Susan Crowley
28/01/2023 - 12:04 am
Los Sonidos de Grecia
El culto a la imagen abreva de este fenómeno, entre más veces aparezcas, serás más famoso. ¿Cómo trascenderá una época con un exceso de imágenes sin nada que decir? ¿Sin ser escuchadas?
Se ha puesto de moda el pasado. Los productores del género de “época” echan la casa por la ventana para recrear historias con escenografías, vestuarios y caracterizaciones impecables que, por desgracia en la mayoría de las veces, pasan por alto los diálogos y la música. En una conversación, no es raro encontrarse a un personaje de la antigüedad utilizando argots de jugador de fútbol americano. En la música, es grave la cantidad de licencias, temas musicales que cometen omisiones imperdonables. Desde luego, hay grandes aportaciones como la de Peter Gabriel en Passion para The last temptation, Caravaggio de Dereck Jarman, Marie Antoinette de Sofia Coppola o la reciente Corsage de Marie Kreutzer que utilizan la descontextualización musical como una forma de estilo que aporta al filme. Pero el descuido en las bandas sonoras sin duda resta credibilidad. Una buena música construye una película, aunque sea mala la salva; en cambio una mala música puede destrozar una buena factura. La más sensibles de todas las recreaciones es la del sonido, es mucho más fácil evocar una escena a partir de imágenes más o menos fidedignas que se encuentran en archivos, quiero decir, vestuarios, mobiliarios, iluminación, que retratar la forma en la que se hablaba y la música que se escuchaba en el pasado.
Curiosamente, y para bien de nuestra época en la que la técnica se ha perfeccionado, la música de los palacios tampoco se escuchaba como en las actuales salas de concierto. Imaginemos a todos esos nobles, en su mayoría aprendices, distraídos y no muy sensibles tocando una pieza de Haydn o de Lully. O si nos vamos más lejos, a las ménades interpretando ditirambos en honor de Dionisio. Debió ser un sonido primitivo, atonal, sin las armonías perfectas que hoy escuchamos; hasta cierto punto salvaje y en muchos casos precario. Para los oídos de hoy, acostumbrados a escuchar cosas que nos gustan y que incluso tarareamos por fáciles, resulta un reto tratar de entrar a los sonidos del pasado.
La sonoridad es la más fiel de todas las atmósfera porque es un flujo que emana desde el interior. El ritmo surgió como un reflejo de los latidos del corazón y del universo. Primero el big bang, que hoy se sabe no fue una explosión sino un sonido. Si pudiéramos escuchar los ruidos, la música, las risas, las palabras de Grecia, sería factible reconstruirla con toda vitalidad; más allá de las imágenes, la música sería un testigo fiel de ciertas atmósferas. La música es la expresión más cercana al alma, invade y fluye como un torrente que conecta la materia en todas sus dimensiones, las visibles y las invisibles. Es la más penetrante, domina por su fuerza y por ser inaprensible. Cerrar los ojos delante de algo que nos molesta es más fácil que negarnos a escucharlo. Los sonidos no solo entran por los oídos, los captamos con cada poro de la piel; por eso son fascinantes e incitan a la más potente de todas las experiencias o a la más aterradora de las sensaciones. No es casual que fuera la vía primigenia para entrar en estados alterados en las sociedades primitivas. Y a juzgar por lo que escuchamos en un rave, no tan primitivas.
Pretender descubrir el arte de todos los tiempos a través del sonido es un desafío. Implica escuchar y disponerse de cuerpo completo. Activar el músculo de la imaginación y trascender el espacio en el que habitamos para viajar en el tiempo. ¿Cómo se escuchaban los cantos en la acrópolis de Atenas, en el Foro romano, en un monasterio medieval, en un palacio renacentista, en la corte de Luis XIV, en la sala donde el joven e impetuoso Beethoven hizo escuchar por primera vez su Eroica?
Pero la música es tan solo una pequeña parte del universo de los sonidos. El arte sonoro incluye todo, armonías, melodías, tonalidades, pero también atonalidades, ruidos, estridencias, disonancias. Grecia y Roma son el nacimiento de Occidente; escuchar sus voces y cantos es la más compleja de todas las arqueologías, pero sin duda la más rica. No debemos olvidar que esas culturas no están solas y sus sonidos vienen de pasados aún más remotos, hasta llegar al principio de los tiempos.
Los vestigios musicales griegos y romanos en la pintura de vasijas, en estelas, frisos y en la escultura son testigos mudos del ambiente que se vivió. En El Banquete, Platón nos describe a los participantes gozando de la poesía cantada, en orgías y placeres sensoriales. La aparición de Zeus seductor delante de sus amantes, el nacimiento de Afrodita de la espuma del mar y una larga lista de pasajes que fueron sustento de la representación artística sirvieron como tema para la historia de la pintura y la escultura. Ya en el siglo XX Dánae de Gustave Klimt es una obra simbólica que retrata el onanismo de una de las figuras más potentes de la mitología griega. Dánae se deja poseer por Zeus convertido en lluvia de oro. ¿Cuántas obras existen sobre la erótica escena a lo largo de la historia del arte? ¿Cómo suena en un cuadro de Tiziano, de Rembrandt, o de Correggio? También, al arranque del siglo XX, Strauss tomó a Dánae como heroína de su deleitante y poco representada ópera El amor de Dánae
En 2013 el artista ruso Vadim Zakharov, recibió la comisión para crear el pabellón ruso en la 55 edición de la Bienal de Venecia. El tema elegido fue Dánae. Una lluvia de dinero caía constante desde el segundo piso por un agujero. Era necesario entrar con un paraguas para evitar los golpes de las monedas doradas. A pesar de la apetitosa avalancha no era posible tomarlas. Cada tanto tiempo un hombre de mirada fría y distante, de estatura extraordinaria vestido de traje negro impecable, recogía con una cubeta las monedas y las arrojaba a un contenedor mecánico. La operación se repetía sin parar. El sonido de las monedas nos trasladaba a una sorda e interminable procesadora de riqueza de la que no podíamos disponer. Lejos de ser agradable se tornaba violenta e insoportable. La metáfora del artista se refería al mundo contemporáneo como una vomitiva máquina generadora de materialismo, avaricia y contaminación auditiva. Dánae hoy, es el deseo frustrado por la corrupción; la sexualidad convertida en ejercicio de transacción y dominio. Aquí no hay armonía, no hay música, el único canto es el seco golpear de la materia, fría, inerte. Es la música de una era de desencanto.
Nuestra época ha facilitado el consumo a través de la cultura visual. Las redes sociales básicamente son imágenes. Los contenidos de Instagram o TikTok duran un minuto; dificultan cualquier desarrollo musical que no sea un tema pegajoso y rápido, a lo Daddy Yankee y sus ordinarias letras o Shakira exhibiendo su ruptura. Al estar más atentos a lo que vemos, cada vez escuchamos menos; conocemos la historia y vemos el pasado a través de imágenes vertiginosas y sin digerirlas. El culto a la imagen abreva de este fenómeno, entre más veces aparezcas, serás más famoso. ¿Cómo trascenderá una época con un exceso de imágenes sin nada que decir? ¿Sin ser escuchadas?
Grecia nos dotó de la belleza, de los sonidos de los dioses y de la inspiración de las musas. Nos dio también su silencio, algún día decidieron marcharse, alejarse de nosotros y dejarnos a nuestra suerte. Cada tanto, dice Roberto Calasso en Las Bodas de Cadmo y Armonía, regresan y se introducen en nuestros órganos, nos poseen y como a esto llamamos locura, lógicamente huimos.
Podemos cerrar la mente, pero no el alma al poder de la música. No es casual que los más grandes públicos, más allá de la pasión deportiva, sean congregados por los conciertos masivos capaces de sacudir multitudes como ninguna otra disciplina artística lo consigue.
Merecen ser escuchados los compositores que durante la historia han tratado de devolver la voz de Grecia. Me refiero a Monteverdi y su Orfeo con un final sorpresivo, distinto a la cruel mitología en una versión espectacular de Jordy Savall:
además de la Coronación de Popea, en dos versiones, la de la soprano Danielle de Niese y el gran contratenor Philippe Jarowssky:
Y la sublime con la soprano Sonya Yoncheva y la mezzo Kate Lindsay:
a la Medea de Cherubini,
un fragmento con la inigualable Sondra Radvanovsky:
y la versión completa con la soprano Anna Catarina Antonacci Dido y Eneas de Purcell, en la original puesta de la coreógrafa Sasha Waltz:
La Elektra de Strauss con la legendaria soprano Hildegard Behrens,
Y la más moderna de todas las recreaciones de la Grecia ancestral . La consagración de la Primavera de Igor Stravinsky de la maravillosa Pina Bauch:
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