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ADELANTO | Historia de las cosas perdidas, una novela de Jorge Alberto Gudiño

02/07/2022 - 12:00 am

Historia de las cosas perdidas, editada por Alfaguara, es el nombre de la nueva novela de Jorge Alberto Gudiño. Una historia que pone en entredicho qué tanto conocemos a los otros, de qué somos capaces para conseguir lo que deseamos y cómo, finalmente, lo que desechamos también habla de nosotros.

Ciudad de México, 2 de julio (SinEmbargo).– Es de madrugada y suena el teléfono. Roger se despierta y piensa que probablemente es una mala noticia o tal vez sea su exnovia queriendo volver. Pero lo que se encuentra al otro lado de la línea es la llamada de un sujeto que le pregunta si conoce a Andy, que en efecto es su amigo y también es su jefe, y le comunica que acaba de sufrir un accidente y que le tienen que amputar el brazo para salvarle la vida, por lo que necesitan su autorización.

A partir de ese acontecimiento se desenlaza la más reciente novela de Jorge Alberto Gudiño, Historia de las cosas perdidas (Alfaguara).

“Todos sabemos que si el teléfono suena en la madrugada en nuestra casa es porque seguramente es una mala noticia”, comentó Jorge Alberto en entrevista con Álvaro Delgado en el programa Los Periodistas que se transmite por YouTube a través del canal de SinEmbargo Al Aire.

“Roger ni siquiera sabe porque le están diciendo eso, no entiende muy bien las cosas [...] se ve forzado a contestar algo y de inmediato sale al hospital y esa llamada le va a cambiar la vida en un sentido muchísimo más profundo de lo que en realidad se la va a cambiar a Andy”.

Jorge Alberto Gudiño compartió que además de esta historia, la novela en realidad tiene varias líneas temáticas.

“También se va abriendo un argumento que tiene que ver cómo nos enfrentamos nosotros mismos con la idea de qué tan buenos o qué tan malos somos para con los demás y para con nuestras acciones, que finalmente es un argumento que se va desarrollando de la mano en que va transcurriendo la novela en donde también irán entrando más personajes”.

Historia de las cosas perdidas, explicó, nació en la pandemia y es diferente a la serie policiaca que estaba escribiendo, que todavía sigue abierta y continuará. Ésta, aclaró, es completamente independiente.

Jorge Alberto Gudiño pone en entredicho con esta novela qué tanto conocemos a los otros, de qué somos capaces para conseguir lo que deseamos y cómo, finalmente, lo que desechamos también habla de nosotros.

Con autorización de Alfaguara, de Penguin Random House Grupo Editorial, y del autor, SinEmbargo comparte en exclusiva para sus lectores un fragmento de Historia de las cosas perdidas.

Historia de las cosas perdidas, editada por Alfaguara, es el nombre de la nueva novela de Jorge Alberto Gudiño.

***

El principio. Siempre es mejor comenzar por el principio. Una historia adquiere su sentido al ser contada en la medida en la que es capaz de conducir a quien la atestigua del punto A al punto B. Ése es el trayecto conjeturado que precisa un inicio, aunque éste se escape de nuestra conciencia. Baste pensar que un viaje en carretera puede ir de una ciudad determinada a otra pero siempre, al menos si no se nació en ese automóvil durante ese traslado, hubo otras rutas que cubrir antes de arrancar el coche y manejar con el sol de frente. Así funciona el inicio de esta historia como subir las maletas en la cajuela, acomodarse con calma e introducir la llave en el encendido; existen muchas cosas antes, otras paralelas y consecuencias de todo tipo. No importa, hay que empezar por algún lado.

Ese sitio es Roger. Dormido. En su cama, no en la carretera.

Que suene el teléfono de madrugada, sin ninguna previsión, sólo puede implicar un equívoco o una emergencia; es sabido. Y fue esa angustia, sumada al sobresalto, la que provocó el tanteo de su mano sobre el buró; la caída del aparato; la suya propia que fue más el deslizamiento colina abajo a través del tobogán de las sábanas. El descenso le permitió desechar los demonios de la alarma, la noticia ominosa, la anticipación del llanto, para sustituirlos por una idea más ingenua pero mucho más atractiva, a saber cómo hay quienes pueden desembarazarse de la tragedia a golpes de deseo: la de que su interlocutor, ahora bajo la cama, no era otro sino Denise, llamándole a esas horas para anunciar su arrepentimiento y prevenirle por su inminente retorno. La conjunción de sosiego espiritual, la fantasía y un deseo manoteado contra las cobijas.

Roger, diría Denise, porque ya anticipaba la voz de su ex. Apresuró el espabilamiento, tanteando sobre la duela para dar con su teléfono. No fuera a ser que Denise, desairada por la espera, elucubrara en torno a su tardanza, abandonando la idea de la apoteósica reconciliación. El estado de ansiedad desplazaba a los del sueño que, quizá, aún preveían las posibilidades siniestras de una llamada a deshoras.

“Es duro aceptar que uno está destinado a una existencia mediocre”. Andy solía repetir esa frase cada tanto. Un golpe de efecto que le funcionaba al buscar a nuevos clientes, al hablar en una junta o si quería impresionar a su auditorio durante alguna de sus conferencias motivacionales.

De Denise, Roger debería confesar que la odiaba profundamente. Tanto, como sin duda la seguía amando. No hay contradicción en la idea ni en los sentimientos. Fueron noches enteras de despertares inciertos tras su partida. No conseguía paliar la ansiedad que le provocaba imaginarla con otro, besando a otro, teniendo sexo con otro. A Roger ni siquiera le bastaban sus propias fantasías para consolarse. Imaginarse con otra, besando a otra o teniendo sexo con otra no atenuaba la zozobra. Son esas racionalizaciones infaustas que no curan. Se dedicaba a pensar en cómo, cuando estaban juntos, también se pensaba con otra, besando a otra o teniendo sexo con otra. Y se negaba a concederle la prerrogativa de fantasear del mismo modo en que él lo hacía. A veces, la ruptura de un pacto de felicidad conjunta basta para que el amor se trasmute en odio o para que cohabiten. Ellos también pueden ser el otro.

Uno siempre hace lo mejor que puede.

—¿El señor Rogelio Ibarra? —preguntó una voz profesional, sin emociones. Dejándolo indefenso porque eran contados quienes usaban su nombre completo, mucho menos acompañado de su apellido. Y resultaba ridículo que fuera una llamada bancaria. Una cosa es que dieran lata hasta el hartazgo, otra que lo hicieran en la madrugada. Roger se sintió incómodo frente a la seriedad de su interlocutor al visualizarse, sentado en el suelo, en ropa interior.

Sólo podía ser una mala noticia. Respiró profundo, preparándose para el mandoble.

Si pensar en Denise lo había espabilado, el triunfo de los pronósticos del sueño sobre la candidez de sus fantasías terminó por adormecerlo. De ahí que la pregunta se repitiera del otro lado de la línea.

—Sí, soy yo —respondió cubriéndose las piernas con la esquina de la sábana, pudoroso. Alejó el teléfono de su cara. Vio desplegado un número desconocido, con terminación doble cero, típica de conmutadores. En una de ésas, sí es un call center y buscan ofrecer un servicio bancario, pensó.

No fue así. La voz le hizo saber que Andrés Covarrubias había sufrido un accidente grave. Roger tardó en asociar el nombre al de Andy, su jefe, amigo y mentor. Quiso preguntar por detalles pero volvió a perderse en su batalla contra la tela que se multiplicaba, pues su cama la escupía cual telar. Su tardanza fue interrumpida de nueva cuenta, con urgencia, pues mientras en un quirófano intentaban salvarle la vida, los doctores se veían obligados a tomar una decisión radical: amputar un brazo o arriesgarse a que muriera. Los ecos de algún término médico se estancaron en el pantano de sus propios conocimientos hipocráticos, casi nulos, llegados, como todos los de los integrantes de su generación, por la vía de las series televisivas: ¿sepsis?, ¿gangrena?

La idea de una muerte apareció en los linderos de su conciencia. No era original, sino el resultado obvio de la llamada nocturna, del sobresalto, del aviso trágico, de la idea de una consecuencia fatal en caso de no tomar una decisión apresurada. Se han escrito bibliotecas relacionadas con el final de la vida. Coinciden en que lo inesperado es lo más doloroso, lo más traumático. Sin embargo, no hay muerte inesperada. Si de algo estamos seguros es de ésta. La sorpresa juega el papel del amplificador, haciendo que sus gritos resuenen por doquier. Los del duelo, los del incrédulo que asiste a la noticia en una noche similar a la de Roger de llamadas a deshoras y vestimenta inadecuada

¿Se podría suponer, acaso, que antes del peligro que entrañan todas las consultas médicas a Google, el riesgo de que alguien aventurara un diagnóstico parcialmente atinado, podría imputarse a todos esos programas televisivos? Si el buscador no equivale al título médico, como sostiene la taza de cierto pediatra, E.R., Doctor House o Grey’s Anatomy mucho menos.

La voz le explicaba a Roger sin gradaciones, quien comenzaba a escucharla desde dentro de una tubería. Gigante. Reverberaba y adquiría ecos metálicos. Desfasaba su sonoridad respecto a su contenido, multiplicándolo. Se quedaba suspendida sin que él terminara de entender alguna cosa. Una pregunta se irguió por sobre las demás.

—¿Por qué yo? —interrumpió alguna de las explicaciones médicas que seguían su curso.

—¿Perdone?

—¿Por qué me está preguntado todo esto a mí? —reformuló sus inquietudes—. Sí, conocía a Andy, incluso le tenía cariño, pero había personas más competentes para recibir esa clase de llamada: la madre de sus hijos, Ástrid, sus propios padres, amigos de toda la vida, Jerry, el dueño de Vestigios…

—Roger alargaba la retahíla cargada de explicaciones que a nadie debían interesar.

—¿No es usted Rogelio Ibarra?

Le dieron ganas de responder que no. Renegar de su propia identidad para crear un hueco, un resquicio donde guarecerse de ese huracán que estaba a punto de absorberlo.

—Sí.

—¿Conoce a Andrés Covarrubias?

—Sí —aunque, a esas alturas, quería lanzar una filípica en torno a lo que implicaba conocer a alguien. De nuevo se le arrebujaban en la boca los trozos de nombres y parentelas.

—Viene su nombre en la tarjeta de emergencia que encontramos en su billetera —la voz adquirió una naturalidad casi grosera, como si corroborar algo que para ellos era más claro que para Roger sólo significara una pérdida de tiempo.

Quizá lo fuera.

No es difícil visualizar el pedazo de cartón que carecía de cualquier poder vinculante. Hubo una época, cuando se hicieron campañas para promover la donación de órganos, en que regalaban esas tarjetas por doquier. Uno manifestaba su consentimiento para ser donador, su tipo sanguíneo e incluía un teléfono y un contacto de emergencia con la esperanza de que el tiempo no emborronara las buenas intenciones.

Entonces eso era: una tarjeta de papel sin valor y la idea de un enemigo formándose en la mente de Roger. Si la voz hacía preguntas imposibles, él las había dotado de pluralidad. Ya no era uno el interlocutor sino varios. Los responsables de arrancarlo del sueño. De ponerlo en una encrucijada varias veces imposible.

De cualquier modo, a Roger no le quedaba claro por qué Andy había puesto su nombre en la tarjeta. Habiendo tantos. Roger habría recurrido al de sus padres. Quizá al de Denise, si los tiempos de llenado hubieran coincidido con su vida común. Entonces tendría que cambiar de tarjeta o delectarse con la idea de que, en alguna emergencia ulterior, cuando ella ya lo hubiera olvidado, una llamada a deshoras interrumpiere su sosiego. La venganza ideal: volverla responsable del destino de aquél con quien no quiso compartir el futuro.

En ciertos planos amorosos, no suele tener cabida la reciprocidad. Sobre todo, en el de las fantasías.

La arqueología de las billeteras (¿espeleología?). Otra de las múltiples ramas del estudio de la basura. ¿Cuántos papeles y pequeños objetos no se ocultan ahí por años? ¿Quiénes se toman el tiempo de depurar los contenidos cada tanto? ¿Quiénes se limitan a trasladarlo todo cuando la piel o la tela terminan cediendo, resquebrajada la primera, deshilachada la segunda?

¿Alguna vez han tomado una decisión impulsiva? Todos lo hemos hecho. También lo opuesto. Hemos postergado, con base en ponderaciones y argumentos, el acto de optar por uno u otro camino. ¿Qué se hace cuando se le obliga a uno a elegir siendo consciente de la trascendencia de esa respuesta? Si no hay camino correcto, entonces todos son errados. Peor aún: no hay un destino idealizado a la espera de nuestro arribo.

Hay quienes disfrutan del control de daños, quienes sienten el ramalazo de adrenalina que proviene de arreglar algo bajo toda la presión. Aun ellos, no se dedican a procurar el equívoco.

La voz comenzó a regañarlo. Primero, con condescendencia. Entendía que era una decisión muy fuerte porque cambiaría el rumbo de la vida de un ser querido. Roger sentía el corazón desbocado. La torre de bloques inestable, impelida por todas las dudas. Hasta pensó que habría sido mejor que le llamaran para que decidiera sobre alguien importante: sus padres, su hermana, la propia Denise. Pero tampoco sería sencillo. El reflujo atacó su esófago. Su respiración era la de quien jadea.

—Si no decide, el señor Covarrubias morirá y usted será el único responsable.

¿En serio le estaban hablando así?

De nuevo el asomo de la muerte.

—¡No lo sé! ¡No lo sé! —buscaba asirse a una esperanza—: ¿usted qué haría? —no ponderaba las opciones racionalmente.

—Amputaría —el silencio era una burbuja protectora. Terminaron todas las distorsiones. El goteo dentro de la tubería. Ya no reverberaba.

—¿Es usted doctor?

—Sí —la voz adquirió la solemnidad propia del título.

—Entonces hágalo —cedió Roger con una serenidad desconocida. Hizo suya la respuesta para no cargar con ella.

—¿Amputamos?

—Sí, amputen —confirmó.

Los meandros del sueño le pesaban de nuevo en los párpados. Los cerró como quien claudica. Andy nunca lo iba a perdonar pero, al menos, no era ese ser querido.

Los desechos orgánicos también son basura.

—De acuerdo.

La realidad se activó de nuevo. Roger escuchó el nombre del hospital. Algo lejos. También, o eso creyó —son crueles las jugarretas del inconsciente—, el sonido de una sierra.

—¡Espere! —gritó, pero ya no había nadie al otro lado de la línea.

El cuerpo de Roger temblaba a fuerza de incomprensión. ¿Y si fuera una broma? Andy tenía un lado macabro, el de su humor. De seguro marcaba en unos minutos para burlarse. ¿Y si no? Más que un bromista, solía poner a prueba a las personas a través de experimentos mentales. ¿Y si no? ¿Qué acababa de suceder? Roger se descubrió llorando. Seguía en el piso, sobre las sábanas avalancha, recargado a un costado de la cama-telar. El teléfono en su mano. La pantalla negra reflejando el movimiento de sus labios, con el sonido atrapado en la garganta: no lo sé, no lo sé, un susurro, lo único cierto.

“Uno siempre hace lo mejor que puede”, otra frase de Andy, suspendida en la conciencia enturbiada de Roger.

“No lo sé, no lo sé”, un eco que reverberaba de nuevo en la tubería.

Bajó las escaleras sin hacer ruido para no despertar a los vecinos. Jeans, tenis, sudadera, su uniforme de todos los días. Vestirse siempre igual tiene sus ventajas. Dudó al llegar a la planta baja. En el sótano guardaba la motoneta, pero no le pareció buena idea conducir en ese trance.
Durante el trayecto en taxi, no dejó de pensar en la llamada. Ya no en las reverberaciones de su presencia dentro de la tubería gigante, sino en los ecos multiplicados de sus breves palabras. Dos, en concreto. Separadas por una pausa pero con la contundencia de su desesperación.

Sí, amputen.

El taxista tenía ganas de platicar pero se contuvo. Quizá una expresión, quizá una mueca. Así que no hubo cómo comunicar sus miedos. Al día siguiente debutaría como luchador semiprofesional. Estaba cansado pero era preciso seguir manejando. Aún no juntaba la cuota de Arnulfo, ese promotor desmadejado. Sólo podría pelear si pagaba. Era el costo necesario para llegar a los cuadriláteros donde cobraría. La fama oculta tras una máscara. Volteretas, llaves y contorsiones eran sus acompañantes en las noches recorriendo la ciudad, transportando a pasajeros como Roger. Si supiera que, al día siguiente, perderá no sólo la pelea sino la movilidad en las piernas. Y que no será por el desvelo sino porque su oponente será mejor pero no lo suficiente como para cuidarlo a la hora de golpear su espalda contra la rodilla. Si supiera eso, no estaría preocupado por conseguir un poco más de dinero ni por dormir mal.

Pero nunca nadie ha podido conocer el futuro.

Y las ondas se expandieron en círculos concéntricos. El marcador indeleble con el que trazarán la línea donde la extremidad se convertirá en muñón. El aturdimiento de despertar tras el accidente. Andy ávido de respuestas. Una nueva incomprensión se sumaría a su mundo cuando, tras el repaso de su propio ser, se topare con la ausencia. Otro círculo. Preguntaría entonces. Una y otra vez. Como si la reiteración alterara lo sucedido. Preguntaría de nuevo, buscando arrancarle razones al sinsentido de su futuro, a la idea de que lo insoportable exista. No tendría que lidiar con la noción del enemigo abstracto: el destino o la mala fortuna, algún dios si es creyente, la desventura. Tampoco con sus propias fallas: distracción, negligencia, irresponsabilidad… no se sabe qué causó el accidente. No tendrá que hacerlo porque antes de que la atenuación disuelva el golpe de la piedra sobre la superficie del agua y desvanezca su oleaje la última de las circunferencias, aparecerá un nombre. Rogelio Ibarra. Roger. No habrá más responsable. Andy estará manco y Roger será el único responsable.

Hay viajes que no incluyen un camino correcto. Otros no contemplan destino alguno. Son empujar un enorme bloque de hielo, con todo el esfuerzo mediante, cuesta arriba en pleno estío.

Uno siempre hace lo mejor que puede. La frase la utilizaba Andy durante las primeras sesiones de su taller de liderazgo. Era una provocación en varios niveles, le explicó a Roger, cuando se quedaron discutiendo en la cafetería afuera del auditorio en torno a dicha sentencia.
En primer lugar, dijo, la mayoría de los asistentes apenas reparaban en ella. No sólo porque casi nadie escucha lo que se le dice sino porque la frase es muy parecida a muchas otras que, de seguro, han oído a lo largo de sus vidas. Y justo en eso radica el resto de la provocación.

Tardó en habituarse al atrio del hospital. Ese no espacio definido por el sufrimiento y la esperanza, acaso por la dicha y la desolación. Estaba casi vacío. Un par de fumadores que inhalaban sus derrotas familiares sentados en sendas bancas. Un doctor expeliendo humo con la espalda contra una columna. Fumar le pareció una buena idea. No traía cigarros. El consuelo de un placer efímero a cambio de una noticia funesta. No es un buen trato pero amortigua la realidad, la suspende durante algunos minutos.

Le pidió un cigarro al hombre mayor; nunca se debe interrumpir el sufrimiento de un médico, acostumbrado como está al dolor, su desesperanza es la de la humanidad entera. Le ofreció fuego. Roger agradeció, retirándose antes de iniciar un diálogo de dolientes. Las primeras caladas atemperaron su ánimo pero la idea de los círculos concéntricos persistía. Jaló con más fuerza. Un pensamiento infausto lo sorprendió: sería mejor que Andy muriera. Dudó sin saber si la idea procedía de la compasión o del escrúpulo: no merece vivir mutilado, no quería cargar con la culpa.

El cigarro cayó entre dos adoquines, ajustando su silueta al trazo. Entró decidido al hospital para conjurar todos sus miedos, los de entonces, no el resto. Lo peor que podía pasar es que fuera, en efecto, el culpable. Perdería un trabajo agradable y un amigo a quien apreciaba más de lo que Andy a Roger. Sólo eso. Sus extremidades intactas. Entonces no eran todos sus miedos. Siempre se exagera. Tendemos a generalizar nuestros males, a permitir que se esparzan cual bacterias en la caja de Petri de nuestras pequeñas batallas cotidianas.

En realidad, no había esperanza ni desconsuelo. El hombre acude cada noche a fumar a un patio hospitalario. No tiene muchos argumentos. Si acaso, le gusta convencerse de que es en esos ambientes donde le saben mejor los cigarros. Hay quien asegura que el primer cigarro del día es el más sápido, o el que sigue a la comida, o el que se fuma cagando. A este hombre le parece excepcional el que conjuga a la madrugada, al aire libre y a esa sensación de vaciamiento a las afueras de un hospital de urgencias.

Analizada en un estricto sentido semántico, se nota el peso de los dos adverbios. Son demasiado contundentes en tanto abarcan absolutos. La temporalidad perpetua, la cualidad máxima: siempre, mejor. Claro que en la explicación había una trampa, pues mejor bien puede considerarse un adjetivo y lo mejor hace las veces de un sustantivo, dependiendo cómo se utilice. Andy solía minimizar, sacudiendo las manos, una precisión como ésta. Aducía que, si bien podía ser adjetivo, también funcionaba como adverbio y así le gustaba más. Se rehusaba, pues, a una discusión lingüística, un terreno en el que no tendría demasiados argumentos. En cambio, aseguraba, al despojar a la frase tía en otra cosa.

Tampoco es que los asistentes a sus conferencias y cursos fueran demasiado exigentes en terrenos lingüísticos. No podrían serlo. Ya los había clasificado en dos grandes grupos: a quienes sus empresas les pagaban por un curso de varias sesiones o una conferencia única; quienes estaban convencidos de que sus vidas cambiarían sólo por escuchar a un sujeto que, más que una gran verdad, solía tener bastante tino para los casos prácticos, para ejemplificar usando situaciones cotidianas con las que era sencillo identificarse. Como todos los coaches de vida, Andy sabía bien que era un impostor.

“Uno hace lo que puede”, vaya redundancia. Verdad de Perogrullo, donde las hay. Más, si se le despoja de ese uno que suele ser quien emite la sentencia. “Se hace lo que se puede”, suena ya a justificación. También si se le reincorpora el sujeto arrebatado. Es la excusa perfecta para los errores, los trabajos mal hechos, la incompetencia y la mediocridad. Si uno hace lo que puede, entonces no es justo exigirle nada más.

Valiente provocación para un grupo de estudiantes universitarios que fueron convocados a una serie de pláticas fuera de la currícula. Si hasta hubo una discusión del consejo técnico de la licenciatura. Para muchos catedráticos resultaba ofensivo lo que se le pagaba al coach, facilitador o charlatán en turno. Como la mayoría de sus compañeros, Roger fue, pues así acumulaba créditos que necesitaría para poder titularse. Uno de los tantos engaños de la academia.

Desde ese día, cada tanto, a Roger le había dado por pensar que es poco lo que ha podido…

En la recepción le preguntaron el nombre del paciente.

—Andrés Covarrubias.

La luz azulada del monitor hacía resaltar los gestos de la recepcionista. El ceño fruncido por la concentración. Joven, bonita. De seguro principiante. Por eso el turno de la noche. Los prejuicios de Roger.

—Lo siento, no está ingresado.

Los siguientes minutos fueron un estira y afloja entre la insistencia de Roger y los resultados que ella leía en la pantalla. La gelatina que alimenta a las bacterias. Incluso le relató los pormenores de la llamada. Los enunció con soltura, confiriéndoles el tono de la anécdota.

—Ése no es un procedimiento habitual —respondió un tanto extrañada, ¿incómoda?—. No está en el reglamento.

Ahí está, su inexperiencia no es tanta, se afirmó Roger sobre sus prejuicios. Las bacterias seguían multiplicándose exponencialmente. Un nuevo cansancio se añadía a los previos. Consideró la posibilidad de pedir la presencia de un supervisor. Exigirla. Se conformó con insistir de nuevo:

—¿En el sistema de ingresos por urgencias? —se refugió en el descarte, en no dejar cabos sueltos.

Ella respondió didáctica. Una sonrisa desplegada apenas sobre las horas que le restaban al turno de la noche, contagiando a Roger. Le agradeció con alivio, sus prejuicios hechos trizas. Las bacterias comienzan a canibalizarse cuando se termina el alimento externo. De lo contrario se multiplicarían al infinito. Ya está. ¡Vaya broma! A la larga, también terminan con ellas mismas. ¿Ellas? Roger tendría que pensar en una venganza aunque, para ser justos, la broma de Andy fue casi una genialidad. Lo que le daba pereza era la sospecha de que su amigo aprovecharía el trance para darle una lección de ésas de superación personal o de crecimiento interior. Incluso los farsantes deben mantenerse en forma.

En realidad, ella tenía el turno de la noche por así preferirlo. Sí, estudiaba como muchas, pero lo hacía por las tardes. Lo que buscaba evitar era su casa en las noches. Un tío borracho, una madre complaciente y viuda. Detestaba los escarceos entre ambos, el tufo y los eructos. Así que dormía en las mañanas, aprovechando que el pariente obeso se iba al taller mecánico donde comenzaba a abrir cervezas a media tarde, cuando los taxistas llegaban. Jugaba rayuela con los carretes de manguera, en el baldío de al lado. Salía con poco dinero y llegaba a casa. Su madre, desesperada por las ganas, lo atendía solícita, esperando sacarle una noche de pasión a ese despojo humano. No, ella no era una recepcionista novata. Si estaba en el turno de noche era para ahorrar lo más posible y largarse cuanto antes. También para dormir durante las horas tranquilas de la mañana. Ojalá le alcanzara la sonrisa para resistir lo suficiente.

En el taxi de regreso ya no hubo ondas de agua ni bacterias en su encierro gelatinoso. Tampoco amagos de historias de luchadores. Apareció, en cambio, la idea de Denise. Ella estaría furiosa de seguir con Roger. Furiosa por la broma y por su respuesta blandengue. ¿Cuál respuesta? La que de seguro tendría. De nada le valía el alivio, clamaría para que fuera en ese mismo instante a armar un escándalo a casa de Andy, con estas cosas no se juega. Roger sonrió frente al vidrio de la ventanilla sólo para desvanecer la sonrisa un segundo más tarde. Un escándalo con tambora incluida. De poco le valía el recuerdo, la certeza de que así reaccionaría su ex. Ya no estaba a su lado y la huella que le dejó desaparecía igual que esos círculos concéntricos sobre el agua: sin que algo pudiere hacerse para retenerlos.

Roger había mordido el anzuelo, a diferencia de sus compañeros de curso. No es excesivo suponer que esa primera plática con Andy, cuando se armó de valor acercándose hasta el pódium, sentó las bases de su futuro. Tal vez nunca hubiera llegado a Vestigios de no haber sido por su interés por la frase, en los juegos que su entonces profesor le propuso. Poco le atraía la idea de la excelencia, de los pasos a seguir en busca de la felicidad o de algún otro discurso motivacional. Sólo se ocupaba de la frase.

Ponle uno sólo de los adverbios. Verás qué pasa.

“Uno siempre hace lo que puede”, suena aún peor. Es la mediocridad en su plenitud. En cambio “Uno hace lo mejor que puede” abre ciertas posibilidades. Sigue estando en el terreno de la excusa pero también se orienta en el sentido opuesto. “Uno hace lo mejor que puede”, responde la atleta que ha ganado una medalla olímpica cuando le preguntan sobre el sacrificio que implican los entrenamientos. Hasta se perciben tonalidades de soberbia. Ese mejor habla de una superioridad. Yo me sacrifico en mis prácticas porque puedo y eso es lo que me permite derrotar a mis rivales.

Eso sí, al incluírsele este adjetivo transformado en adverbio y viceversa, la frase entra a un terreno que, si no es peligroso, sí resulta desagradable: el de la superación personal. Andy dejó de lado muy pronto su impostura. Tal vez porque descubriera en Roger a un interlocutor valioso. De seguro, uno de esos libros que se han vendido a pasto y hecho millonarios a sus autores contiene un enunciado similar. Frases motivadoras, las dicen y las venden como mantras posmodernos para los ingenuos. Hasta parecía estar burlándose de sí mismo, aunque Andy no había escrito ningún libro.

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