Leopoldo Maldonado
01/07/2022 - 12:01 am
Infierno
En dos semanas, el infierno, injusticia y muerte que ha ido gestándose durante décadas tuvo tres muestras dolorosas que se suman a miles que ocurren día a día.
-Con la colaboración de María De Vecchi Gerli
El asesinato de los sacerdotes jesuitas Javier Campos Morales, de 78 años, y Joaquín César Mora Salazar, de 80 años, junto a un guía de turistas, en una iglesia de la comunidad de Cerocahui, Chihuahua, nos muestra la descomposición social profunda en la que vive el país. Esa misma semana, el Presidente, acompañado por el Secretario de la Defensa Nacional, el General Luis Cresencio Sandoval González, protagonizaron un lamentable evento frente a las víctimas y sobrevivientes de la mal llamada Guerra Sucia, que conecta con un pasado de atrocidades impunes. Como corolario, hace dos días mataron a otro periodista, Antonio de la Cruz, a la puerta de su casa en Ciudad Victoria. En dos semanas, el infierno, injusticia y muerte que ha ido gestándose durante décadas tuvo tres muestras dolorosas que se suman a miles que ocurren día a día.
Por los jesuitas aprendimos que el infierno o el cielo no se viven en otra dimensión ajena a nuestra realidad. El infierno o el cielo están aquí, no son un premio o castigo post mortem por nuestros actos terrenales. Una Compañía de Jesús renovada a mediados del siglo pasado por el Concilio Vaticano II, entendió que su papel no era atenuar el dolor en la tierra con miras a una vida supraterrenal de “recompensas”, sino que la lucha por una vida digna era aquí, en este momento de la historia, contra las estructuras de opresión y violencia.
Así, los jesuitas han sido un pilar fundamental de los derechos humanos en México, tanto en el campo de la promoción, a través de las universidades jesuitas, como en el de la protección y defensa de estos derechos desde diversas obras sociales, como el Centro Miguel Agustín Pro Juárez, con oficinas en la CdMx. Su lucha al lado de los más pobres tiene un episodio fatal en un México azotado por la violencia. A Javier y Joaquín, dos sacerdotes que vivieron con congruencia el mensaje cristiano del amor al prójimo, les tocó el infierno que muchas personas -precisamente las más pobres- padecen como consecuencia de la violencia sistémica que vivimos desde hace décadas.
Otra versión de ese infierno la padecieron la misma semana sobrevivientes y familiares de víctimas de desaparición forzada y torturas cometidas en el Campo Militar Número 1, la mayor cárcel clandestina del país durante la represión estatal de los años 60, 70 y 80. El evento titulado “Ceremonia de inicio de actividades de la Comisión para la Verdad y Justicia por los Hechos ocurridos entre 1965-1990, con la Secretaría de la Defensa Nacional”, se convirtió en el último episodio de la indolencia política que data de hace cinco décadas.
Después de las palabras de Micaela Cabañas, hija del guerrillero Lucio Cabañas, asesinado por militares en 1974, quien contó cómo siendo bebé fue retenida ilegalmente junto con su madre en el Campo Militar número 1, y de Alicia de los Ríos Merino, hija de Alicia de los Ríos Merino, quien fue vista con vida en las cárceles clandestinas del Campo Militar Número 1 después de su desaparición forzada en 1978, las palabras del Presidente y del Secretario de la Defensa dejaron ver que el Jefe del Ejecutivo, más que la justicia y la verdad, busca la reconciliación, lo que sea que eso signifique.
En sus discursos, el Presidente, como Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, y el Secretario de la Defensa, insistieron en que la responsabilidad de las decisiones de reprimir había sido más civil que castrense. Además, en este Gobierno de simbolismos, sentaron en un mismo evento a familiares de víctimas y sobrevivientes con perpetradores y sus familiares, y anunciaron que se analizaría la inclusión de los nombres de los militares “caídos” en esta época en un memorial. Esta actitud se apega al guión de lo que se conoció en la Argentina de los años ochenta -dentro de la transición a la democracia- como la “teoría de los dos demonios”. En aquel país se pretendió mostrar un episodio de terrorismo de estado (encabezado por la Junta Militar gobernante del ‘76 al ‘83) como una confrontación entre dos fuerzas con igualdad de poder y circunstancias, y por eso, con igualdad de responsabilidades.
Cuando Calderón realizó un Memorial a las Víctimas en Campo Marte casi al final de su mandato, aunado a un memorial a los militares caídos, sobrevivientes y familiares protestaron e intervinieron el espacio dedicado a las víctimas. En un contexto de militarización, que se hiciera un monumento a las víctimas de un lado de la calle y del otro lado de la calle se hiciera uno a los militares, fue la mayor ofensa posible.
Sin embargo, con esta “propuesta”, el Presidente da continuidad a la ofensa y a la narrativa en donde el personal castrense es una víctima de una conflagración entre iguales. Como se ha mostrado ya, durante la represión llevada a cabo por parte del Estado durante las décadas de 1960 a 1990 hubo órdenes específicas por parte del Ejército para eliminar a las guerrillas. Los militares, pues, respondieron a órdenes militares para violar los derechos humanos de la población. Siguiendo los más altos estándares internacionales de derechos humanos deberían, más que ser incluidos en listas de caídos, ser juzgados por cortes civiles por crímenes de lesa humanidad, a la par de civiles que también tuvieron responsabilidad.
Un evento que debía centrarse en las víctimas, en sus testimonios, y en la responsabilidad del Estado de procurar justicia y garantizar verdad y no repetición, se convirtió, “en una auténtica pesadilla, bastante dantesca e infernal”. Así la describe Tania Ramírez Hernández, hija de Rafael Ramírez Duarte, desaparecido desde el 9 de junio de 1977 y visto con vida en la cárcel clandestina del Campo Militar Número 1. Cuando Rafael fue desaparecido, Sara, madre de Tania, tenía cinco meses de embarazo. Tania ha conocido a su papá a través de las historias de su familia y compañeros de militancia.
Como parte del Comité Eureka y de H.I.J.O.S. México, Tania ha señalado por décadas el Campo Militar Número 1, realizando diferentes acciones de protesta. A semanas de que cumplidos 45 años de la desaparición de su padre, un evento histórico de supuesta “apertura” de las fuerzas castrenses al escrutinio en materia de violaciones graves a derechos humanos se convirtió en esa pesadilla dantesca, en lo que ella nombra “uno de los peores días de [su] vida”.
Sin embargo, y como siempre, en medio de ese infierno, de esa contradicción estatal entre abrir una comisión de la verdad y tratar a perpetradores como víctimas, la esperanza y la digna rabia la pusieron las personas sobrevivientes y familiares de víctimas. Ahí, como lo han hecho por décadas, manifestaron que la justicia también debe entrar a ese Campo. También nos recordaron que no hay democracia con personas desaparecidas.
Tampoco hay democracia con estos niveles de violencia contra la prensa. El miércoles 29, amanecimos con la terrible noticia del asesinato del periodista Antonio de la Cruz a la puerta de su casa en Ciudad Victoria y el estado de salud delicado de su hija que fue alcanzada por los disparos. El muy querido comunicador, con 25 años de experiencia en el medio, se suma a las pérdidas fatales de un año funesto para la prensa. No hay golpe de timón en la estrategia gubernamental, solamente una disputa narrativa por deslindar/imputar responsabilidades.
En un presente con más de 100 mil personas desaparecidas según cifras oficiales y entre 250 y 300 mil asesinadas desde 2006, lo que hagamos como sociedad con el pasado de violaciones a derechos humanos es fundamental para salvar el presente. El mensaje enviado en el evento del Campo Militar Número 1 significa un cheque en blanco para que sigamos viviendo en este infierno de violencia e impunidad que hace una semana tocó a dos luchadores incansables por la justicia en la Sierra Tarahumara y antier -otra vez- a un periodista en Tamaulipas ¿Es eso lo que queremos?
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