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Fabrizio Mejía Madrid

14/07/2022 - 12:05 am

AMLO en inglés

No se necesita ser un genio de las relaciones bilaterales para saber la diferencia entre las visitas de López Obrador y las de sus antecesores.

La reunión entre los presidentes de México y Estados Unidos esta semana trajo consigo varios trazos y un síntoma. Afuera del Hotel Lombardy, a sólo 10 minutos a pie de la Casa Blanca, se dio el encuentro entre los mexicanos que tuvieron que irse de su país y Andrés Manuel López Obrador. Unos, los migrantes, habían tomado autobuses durante horas para saludarlo. López Obrador salió al balcón de su cuarto después de asfixiar la Cumbre de las Américas, hace apenas un mes, porque Joe Biden quiso hacer un acto de hegemonía continental y respaldo a su guerra comercial y militar en Ucrania.

Con lágrimas en los ojos, una mexicana que tiene 27 años viviendo sin papeles en Sacramento, California, explicó: “Nunca nadie había hablado por nosotros hasta que llegó este hombre”. Por los testimonios de los migrantes pude deducir el primer trazo de este evento: el agradecimiento del Presidente a las remesas que envían les ha dado un lugar en la transformación obradorista. También se ubican como una fuerza política a favor de los derechos de los trabajadores migrantes y lejos de la subordinación de México ante EU en los gobiernos desde Miguel de la Madrid a Enrique Peña Nieto. Los que fueron a saludar desde la banqueta a López Obrador saben la diferencia que existe entre acatar los programas económicos, de seguridad, militares, de sus 17 agencias de espionaje, y llegar, como ahora, a proponer con dignidad soberana una solución basada en las debilidades del vecino del norte y en beneficio de México.

Hay que recordar que venimos de una historia de sumisión tan aguda como el virtual cierre de la frontera por el asesinato del agente de la DEA, Kiki Camarena, a manos de la CIA y Caro Quintero, en 1985; la certificación que otorgaba o negaba Estados Unidos a México desde 1986 a 2002 y que calificaba si cooperábamos o no con la lucha contra las drogas; el Plan Mérida aquel amargo 2008 de Felipe Calderón; la introducción de 2 mil 500 armas ilegales en la Operación “Rápido y furioso” de 2006 a 2011. Pero, el sometimiento vasallo se dio con bombo y platillo en 2016 cuando, Enrique Peña Nieto, a instancias de Luis Videgaray, se reúne con Donald Trump siendo apenas el candidato republicano y después de que había llamado a los inmigrantes mexicanos, “violadores y criminales”. Eso fue el 31 de agosto. Dos meses después, el 5 de noviembre, la senadora panista Mariana Gómez del Campo y Javier Lozano Alarcón, del partido al que estuviera afiliado en ese instante, convencieron a un grupo de legisladores para ponerse camisetas a favor de Hillary Clinton. La clase política se comportaba ya como si fueran republicanos y demócratas. Ese es el síntoma del que hablaré más adelante.

No se necesita ser un genio de las relaciones bilaterales para saber la diferencia entre las visitas de López Obrador y las de sus antecesores. Él mismo lo trazó al rendirle homenaje a Franklin Delano Roosevelt y a Martin Luther King. Uno, creador del New Deal entre 1933 y 1939, tuvo una relación singular con el gobierno de Manuel Ávila Camacho. El otro, el lider pro-derechos civiles de los afroamericanos, ha sido enaltecido por López Obrador por la no-violencia de su movimiento democratizador. “Es el principal luchador social”, ha dicho, sin contar que su viuda, también activista por los derechos civiles, Coretta Scott, murió en una “clínica alternativa” para el cáncer en Rosarito, Baja California, en 2006.

Sobre Roosevelt y México hay algo más qué decir. En 1942, México se comprometió a venderle en exclusiva a Estados Unidos el petróleo, el acero, plomo, zinc, y caucho destinado para su industria de guerra, aun a costa de su propio desarrollo. También nombró al General Lázaro Cárdenas del Río como garante de la seguridad de toda la costa del Pacífico para, como dijo Ávila Camacho, “defender a las Américas”. A cambio, México obtuvo un acuerdo migratorio, el Programa Bracero, que duró hasta 1964. En esos 22 años, se logró que desapareciera “el enganche” privado de los trabajadores que iba en contra de sus derechos laborales. Se le sustituyó por contratos aprobados de manera bilateral, es decir, que se le dio exclusividad a los mexicanos sobre otras nacionalidades. Y, también, se logró que fuera temporal, es decir, que los trabajadores iban y se regresaban. Un total de cinco millones de trabajadores participaron en este programa que protegió con contratos sus salarios y condiciones de vida. Por eso, ahora, AMLO monta una guardia de honor ante el monumento a Roosevelt.Y es ahí donde encontramos otros gestos que son más trascendentes que si lleva o no el botón desabrochado.

En cinco puntos delineó México sus propuestas a Estados Unidos para resolver tres problemas: la inflación, el desorden migratorio, y la crisis energética. Sobre la primera, la inflación, le propuso a Joe Biden eliminar aranceles y trámites de alimentos para que bajen los costos. Para la crisis energética, anunció la inversión de empresas de Estados Unidos en liquefacción de gas, fertilizantes, y de parques solares como el de Puerto Peñasco, Sonora, para exportarles luz a los estados del sur, Ariziona, California, Nuevo México, que dependen, como se vio en el apagón de Texas, de las empresas privadas. A cambio, López Obrador le ofreció que puedan usar las tuberías de gas de México en la frontera norte y garantizar el precio de las gasolinas para los gringos que vengan a comprarla. En el caso de los migrantes, esos que viajaron miles de kilómetros para irlo a saludar, propuso visas temporales a cambio de que le ayuden en la construcción de las obras de infraestructura que ya aprobó el Congreso norteamericano. También recomendó la regularización de los mexicanos y centroamericanos ilegales que viven sus días escondiéndose de las policías migratorias y de la posibilidad siempre presente, a toda hora, en cualquier descuido, de la deportación.

Ante eso, el parsimonioso Biden contestó que le “urgía ver los detalles” de los cinco puntos, aunque a la provocación de López Obrador de decir que China se había convertido en “la fábrica del mundo” por la comodidad de los instalados en el bienestar, Biden respondió que Estados Unidos todavía es una potencia en producir alimentos del campo. Al final, reunidos en la Casa Blanca, lo que importaba era el giro que López Obrador le había dado a la historia de subordinación de las últimas tres décadas al ser un presidente que fue a proponer soluciones, a exigirle a Biden que sea más audaz en sus decisiones ante la crisis, en lugar de aceptar todo de sus corporaciones. Pasamos de la adhesión resignada a la búsqueda de un acuerdo. López Obrador midió las debilidades de los Estados Unidos en este momento pospandémico de guerra en Ucrania, y decidió proponer algo que nos beneficiara a ambos lados de la frontera norte, esa que, como escribió Carlos Fuentes, de un lado tiene un río que se llama “Grande” y que, siendo el mismo río, de este lado, llamamos “Bravo”. Entre una nación que mide la grandeza por lo grandote y otra que lo hace por la audacia.

Ahora una breve semblanza del síntoma. Por supuesto, es el de la oposición que fue a ver al embajador estadunidense, Ken Salazar, y luego publicó en la primera plana del New York Times, un ataque propagandístico contra él. Me refiero al Presidente del Instituto Electoral, Lorenzo Córdova, y a la vocera de Claudio X. González en Mexicanos contra la Corrupción, María Amparo Casar quienes, en vísperas de la reunión bilateral, fueron a pedir la intervención de Estados Unidos en la política interna de México. Lorenzo se fue a quejar de que el Presidente quiere que los consejeros del INE sean electos y que se le reduzcan los presupuestos a su burocracia dorada. Para él, eso es un ataque a la democracia. Casar fue a explicar que, no obstante que Claudio X. González seguía recibiendo financiamiento del Departamento de Estado de los EU mientras urdía la alianza más grande de la oposición en la historia, la del PAN con el PRI y el PRD, su asociación civil no se metía en política. Casar tampoco podría explicar cómo su asociación retrasó hasta después de las elecciones de seis gobernadores, la publicación de un “reportaje” contra “Alito” Moreno, el corrupto y rufián dirigente del PRI.

Pero ambos personajes y su vocero, el New York Times, son un síntoma de una parte de la oposición que empezó diciendo que “ya no se sentían en su país” a tratar de ubicar un territorio político propio fuera de él. Han ido a mendigar la intromisión extranjera al Departamento de Estado, a la OEA, con el rey de España, con el partido fascista Vox y sus representantes venezolanos en el Parlamento Europeo, con demócratas y republicanos. El lugar para hacer política naturalmente sería México. Pero ese país de gente desabotonada, morena, y que no sale por su propio pie de su pobreza y tragedia cotidianas, no les gusta porque no lo entienden. Y es que no habla inglés y se preocupa demasiado de la gente que no vale la pena como, por ejemplo, los migrantes, los que se suben a los aviones con cajas de huevo por todo equipaje, que se la rifan atravesando por Altar, adelantito de Nogales, que guardan como su alma el acta de nacimiento en la bolsa interna de la chamarra, que trabajan de sol a sol y no pueden descuidarse un instante o se arriesgan a ser detenidos por un policía. De esos la oposición no habla. Es una oposición que jamás será de los “bravos” porque siempre han admirado, sometidos, a los “grandes”.

Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.

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