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Carlos A. Pérez Ricart

15/11/2022 - 12:04 am

La marcha

"Es preciso reconocer que la propuesta de reforma política electoral del Presidente presenta razones para la molestia y la desconfianza: contrario a todas las reformas de los años noventa, la iniciativa ni nace de una demanda de la oposición ni genera consenso legislativo".

"Las marchas del domingo y el contexto de conflicto que se vivirá rumbo al 2024 impedirán, me temo, una discusión precisa y técnica de la reforma electoral. Será otra oportunidad perdida". Foto: Cuartoscuro.

Tres conclusiones se desprenden de la marcha del domingo: 1) constituye el evento más importante del anti obradorismo en cuatro años. No puede menospreciarse, es ya, un hito del sexenio; 2) estuvo atravesada por una dimensión de clase; sus organizadores fueron incapaces de apelar a sectores populares; 3) las acciones del domingo ponen al Presidente en el lugar donde se siente más cómodo; las marchas lo tienen feliz, feliz.

A continuación, explico —de forma algo más elaborada— cada una de estas ideas que, aunque parecen contradictorias, no dejan de ser ciertas.
La primera: más allá de la discusión anodina sobre el número de asistentes a la marcha, el oficialismo debe reconocer que la oposición logró —por fin— articularse en torno a un tema que sí genera consenso entre la oposición, hasta ahora, desdibujada.

Más allá de los excesos retóricos y francamente panfletarios (“Así empezó Venezuela”, “López es un dictador”), es preciso reconocer que la propuesta de reforma política electoral del Presidente presenta razones para la molestia y la desconfianza: contrario a todas las reformas de los años noventa, la iniciativa ni nace de una demanda de la oposición ni genera consenso legislativo. Su aprobación sería, ya de inicio, poco legitima frente a buena parte de las figuras torales del tablero político. Además, a estas alturas del sexenio resulta, a todas luces, sospechosa. La bandera que enarbolaron los asistentes a la marcha es legítima y tiene el potencial de articular una narrativa épica hasta ahora ausente en su discurso. ¿Podrá convertirse en un movimiento que trascienda la manifestación? No lo creo.

La segunda conclusión gira entorno a la composición de la marcha: tras cuatro largos años de un continuo desaprender, la oposición sigue sin poder hablarle a los sectores más pobres del país, refugio y cimiento del obradorismo. Basta ver las imágenes de la marcha para darse cuenta que el pretendido pluralismo de la manifestación no es sino una radiografía de la clase media de la capital. Son muchos, muchísimos, pero minoría, al fin y al cabo. Si la oposición no logra trascender esa limitación, las marchas de ayer no lograrán traducirse en votos para el 2024. La pretendida “defensa del INE” no solo resulta insuficiente como plataforma política; también lo es como articulador de hegemonía. No alcanza, no le da.

Tercero, es obvio, tras la mañanera del lunes, que las marchas tienen muy contento al Presidente. López Obrador está acostumbrado a hacer política desde el disenso. (Chantal Mouffe, en un extraordinario ensayo, habla de la “dimensión antagonista de la política” y de la “configuración adversarial de la política”.) Es ahí donde el Presidente se siente más cómodo; es su querencia, su estado natural, el tipo de boxeo que le permite potenciar sus capacidades.

El Presidente intuía que su propuesta de reforma política electoral —sobre todo el aspecto que involucra la elección popular de consejeros— generaría una reacción similar a la del domingo. Era de libro. Sin pretenderlo, sus adversarios le hicieron un bonito regalo de cumpleaños. Picaron el anzuelo. Como buen boxeador, el Presidente sabrá sacar provecho de la situación. El segundo round de esta lucha infinita lo veremos el primero de diciembre en el Zócalo. No tengo duda que ganará.

Una última reflexión: es una pena que hayamos llegado a este punto, acaso sin retorno. México necesita una reforma política electoral que, sin afectar la autonomía y vocación profesional del Instituto Nacional Electoral, reduzca la cantidad de diputados y senadores (menos por cuestiones presupuestales y más por consideraciones de eficiencia), extienda la posibilidad de realizar consultas populares vinculantes, simplifique el método de elección a listas por circunscripciones, disminuya el número de consejos electorales, y limite el financiamiento público a partidos políticos. Todos esos elementos están en la iniciativa presidencial. Sin embargo, la propuesta de someter a votación popular la elección de consejeros del INE y ministros del Tribunal Electoral genera ruido innecesario. Esto último impide distinguir los méritos de la propuesta de reconfiguración política de los pretendidos ajustes al árbitro electoral. El despropósito de lo segundo oscurece las virtudes de lo primero. Es una lástima.

La reforma, por lo demás, se queda corta en la necesidad de transparentar y fiscalizar los recursos públicos de los partidos y generar mecanismos de transparencia y participación al interior de estos —un tema tan urgente como ausente en la discusión. Potenciar la vida interna en los partidos políticos debería ser parte del proyecto de transformación. No lo es.

Las marchas del domingo y el contexto de conflicto que se vivirá rumbo al 2024 impedirán, me temo, una discusión precisa y técnica de la reforma electoral. Será otra oportunidad perdida. Las manifestaciones habrán servido para articular al bloque opositor en torno a una demanda, pero al mismo tiempo azuzarán la base social del Presidente. El final del sexenio se parecerá mucho a un volcán en continua ebullición. Habrá ruido, mucho ruido.

Carlos A. Pérez Ricart
Carlos A. Pérez Ricart es Profesor Investigador del CIDE. Es uno de los integrantes de la Comisión para el Acceso a la Verdad y el Esclarecimiento Histórico (COVeH), 1965-1990. Tiene un doctorado en Ciencias Políticas por la Universidad Libre de Berlín y una licenciatura en Relaciones Internacionales por El Colegio de México. Entre 2017 y 2020 fue docente e investigador posdoctoral en la Universidad de Oxford, Reino Unido.

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