadoras, por lo que se enfrentó prácticamente solo a las autoridades y otros obstáculos. Fue su insistencia lo que despertó en otras familias la voluntad de buscar y de exigirle al gobierno respuestas y acciones; tres años más tarde se conformó la Asociación Unidos por los Desaparecidos de Baja California.
Esta asociación tuvo un rol fundamental en la localización de restos humanos en la colonia Salvatierra y en los predios Cara de Chango, Loma Bonita y Ojo de Agua, que eran utilizados por Santiago Meza, el Pozolero —detenido el 22 de enero de 2009—, para disolver cuerpos de personas desaparecidas o asesinadas. “Nos convertimos en un puente entre las autoridades y nuestro dolor” señaló en entrevista para el proyecto No están solas, en noviembre de 2021.
La lucha de Ocegueda y el trabajo de la asociación de familiares de la que forma parte han sido indispensables para construir la legislación que existe en materia de desaparición tanto en Baja California como a nivel nacional. “Fue tal el alcance de nuestras manifestaciones como familiares que logramos que el gobernador [José Guadalupe Osuna Millán] nos creara la primera Fiscalía Especializada de Personas Desaparecidas en el estado”. A la que se sumaron la Ley de Víctimas y la Ley en Materia de Declaración Especial de Ausencia para Personas Desaparecidas, y están pendientes de aprobación las iniciativas de Ley en Materia de Desaparición Forzada de Personas, y de Ley de Inhumaciones y Exhumaciones. Todo un precedente dentro de las asociaciones y colectivos dedicados a la búsqueda de desaparecidos.
También han logrado eliminar, o al menos reducir, la estigmatización que suele presentarse en estos casos, porque las autoridades consideran a las personas desaparecidas, inicialmente, “delincuentes […], y nosotros pensamos que todas las personas son inocentes hasta que se les demuestre lo contrario”, e incluso introducir innovaciones tecnológicas como drones en las búsquedas. En ocasiones, ha sido el propio Ocegueda quien ha capacitado a funcionarios públicos en su manejo.
Fernando Ortigoza Mugarte comenzó la búsqueda de su hijo José Alberto Ortigoza Martínez tras su desaparición el 24 de enero de 2014 en San Diego, California, después de cruzar la garita fronteriza de Mesa de Otay. Aunque consiguió, con mucha dificultad, que le tomaran una muestra de ADN en Estados Unidos, fue gracias a la Asociación Unidos por los Desaparecidos de Baja California que pudo continuar su lucha por hallarlo, ya que, explica, “las autoridades estadounidenses me dijeron que no había mucho presupuesto para el departamento de Missing Persons [Personas Desaparecidas], y que lo que yo encontrara de información lo guardara y usara, pero que no esperara mucho en materia de búsqueda”.
Los dos Fernandos se han adentrado en los cerros y caminos de Tijuana y sus alrededores, incluso los han acompañado funcionarios a las búsquedas, pero la respuesta de las autoridades sobre el paradero de las personas desaparecidas continúa siendo incierta, lenta, ineficiente. En Baja California, son las familias que se sumaron a la búsqueda de Ocegueda las que investigan, aportan pruebas y marcan el paso a las instituciones para que hagan su trabajo.
“A veces”, precisa Ortigoza, “las autoridades son insensibles, ven las fotos de cuerpos y no les avisan a las familias, prefieren que se vayan al Semefo [Servicio Médico Forense], te ponen trabas en todos lados”. Su esfuerzo sigue convocando a más familiares de personas desaparecidas a la asociación, que es dirigida de manera rotativa por los miembros, quienes continúan renovándose, adquiriendo nuevos conocimientos y aplicándolos en el campo.
“Tú tienes una creencia de que la autoridad está para defenderte, para cuidarte. Al darse cuenta de que la realidad es otra, la gente se acerca a los colectivos porque las autoridades nunca les hablan, porque existe mucha colusión entre los policías y los criminales”, afirmó Ortigoza en el proyecto No están solas. “A cada colectivo al que vayas”, subraya, “tienes que pensar que es como tu familia”.
EL MISMO DOLOR
Sea por las pensiones que algunos reciben, los pequeños negocios que la pareja administra conjuntamente o los cambios en la dinámica familiar que trajo consigo la pandemia de covid-19, el factor económico, tal vez el mayor obstáculo para que más padres se sumen a la búsqueda de sus familiares desaparecidos, se va franqueando. Con ello, también se transforman los roles de género históricamente reproducidos.
En una sociedad como la mexicana, dejar de ser “elhombre de la casa” no es cosa menor. Se pone en entredicho la educación recibida y se trastocan, incluso, los cimientos de la propia familia, cuyos integrantes deben reorganizarse para compartir, de forma más equitativa, la responsabilidad de la búsqueda. Como dice Calleja: “Abrimos el corazón, cada quien, los sentimientos, y se identifica uno, se comprende uno, porque somos del mismo dolor, familias con el mismo dolor”.