Antonio Calera
30/07/2022 - 12:04 am
La ley de los audaces
Me dijo, pues, algún pajarito del verbazo, uno de esos chopitos del decirete, bella ranita alguna bocahablante, que lo mío, lo mío, no necesariamente sería eso de tener tino, sino lo relacionado con el rayo, lo que tiene que ver con el pantano, los ojos de agua, los surtidores de vocablos
Al alimón, entre Melisa Arzate Amaro y Antonio María Calera-Grobet.
Triángulos de oblea, migas de pan en monociclos, carros de fresas tirados por gatos mestizos con antifaz. He estado pensando mucho en eso. En gatos con antifaces. Antifaz: anticara: antivisage. Y debo reconocer que, en cuanto a lo que a mí concierne, esto del no dar la cara, duele. Y es que el frío apretó y los tejados se convirtieron en papel mojado, no hubo más que proferir hechizos y transformarse en cabezas planas de palomos pardos, hurtar uno que otro bolillo y dormir en los resquicios entre los tanques de gas, puro calor mineral.
No necesariamente sé algo serio acerca de las cárceles, cualquiera de los cordeles limítrofes, las aduanas como confines: para mí todo es cárcel. Sé, eso sí, de las rodillas dobladas allá arriba de los elefantes, la belleza escondida en la sonrisa de las hienas, de esos changuitos que vemos robándose frutos en las bardas de Nueva Delhi y sus niños colgantes. Sólo azul. No explicaré más: lapislázuli, bóveda celeste, cobalto y contramar. A la mar nos hicimos juntos, en tu cama o en la mía, no importaba en lo absoluto el día, mucho menos el notar que nos habíamos puesto las plantas de los pies al revés, qué risa, tú mi pecho y yo tu niñez. Yo de tao hablo, de la Nao de China es que hablo. Tao que sabemos es fado, camino no minado y cuando se abre el pecho es que de eso hablo, cuando lo permite el clima del calendario. De fagots, yambos y ditirambos es que hablo. Cuando puedo, claro. Cuando hay mañana, cuando hay rumbo, cuando hay cielo claro. Frasquito ambariño, vidrio de albaricoque recocido, guardado de tortuga talud, talud y tablero inscrito con el mito de lo divino, de las garzas y los conejos albinos que poblaron esta tierra de meteoritos lunares y pirules solares, distribuidos de forma equidistante.
Me dijo, pues, algún pajarito del verbazo, uno de esos chopitos del decirete, bella ranita alguna bocahablante, que lo mío, lo mío, no necesariamente sería eso de tener tino, sino lo relacionado con el rayo, lo que tiene que ver con el pantano, los ojos de agua, los surtidores de vocablos. Vocablos como decir tabaquería, como decir chinelos, decir risa con las manos de la mímica. Eso me dijo aquél pajarito. Que le diera, le metiera al decir, tanto como le hubiera metido al llanto. Crujieron los perros, aullaron los portones cerrados y viejos, se dolieron todos los santos y los hechiceros, cuando por fin vieron que no éramos uno, sino dos, enjutos de tanto tiempo. Heridos de amor y rabia, carcomidos por el paso de todo un pueblo. Pero es que sólo así podíamos concretar el misterio: multiplicarnos por millones como organismos proteicos, aminoácidos dispuestos únicamente al amor de dar. Pues bien, así esto del seguir en el tablero, proseguir seguros por un sendero. Ya decía yo que tú significabas camino, ya decía tal camino que tú no eras sino destino, y ya decía el destino que juntos éramos planetas y separados a penas un par de sapos congelados, panes rancios en una nevera.
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