Jorge Javier Romero Vadillo
18/08/2022 - 12:04 am
Leticia Ramírez, la Secretaria de Educación ideal
Es así como López Obrador no podía encontrar mejor relevo para la inefable Delfina que Leticia Ramírez.
De inmediato, aparecieron las críticas: la nueva Secretaria de Educación no tiene las calificaciones técnicas para enfrentar los complejos problemas del sistema educativo, lo suyo es la lealtad y no el conocimiento, con ella al frente de la SEP no se detendrá el desastre provocado por la pandemia. Sin embargo, todos esos análisis parten de un supuesto equivocado de cabo a rabo. Nunca tuvo el Presidente López Obrador la intención de poner en marcha una estrategia educativa que pusiera en el centro a los educandos. Desde 2013, insistió una y otra vez en que echaría abajo la mal llamada reforma educativa, neoliberal, que hablaba de adquisición de competencias para los estudiantes y, horror de horrores, establecía un sistema nacional de evaluación para contar con diagnósticos sobre los avances y retrocesos del sistema educativo nacional.
Cuando llegó al Gobierno, su coalición legislativa logró la mayoría para desmantelar el Artículo Tercero reformado en los tiempos del Pacto por México. El engaño funcionó y logró los votos necesarios para aprobar el peor texto que ha regido a la educación en México, un galimatías absurdo y contradictorio, más insensato, incluso, que aquel aprobado por el PNR poco antes de la toma de posesión de Lázaro Cárdenas y que proclamaba a la educación pública como socialista, sin que nadie entendiera bien a bien que se entendía por ello. Con el voto reprobable de los legisladores de Movimiento Ciudadano y del PRI, López Obrador logró que la regulación de la educación nacional se convirtiera en una proclama política.
Al principio hubo quienes creyeron que la política educativa de este gobierno iba a promover la formación continua de los maestros y que algo se podría recuperar de lo perdido con la contrarreforma. Sin embargo, el objetivo de la política de López Obrador en educación no era la mejora del sistema, como lo demostró con los recortes presupuestarios que ya antes de la pandemia habían dejado en la precariedad a las escuelas y sin recursos a cualquier programa de mejora, sino el apaciguamiento de las organizaciones sindicales de los profesores, para lo cual era indispensable que estas, tanto el SNTE como la CNTE, recuperaran los privilegios que la reforma había pretendido quitarles y que implican el control corporativo y clientelar de las carreras de los maestros, con un sistema de incentivos basado en la lealtad política y la disciplina sindical.
Como objetivo secundario, más para darle por su lado a la parte más ideologizada de su coalición, la política educativa de López Obrador pretende, en la medida de lo posible, convertir a los planes y programas de estudio en vehículos de adoctrinamiento ideológico, donde no importa si los niños saben sumar, restar, multiplicar o dividir, si saben leer o si saben diferenciar al conocimiento científico de las supersticiones, sino si han desarrollado el espíritu comunitario que les permita revalorar su identidad cultural, cualquier cosa que eso quiera decir.
La estrategia educativa –es un decir– del Presidente de la República no es nueva. De hecho, es dependiente de la trayectoria institucional del sistema educativo nacional desde la época clásica del régimen del PRI, cuando el SNTE operó como la organización clave para la gobernabilidad de los maestros, para capturar sus demandas y articularlos como una de las bases más sólidas de la red de intermediaciones con las que operaba el sistema político autoritario.
La crisis económica de la década de 1980, que produjo una caída substancial del salario de los profesores, y la llegada a las aulas de maestros formados en las normales rurales, que desde la década de 1960 habían vivido un proceso de radicalización ideológica y habían adoptado un discurso cuasi insurreccional, rompió al monopolio sindical. Surgió entonces la CNTE, única resistencia laboral relevante en una época brutal para los niveles de vida de todos los trabajadores del país.
Durante el gobierno de Miguel de la Madrid las estrategias de protesta radical de la CNTE mostraron el debilitamiento de los mecanismos de control político del régimen. A la llegada de Carlos Salinas de Gortari, el nuevo gobierno decidió el relevo de la dirección del SNTE y le encargó a Elba Esther Gordillo que pactara con la CNTE. El pacto se basó en la sesión de las secciones sindicales donde la CNTE fuera mayoritaria, con el control del botín presupuestal y clientelar que ello implicaba. A partir de entonces, la CNTE se hizo con el control de la carrera de los maestros y de los derechos de propiedad de sus plazas, igual que el SNTE, pero con discurso y estrategias radicales, lo cual resulto muy funcional para la dirección sindical oficialista, que siempre podía usar a sus supuestos adversarios para presentar una cara negociadora y moderada.
La tragedia es que el arreglo institucional de control magisterial está en la raíz del pobre desempeño y de la falta de autonomía de los maestros. Lo que se premia, en uno y otro lado, es la militancia política, no el buen desempeño profesional. Eso es lo que pretendía revertir la reforma de 2013, pero una mala elaboración de la legislación secundaria, la tacañería del gobierno de Peña para fondear la reforma y la estrategia política de López Obrador, que inmediatamente se dio cuenta del capital político que podía captar si pactaba con ambas alas sindicales, acabó por dar al traste con el cambio.
Es así como López Obrador no podía encontrar mejor relevo para la inefable Delfina que Leticia Ramírez. Ella participó en el proceso de acuerdo entre el SNTE y la CNTE en 1989 y es esencialmente una operadora política leal al Presidente, la persona indicada para mantener la estrategia de apaciguamiento y la gobernabilidad entre los maestros. Que carece totalmente de proyecto para al menos frenar el desastre educativo es una obviedad, pero no es eso lo que el Presidente espera de ella.
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