Tomás Calvillo Unna
25/05/2022 - 12:05 am
La habitación de la plegaria
"Esta soltura interior es ajena al ruido/ y al consumo elevado de luz de los pensamientos,/ y sus huellas de deseos/ que no alcanzan a enumerarse".
El banquero disponiendo de millones
en sus transferencias de madrugada
para aprovechar las ganancias del otro lado del océano;
y mientras, a un costado de la banqueta,
se detiene el anciano ofreciendo sus paletas
de agua y crema a punto de derretirse.
Todo se va, arrastrado por esa nada,
que acoge al tiempo mismo,
en una extraña batalla
que nos involucra de una u otra manera,
al asentarse la dimensión de su concreción
en desiguales y arduas tareas.
El juego de naipes del mundo,
de los pequeños y minúsculos mundos,
se desvanece,
se esfuma; ya no está la mesa,
ni las cartas del arrojo, ni las barajas del azar,
de sus fortunas y desgracias.
La distracción , su abrumador dominio,
se resquebraja.
El oxígeno femenino de la propia vida
se anuda al amanecer
en el cordón umbilical de la plegaria,
la insignia, la alerta,
para fijar la mirada
y desprenderse.
Esta soltura interior es ajena al ruido
y al consumo elevado de luz de los pensamientos,
y sus huellas de deseos
que no alcanzan a enumerarse.
Esta renuncia no se proclama,
se descubre en la soledad,
es también un agradecimiento
al reconocer del prójimo su evidencia.
La plegaria es la primera enunciación,
la bienvenida y el adiós;
al detenerse las horas
cuando emerge el lugar en uno
y sus precisos segundos;
la frescura del viento,
sus palabras en hojas sueltas.
Son las gotas que se derraman,
la sal de la tierra;
la semilla que alumbra la metáfora
y exhibe su instintiva estrategia.
El fuego que consume los horrores
y retorna al misterio
que descifra llantos y risas.
El certero anhelo de saber
convertir el inhalar y exhalar
en los pasos de su pronunciación;
en su libertad de origen
que taladra el muro nocturno
que nos separa;
el latido que convoca
e impregna la presencia.
Repetir la suma del inicio
no es volver a lo mismo.
La voluntad de incidir
es también la rendición
y el decoro que extingue
la ilusión y sus finas trampas.
Es el descubrimiento de la distancia
que se acorta y se ensancha;
somos arena y montaña
mar y selva y,
¿quién sabe qué más?
Al despojarse uno,
la disciplina de la devoción se despliega
en los intersticios del mundanal ruido
sin acomodarse siquiera,
se apropia de la respiración
a orillas del almacén de disfraces
que está en quiebra.
Tiene que ver con la conciencia,
con el clamor en el desierto;
en los mares de la tormenta
un trazo que guía y advierte,
el instinto de sobrevivencia,
el abandono de cualquier pretensión
y propiedad alguna.
A la intemperie se reconoce lo que es:
el certero dardo de la concentración;
la afilada flecha de obsidiana,
el resplandor de su volcánico futuro;
la ofrenda del retorno,
la pureza del término
de la lengua única,
que su estirpe asume.
Sin vocablos ya,
la plegaria es la frente en el piso,
es la frente en alto,
el cuerpo ataviado de su rendición.
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