Author image

Fabrizio Mejía Madrid

12/01/2023 - 12:05 am

Bolsonaro, Fujimori, Claudio y Calderón

"En México hemos padecido lo que Claudio X. González llama “moratoria legislativa” y es la idea de que la oposición en el Congreso se debe oponer a toda iniciativa presidencial".

En tan sólo un mes, dos países latinoamericanos en los que gobierna la izquierda, Perú y Brasil, han sido atacados por golpes de Estado. El primero, contra Pedro Castillo Terroens, fue apoyado por la oposición mexicana con el lema: “Sigues tú, López”. El segundo, contra Luiz Ignacio Lula Da Silva, no. Me pregunté por qué y en esta columna ensayo ciertas respuestas que espero den luz sobre qué tipo de oposición existe en México.

Empecemos por Perú. El 7 de diciembre del año pasado, el presidente electo, Pedro Castillo, un profesor rural y lider de la huelga de 2017 por aumentos salarial, fue destituido por el Congreso en un golpe de Estado parlamentario. Una de las peculiaridades de Perú es que tienen un sistema que no es ni presidencialista ni parlamentario. Esto quiere decir que el Presidente puede disolver al Congreso, como ocurrió en 2029, si reiteradamente se niega a aprobarle su gabinete de ministros, y que el propio Congreso puede destituir al Presidente por cosas como “incapacidad moral”. Tienen, además, delitos extraños como “falsedad ideológica”, que consiste en poner mentiras en un documento oficial. Lo que resulta del no ser ni presidencialista ni parlamentario es que los dos poderes, el ejecutivo y el legislativo peruanos, se bloquean, disuelven y destituyen mutuamente; los dos autorizados por el artículo 134 de la Constitución. Es la Constitución de 1993, impuesta por Alberto Fujimori en Perú tras el autogolpe de Estado que resultó, al final, en una dictadura neoliberal que duró toda una década, de 1990 al 2000, cuando, finalmente, Fujimori fue detenido y encarcelado, junto con Vladimiro Montesinos, por corrupción y homicidio en 2009. Esa Constitución que enfrenta al Ejecutivo con el Congreso fue aprobada durante la dictadura de Fujimori que integró un Constituyente a base de un enorme fraude electoral. Al mismo tiempo, Fujimori y su exadversario, Mario Vargas Llosa, además de Vladmiro Montesinos, el Córdova Montoya peruano, instrumentaron una batalla cultural contra la izquierda y, en general, contra la política. Tuvieron en el pseudoeconomista, Hernando de Soto, la romantización de los trabajadores informales que, según su particular teoría del “emprendedor”, eran “propietarios” por el sólo hecho de poseer, por ejemplo, un anafre en la calle o, incluso, una cubeta y un trapo. Del lado político, se equiparó cualquier reivindicación de derechos como “terrorismo” y todavía acusan a cualquier opositor de estar vinculado al grupo guerrillero, Sendero Luminoso. Lo hicieron contra el propio presidente ahora depuesto, Pedro Castillo, en la campaña negra de la segunda vuelta electoral de 2021. La élite política peruana se ha encargado de desprestigiar a la política, usando las acusaciones de corrupción a la ligera, todos contra todos. Así, los últimos presidentes, Alejandro Toledo, Alan García, Ollanta Humala, y Pedro Pablo Kuczynski, han sido señalados de actos de corrupción que no en todos los casos eran demostrables. Los diputados del Congreso, a su vez, han sido culpados de desvío de fondos, lavado de dinero, y hasta abuso sexual, y han respondido con la destitución de los Presidentes. Se trata, entonces, de un secuestro de la élite de la política que no deja que ningún Presidente se aleje, siquiera un centímetro de la ortodoxia neoliberal. Para cuidarla está la hija de Fujimori, Keiko, la eterna candidata perdedora pero que controla la mayoría en un Congreso peruano que tiene el 6 por ciento de aprobación entre los ciudadanos. Por último, otra singularidad de la política peruana es que han logrado destruir a sus partidos. El presidente depuesto, Pedro Castillo, ganó la primer vuelta con el 19 por ciento de los votos, por la enorme dispersión de los partidos y los electorados.

Y aquí hay una primera señal de cómo se parecen la oposición mexicana y la peruana, es decir, la de los Fujimori. En México hemos padecido lo que Claudio X. González llama “moratoria legislativa” y es la idea de que la oposición en el Congreso se debe oponer a toda iniciativa presidencial para demostrar su independencia y que es un llamado “contrapeso”, es decir, que sabotea sin legislar. Al igual que los partiditos peruanos, también los mexicanos, el McPRIAN, no llegan ni al 15 por ciento de los votos nacionales pero pueden constitucionalmente torpeadear, boicotear, y bloquear cualquier iniciativa sin otro objetivo visible que demostrar “su autonomía”. Desde la Cámara de Diputados y el Senado el McPRIAN se ha negado a debatir las reformas constitucionales del Presidente y sustituye los argumentos con insultos, acusaciones ligeras, y hasta disfrazarse de dinosaurio, como fue el vergonzoso episodio de la legisladora de Acción Nacional, Xóchitl Gálvez. Me parece que fue por eso que sí apoyaron el golpe de Estado parlamentario en Perú, porque su sustancia es muy parecida: sin base social, además de la mal llamada “sociedad civil”, es decir, de los panistas sin partido; sin mayor propuesta que la inmovilidad neoliberal; y con muy poco respaldo electoral, Keiko Fujimori y Claudio X. González abreban del mismo estanque: la despolitización que hace a ambos decir que son anti-comunistas sin que exista el comunismo; anti-dictadores sin que exista un dictador.

La contraparte está en la invasión del Congreso, el Tribunal Superior de Justicia, y la casa del presidente en Brasil. Para entenderla, me parece útil el término que emplean los propios brasileños para definir a la oposición bolsonarista. Le llaman, como las siglas del reality de televisión, Big Brother Brasil, la “triple B”: buey, biblia y bala. Se refieren a una alianza entre tres grupos sociales: los industriales de la agricultura del ganado que, con el respaldo de la presidencia de Jair Bolsonaro, invadieron y se hicieron propietarios de la selva del Amazonas; los evangélicos neopentecostales; y los policías y miembros del ejército que añoran la dictadura que asoló a Brasil durante veinte años, entre 1965 y 1985. Para entender el peso que tienen en la sociedad brasileña hay que saber que son tres sectores que han crecido políticamente. Los agroindustriales se han hecho los principales exportadores del país; los evangélicos se duplicaron en peso electoral entre el 200 y el 2020; y por el lado de la “bala”, hay 900 mil policías en Brasil, así como 6 mil 157 militares impuestos por Bolsonaro en cargos públicos, en rubros tan delicados como Salud, Energía, o Ciencia y Tecnología. Buey, Biblia y Bala constituyen una base social que enarbola, a su vez, tres principios ideológicos: el neoconservadurismo; el anti-globalismo; y la necropolítica. El primero tiene que ver con una defensa de los llamados “valores tradicionales”, es decir, la familia nuclear de hombre y mujer, el anti-abortismo, la negación de los derechos de las minorías raciales y sexuales. Hay que recordar que el mismo Bolsonaro declaró el 8 de octubre de 2018: “No podría amar a un hijo gay. Preferiría que muriera en un accidente a que anduviera con un bigotón por ahí”. Y el 10 de octubre, dos días después, dijo: “No es cuestión de cuotas para las mujeres. Si empezamos a poner mujeres porque sí, vamos a acabar poniendo negros”. Hay un anti-globalismo, semejante al de Donald Trump: se dice estar contra las corporaciones y el capital financiero, pero se apoya en ellos. Lo que hay es un nacionalismo ultrapatriótico que considera, por ejemplo, que el COVID era un invento de los comunistas chinos para, cito, “propagar el SIDA con las vacunas” o que la selva del Amazonas es un tema sólo brasileño y no de todo el planeta. Por último, el tercer componente ideológico del fascismo bolsonarista es la necropolítica, es decir, la de concebir al poder político y económico como algo que decide quién es desechable y quién no. Lo ejemplifico con dos declaraciones de Bolsonaro en la campaña de 2028: “El error de la dictadura fue torturar y no matar” ---de hecho, cuando Bolsonaro votó a favor del desafuero de Dilma Rousseff el 17 de abril de 2016, le dedicó su voto al militar que la había torturado cuando fue militante de la guerrilla contra la dictadura---; y la otra frase de Bolsonaro: “Hay que darles seis horas a los delincuentes para que se entreguen. Si no obedecen, se ametralla a toda la favela desde el aire”. Así en febrero de 2021, el Presidente Bolsonaro, que ya había aprobado el aumento en un 205 por ciento de los permisos para portación de armas, decretó en vísperas del carnaval, que el límite del número de armas de fuego que podía portar un civil era de 6 y de 60 para los cazadores. Bolsonaro no cree sólo en matar a los pobres, asumiendo que todos son “negros y delincuentes con más derechos que los patrones”, sino que hizo extensiva su necropolítica a la pandemia cuando declaró que el gobierno brasileño no gastaría dinero en enterrar muertos. Vio al virus causante del COVID como una puesta en escena de los fuertes sobre los débiles, en un darwinismo social casi caricaturesco, parecido al que, sin éxito, quiso emprender en México, el magnate Ricardo Salinas Pilego, dueño de la televisora.

En la necropolítica, Bolsonaro está vinculado ideológicamente a los sectores militaristas mexicanos, como el ex presidente Felipe Calderón y su secretario de seguridad, Genaro García Luna. O a voces como Isabel Miranda de Wallace, María Elena Morera, o la familia LeBarón. Son los que creen que hay que exterminar a una parte de la población, sin juicios ni sentencias judiciales, para que la otra parte, su minoría, viva en paz. No conciben otra forma de la resolución de conflictos más que la eliminación de una de las partes. Como él, que fue un militar desertor y un diputado gris durante 27 años, Felipe Calderón también está impregnado de la mediocridad sombría que tiene el bolsonarismo en Brasil.

Lo que Bolsonaro tiene en común con Felipe Calderón es el discurso anti-político: pensar que los conflictos se resuelven con intervenciones militares; que los derechos sexuales, raciales, y de clase, contravienen los derechos de los ultra-cristianos; que el Estado no sirve para nada, salvo para intervenir en la vida privada; y que el tener dinero es un signo de estar bendecido por Dios, que es uno solo y que está por encima de los gobiernos electos. Pero, a diferencia de Calderón que no pudo ni siquiera acreditar 200 mil personas para crear su partido México Libre, Bolsonaro sí erigió un movimiento fascista de masas, que son las que vimos en la irrupción en Brasilia el domingo 8 de enero, protegidos por el titular de seguridad, Anderson Torres y el gobernador Ibaneis Rocha. El bolsonarismo tiene mayoría en el Congreso y gobierna Río, Sao Paulo, y Minas Gerais, a diferencia del calderonismo que fue expulsado por el electorado en su último reducto, la Tamaulipas terrible de Cabeza de Vaca.

Esta larga comparación me lleva a pensar en que, si bien la táctica peruana de Claudio X. González en el Congreso mexicano, ha logrado obstaculizar la soberanía eléctrica y la democratización del órgano electoral, no ha pasado de los insultos al recinto de Lilly Téllez, Xóchitl Gálvez, y Kenia López. Por otro lado, Calderón se ha exiliado en España en espera de las consecuencias legales del juicio de su ex secretario, García Luna, en Nueva York. Pero tanto Perú como Brasil nos dejan lecciones a los ciudadanos mexicanos. Una de ellas es votar una mayoría amplia para el Congreso eliminando así la posibilidad de que la transformación se boicotee. También, estar atentos a los votos de los legisladores, a sus dichos y, en su extraño caso, a sus argumentos. A sus conflictos de interés. La otra lección es denunciar el discurso de odio, es decir, el que, encubierto en la libertad de expresión, estereotipa y humilla a las clases, géneros, y colores de piel, históricamente sometidos por la blanquitud neoliberal y patriarcal. No normalizar ese odio que se escuda en una supuesta “franqueza” o sinceridad. Ver como sociedad a la crueldad, y no tanto a la hipocresía, como una de las calamidades que desatan golpes de Estado y ponen en entredicho nuestra condición de repúblicas plebeyas.

Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.

Los contenidos, expresiones u opiniones vertidos en este espacio son responsabilidad única de los autores, por lo que SinEmbargo.mx no se hace responsable de los mismos.

en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video

más leídas

más leídas