Fabrizio Mejía Madrid
18/08/2022 - 12:05 am
En llamas
El pánico social que quisieron generar la mayoría de los medios diciendo que México estaba en llamas, no surtió el efecto deseado.
“Cuatro días de terror: narcobloqueos, ataques, y 260 muertos”, tituló sus ocho columnas el diario Reforma el 14 de agosto. Sumar los homicidios dolosos entre el 9 y el 12 de agosto de las 32 entidades de la República y relacionarlos con las quemas de camiones y OXXOS en siete municipios de cuatro estados es una falacia. La idea era sostener, como encabezó Excélsior su portada, que “México está en llamas”. Gritar “fuego” en un cine cuando no hay incendio alguno, es por definición, el peor uso de la libertad de expresión. Pero eso ocurrió. Sobre las causas de esta incineración de la patria, de inmediato, aparecieron dos especulaciones en los medios que no podían coexistir: que había fallado la estrategia de seguridad y que los narcos se preparaban para tomar el Palacio Nacional o que la misma orden de desestabilizar el país había salido de Palacio Nacional para justificar la reforma a la Guardia Nacional. No se organizaron bien los narcólogos y generaron un corto circuito entre sus argumentos: o el gobierno había perdido el control o tenía tanto control que había orquestado la apariencia de una pérdida de control. Existió un tercer grupo: el que llamó a las acciones de quema de vehículos y tienditas, “terrorismo”.
En vez de verificar qué había ocurrido en la estrategia de pacificación en el último mes, los medios corporativos se abandonaron al caudal de la histeria. Si hubieran visto los datos que cada semana presenta la secretaría de seguridad en las conferencias mañaneras, sabrían que la quema de propiedad privada respondía a que, tan sólo en dos días de julio, el 10 y el 11, se habían decomisado cargamentos de drogas por 7 mil 772 millones de pesos, sólo en Sinaloa. Repito la cifra: 7 mil millones o 350 millones de dólares, es decir, se confiscó en dos días de julio el equivalente a lo que cuesta construir dos hospitales públicos de especialidades. Los medios que se entregaron a las lamentaciones y a la aflicción tampoco relacionaron los incendios de autobuses con lo que también fue informado públicamente: la detención de cinco capos en una reunión en Jalisco, así como 9 de Guanajuato. Ahí empezó una reacción que, luego, se relacionó, quizás sin mucho sustento, con lo ocurrido en un penal de Ciudad Juárez y, finalmente, en Baja California. En lo que va del sexenio han sido detenidos y procesados 5 mil 131 criminales: 278 del Cartel Jalisco Nueva Generación; 151 de la Familia Michoacana; 148 del cartel de Sinaloa; 30 de Los Templearios; 24 del Golfo; 16 del Nuevo Cartel de Juárez. Además de 343 feminicidas.
En vez de tomar los datos de los decomisos y detenciones para tratar de explicarnos la reacción de los delincuentes, los medios reiteraron lo que nos habían repetido durante los primeros años del calderonato, hasta que aceptaron la mordaza que les impuso Genaro García Luna: la idea de que existe una guerra contra un enemigo nebuloso llamado “crimen organizado” y que debe tener algún resultado, aunque nunca se han preguntado cuál. Calderón partió de una ficción: que autoridades y criminales estaban separados en bandos contrarios. Su secretario García Luna lo desmintió encabezando un cartel y sus tráficos. Luego, Calderón argumentó que la “guerra” era para que “la droga no llegue a tus hijos”, cuando el consumo jamás ha sido el tema, sino las rutas de la circulación de lo ilícito hacia los Estados Unidos. Al final, Calderón se piensa todavía a sí mismo como alguien que existe por encima del bien y del mal y enarbola la “necesidad” que existía de haber masacrado en las calles, sin detención ni sentencia, a lo que puede llegar a superar los 200 mil mexicanos. La idea de que, para que no haya violencia, hay que matar pervive en los medios que aceptaban dinero a cambio de sus opiniones. Fue justo lo que repitieron esta semana: para que se sienta el orden, debe haber muertos. Con Calderón se permitió lo peor porque ni él mismo reconocía ya qué era lo peor. Aceptó la crueldad como punto de partida. Eso mismo hicieron ahora los medios corporativos exigiendo que se tomaran medidas, es decir, que se respondiera con más cadáveres.
Las dos especulaciones que hicieron corto circuito ---la de que el gobierno había sido rebasado por el crimen o que era el propio gobierno el que había incendiado autobuses y tiendas--- tienen algo en común y es su absoluta ignorancia de lo que es el poder. Hay una confusión muy primaria en pensar que el poder es pura coerción, es decir, el uso de la fuerza y la violencia de la autoridad para que los demás obedezcan. Cualquiera que haya estudiado cómo funciona el poder, sabe que trabaja desde la libertad del otro. Cuando se tiene poder no es necesario usar la represión, sino que se le convence a quien obedece que está tomando una decisión autónoma, en ejercicio de su libertad. El poder es señalar una dirección, darle un sentido a la autonomía. Recurrir a la violencia no es un signo de poder, sino de debilidad. Ahí donde hay represión de la autoridad, no vemos el poder, sino su fracaso. Si volvemos a la situación del crimen organizado, es éste quien reacciona a unos decomisos cuantiosos y es el que demuestra debilidad. No es, tampoco, “terrorismo” porque, si seguimos la definición del Departamento de Estado de los Estados Unidos, no es un “ataque motivado políticamente, contra blancos civiles, con la intención de propagar el miedo en un público más allá del propio ataque”. A esta definición básica, algunos académicos, como Albert Jongman, le añaden que los blancos del terrorismo no son los objetivos centrales y que son distintos del asesinato, el incendio, el daño a la propiedad, precisamente porque su propósito es político o religioso, es decir, ideológico. Nada de eso se vio en los ataques de jalisco, Guanajuato, Chihuahua, y Baja California. Ni siquiera hubo un autor que se reivindicara como tal. Mucho menos que expusiera una razón para su destrucción. En todo caso, quien quiso generar el pánico social fueron los medios que aseguraron que el país estaba “en llamas” o que se vivía “en el terror”. Es necesario apuntar, también, que el terrorismo desconoce métodos legítimos e ilegítimos. Lo mismo puede usar venenos en un vagón de metro que atacar santuarios, símbolos y civiles. Por eso, cuando se habla de “terrorismo” se está invitando a la policía del mundo, el ejército de los Estados Unidos, a inmiscuirse en soberanías ajenas. Fue justo lo que intentó Alex LeBarón el 28 de noviembre de 2019 al solicitarle a la Casa Blanca que designara a los carteles de la droga mexicanos como organizaciones terroristas, a lo que Donald Trump respondió frotándose las manos. Decir que hubo actos de “terrorismo” la semana pasada sería faltar a la propia definición del Departamento de Estado.
Hay algo más sobre esto. La crisis de muertes por sobredosis en los Estados Unidos no es responsabilidad de ningún cultivo que provenga ni de México ni de ningún país latinoamericano. Es culpa de una farmacéutica, Purdue Pharma, y del propio organismo de autorización de drogas y alimentos en Estados Unidos, la FDA. Ambos le aseguraron al público estadunidense que sus opioides sintéticos, como el OxyContin, no eran adictivos. Esto sucedió desde mediados de la década de los noventas. Cuando, finalmente se suspendió la venta legal de estos fármacos recetados hasta para torseduras y dolor de muelas, tenías millones de norteamericanos adictos al opio que se refugiaron, primero, en la heroína ilegal y, más tarde, en los sustitutos sintéticos como el fentanilo. Los precursores para fabricar el fentanilo provienen de Asia y en México se mezclan en laboratorios escondidos en las sierras. Pero en un origen fue un delito de la farmacéutica que ganó 35 mil millones de dólares haciendo adictos a millones emitiendo estudios falsos, mintiendo con una campaña de propaganda sobre “el derecho a no tener dolor” y convenciendo al doctor Curtis Wright, del órgano regulador del gobierno de los Estados Unidos, de que les firmara la autorización en tiempo récord para, luego, ofrecerle un puesto de directivo en la propia farmacéutica con un salario tres veces mayor. Cuando, después de una década de envenenar a los pacientes, la Familia Sackler, dueña de Purdue Pharma, fue acusada, ésta se defendió diciendo: “No somos el Chapo Guzmán. Nosotros hicimos todo legal”. Exigir que se les denomine“terrorismo” a los carteles mexicanos, es desconocer el origen legal y hasta institucional de la crisis de los opiodes sintéticos que acabará por matar, al final de la década, a un millón y medio de norteamericanos y canadienses.
Ahora, unas palabras sobre el delirio de asegurar en los medios masivos de comunicación que fue el propio presidente, Andrés Manuel, el que incendió los camiones en Tijuana y los OXXOS en Juárez. La motivación, según sus propulsadores, sería el paso de la Guardia Nacional a terrenos de la Secretaría de la Defensa. La especulación estratosférica no considera que López Obrador no necesita generar una mayor aprobación hacia la Guardia Nacional que fue votada por unanimidad en el Senado de la República en 2019; cuyo desempeño apoya el 80 por ciento de la población; y que es la institución que cuenta con más efectivos que las propias policías estatales y municipales. Tampoco necesitaría de los incendios porque la oposición en el Congreso se autodecretó en moratoria legislativa, es decir, que ya no están trabajando para lo que fue electa, aprobar leyes, sino sólo para desecharlas, sin siquiera leerlas. La medida que ha anunciado el propio Presidente es un acuerdo del ejecutivo para que el área militar pase a los militares y lo civil ---como la inteligencia financiera y la administración quede en manos civiles. De hecho, a la Guardia Nacional la dirigen los civiles, el propio Presidente, y un militar en retiro, Luis Rodríguez Bucio. No se necesitaría encender ni un cerillo para hacer ese cambio posible. Por otra parte, se ignora por completo cómo trabaja la estrategia de pacificación en el país. No depende del Presidente sino del esfuerzo y tareas de 32 mesas estatales donde participan los gobernadores, sus fiscales, secretarios de seguridad pública, comandantes de la zona militar y naval, y de la Guardia Nacional. Se les olvida que existen, además, 266 mesas regionales porque el crimen organizado no se constriñe a entidades federativas y la mitad de sus núcleos más violentos están en apenas 15 municipios del país. La seguridad ciudadana depende, por tanto, de toda la estructura del Estado en cada región y estado de la república, no del Presidente López Obrador.
Al final, los datos aportados por cada mesa regional y estatal da el cuadro completo de la pacificación: la reducción del 25% de los delitos del fuero federal; la disminución de 13.4 por ciento en homicidios; del 29.4 en robo; del 73% en secuestro; y 20.5 en feminicidios. No es ya masacrar poblaciones enteras a las que se consideró “daño colateral”, es decir, inocentes, como en el sexenio de la muerte que comenzó con un fraude electoral en 2006. Se trata, en cambio, de una estrategia integral que incluye programas sociales, becas, proyectos de desarrollo, así como combate a la impunidad una vez que se han dado los delitos. El pánico social que quisieron generar la mayoría de los medios diciendo que México estaba en llamas, no surtió el efecto deseado, entre otras razones, porque han querido caricaturizar el esfuerzo de instituciones estatales y federales de seguridad a la expresión “abrazos”. Es una táctica que los retóricos conocen como del “espantapájaros”. Consiste en construir una caricatura del oponente, una versión débil de su argumento para refutarlo con mayor facilidad. En general, se trata de decir en un solo nombre lo que realmente es toda una sustentación de los argumentos. Así, decir “abrazos” es caricaturizar lo que miles de funcionarios hacen todos los días en muchos municipios del país. Y esos “espantapájaros” se les ve la paja y el sombrero raído una vez que nos acercamos y los miramos de frente.
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