Susan Crowley
26/11/2022 - 12:00 am
Primero fue Nefertiti, después la belleza
Más allá del canon establecido, el busto de Nefertiti es la renuncia al culto femenino como misterio ctónico (quiero decir la fuerza de la tierra)
En su eterna pose, enigmática, puro rostro, la reina-diosa no necesita cuerpo. Basta con sus rasgos faciales, sus ángulos pronunciados, la longitud de su cuello, la recta silueta de su nariz, la carnosidad de sus labios, la impasible mirada que se dirige a cada uno de nosotros y al mismo tiempo a nadie. Nefertiti mira al vacío, es el vacío de la belleza. Inatrapable, furtiva.
Nefertiti lucha contra la modernidad, la desprecia mostrando eso que hoy no soportamos, la imperfección. A “la bella ha llegado” (significado de su nombre), le falta un ojo. Último reducto de fealdad que la hace aún más fascinante. El aro vacío confirma el misterio de la creación que es ausencia, el estilo es eso que vemos y lo que no. Por eso es punto de partida de lo que consideramos glamour y sofisticación, referente de las estrellas de cine, modelos, marcas de moda y cosméticos. La inalcanzable personalidad de la antigüedad asombra por su actualidad, ¿o será que los “contemporáneos” nos resistimos a pasar la página delante de ella? Cada tanto, cuando las novedades pierden el rumbo, irremediablemente regresan a ella para buscar nuevos puntos de partida.
Nefertiti es prueba de que Egipto es el origen de un concepto innovador, el “buen gusto”: la cualidad mostrada en la apariencia de un objeto, síntesis de un pensamiento que consigue abstraer la idea; para ser admirada la belleza debe concretarse. El gusto es la capacidad de elección del conocimiento. Más allá de lo que ve, el artista egipcio materializa lo que piensa. Nefertiti es esa primera imagen-objeto que influye a todo el arte. Fisonomía enigmática con los atributos imposibles de repetirse en nada más. Es única. Individualidad femenina creada por el artista, capaz de captar un instante para la eternidad.
Nefertiti no puede ser otra cosa, no quiere ser otra cosa. Su origen y destino es ser arquetipo; anular la ambigüedad. Lo oculto de las diosas ancestrales se vuelve apariencia en ella creando una nueva narrativa, la de la mujer que renuncia al estrato divino y se vuelve humana. Aniquila su interior y se decanta en superficie. Nefertiti no necesita mundo interior, está más allá de la psicología, de los tabúes, de los prejuicios. Libre, espera ser tomada como musa. Por eso es fría, su indiferencia la hace más seductora. Una especie de vampiresa, femme fatale que aterra y que devora con solo apuntar la mirada. En ninguna otra cultura, la belleza femenina había llegado a consolidarse con esa claridad. Nefertiti responde también a una suerte de androginia, es una Eva, con los atributos de Adán. Es un icono que plasma el poder de la mujer en el universo masculino.
La esposa del faraón y verdadero poder detrás del trono, actúa como vigía del paso del tiempo desde su pedestal. Sola, ajena a los cambios, es fundamento de Occidente. Grecia recibe de Egipto la representación de la figura humana, con ella crea un modelo que busca la perfección. Contradicción con la inamovilidad de su legado, pareciera entregar a Nefertiti su liberación. Liberarse de la forma, es contribuir a su magia. Arquetipo que abre las puertas al riesgo de la creación, en ella queda la claridad, el orden, la proporción y la armonía. Nefertiti es el origen de todas las medidas de la creación artística.
Visitar a la faraona puede compararse a un peregrinaje por las nutridas salas egipcias del museo. Cuánto del legado cultural de esta nación vaga por los museos del mundo. Si tan solo sumamos los vestigios del British, del Metropolitan, del Louvre y del Nuevo Museo de Berlín, podríamos entender la monumentalidad y riqueza de esta cultura a la que no acaba de reconocérsele su aportación al arte occidental.
Grecia recibe de Egipto mucho de lo que ostenta, con un agregado, los griegos se decantaron por la experimentación permanente. El ensayo y el error permitieron a esta cultura llegar a depurar el estilo hasta volverlo clásico, pero no se puede negar que es hija del Nilo. El eterno equilibrio entre lo apolíneo (Apolo) y lo dionisiaco (Dioniso), citado por el filósofo alemán Federico Nietzsche en el Nacimiento de la Tragedia, consiste en recuperar los valores estéticos, choque entre Occidente y Oriente. Apolo triunfa y concede la forma. Pero esa forma es la mirada apolínea egipcia. Egipto es la concentración del poder masculino. El ojo de Ra apunta, señala, nace y muere cada día. Es el sol que guía a un pueblo al más allá. Así se concibe y así se mantiene durante veinte dinastías. Apela a los designios del faraón casi siempre controlado por el sistema sacerdotal y sus visires. Salvo en una época conocida como Tel- el- Amarna el reino de Nefertiti.
Intersticio en el que los dioses fueron desterrados para asumir un nuevo pensamiento; una intuición que lo cambiaría todo. Partícula de tiempo que se refleja en el busto de la esposa del faraón Amenhotep IV, la impulsora de una revolución de consecuencias desastrosas. A esa influyente mujer no le perdonarán la prohibición de adorar al severo y distante dios Amón y a su enorme panteón de dioses, para imponer el monoteísmo. Atón sería el centro de todas las cosas, principio y fin, vida derramada sobre la familia imperial, centro del poder. La idea de un principio único, indivisible que no proviene más que de sí mismo y para sí mismo.
Este corto tiempo, se convirtió en uno de los espacios para el arte más significativos de todas las eras. El cambio implicó una renovación completa en materia de representación. Se conserva poco, muchas imágenes fueron destruidas para borrar al novedoso culto que fracasó después de la muerte del faraón. El busto de Nefertiti es uno de los testimonios de su grandeza. Su tocado nos traslada a varios siglos antes de la época amarniense y traduce la pasión por el poder emblematizada en el gigantesco cono que la hace varonil. Aun así, su naturalismo es impresionante. Maquillada como un maniquí recién fabricado, detrás de su aparador, inaccesible, como lo debe haber sido en vida; deja que cada uno de los visitantes al museo especulen y sueñen cómo habrá sido la real, la de carne y hueso.
De Nefertiti, la reina, se sabe que dominaba la vida del faraón, que competía a su lado en carruajes tirados por caballos, que era voluntariosa y obsesiva del poder. Según algunas versiones se habla de su fascinación con su propia belleza, y su infinita ambición. Incluso una teoría defiende la posibilidad de que, a la muerte de su esposo, Nefertiti lo haya sucedido convirtiéndose en faraón. Es muy probable que tal y como es admirada en el museo, también haya sido adorada por todo un pueblo dispuesto a seguirla con su idea de una nueva religión. Desde la terraza de su palacio, se habrá deleitado dejándose observar por su pueblo. Algunos vestigios de frescos, relieves, objetos y estelas la muestran siempre al lado de Akenatón. Son ventanas a escenas en las que la vida cotidiana transcurre con gran felicidad y tal vez, un exceso de confianza en el porvenir.
Más allá del canon establecido, el busto de Nefertiti es la renuncia al culto femenino como misterio ctónico (quiero decir la fuerza de la tierra). Es un adiós a las diosas de la fertilidad y a los símbolos de la tierra. Con esta imagen, Egipto se separa de los rituales cíclicos, para entrar al reino en el que los hombres y su capacidad de gobernar se consolidan y la mujer se ve relegada. Es, tal vez, la despedida a esa fuerza de la naturaleza que habitaba en el misterio y que era indescifrable para el mundo de los hombres. Que jamás ha podido ser atrapada y en muchas ocasiones por no ser comprendida, ha sido rechazada y devenido en violencia de género. Eso que no se ve y que no se puede atrapar porque no se entiende. Lo que el hombre, en su imposibilidad de asumir y habitar el misterio de la creación, insiste en explicar y lo convierte en historia, en ciencia, en filosofía, en avance y en progreso. Nefertiti siempre estará ahí para recordarlo.
@Suscrowley
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