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Antonio María Calera-Grobet

16/04/2022 - 12:04 am

Errar por la poesía de Eduardo Milán: ideas sueltas a partir de

Detrás de todo verso hay un gran gancho que es otro gancho que es un poeta y así.

Somos ahora más la autodestrucción, el aniquilamiento del otro, la absoluta depredación de la otra original que se llama Natura, que de la poesía. Foto: Shutterstock.

“Ve mi canción”.

Eduardo Milán, Nervadura (1985).

 

  1. La poesía es eso que es un misterio, que es un misterio.

Errar dice: “Pero el poema no es sino sino, viento viento, ave de verdad, advenimiento.”. Y a 3 décadas de que fuera publicado tal verso, no tenemos salvo que asentir. Pienso, con respecto a eso del advenimiento, que de ser todos terminantemente abiertos habría que asumir que no pocas veces se ha visto uno en la necesidad ontológica de -̶tal como sucediera con el nacimiento del lenguaje en las culturas primigenias, para Rousseau y Breton, Paz mismo como lo escribe luminosamente en Corriente Alterna-̶, atribuir el advenimiento de la poesía en el mundo a un origen misterioso, por decir divino, muy lejos de lo mortal. El lenguaje funda las sociedades, pensaban los tres. Cosa cuasi paranormal.

Y no me refiero al maravilloso devenir cultural que debió significar la trascendencia del garabateo de dibujos animales en las cavernas, el paso por la escritura cuneiforme hasta dar con el signo lingüístico y luego de un tiempo reinventar el habla denotativa con la invención del verso, las onomatopeyas, se pregunta Paz en esa obra. No. Me refiero a que, visto desde el turbulento paseo que son estos inicios del siglo XXI, pareciera más que una mentira que se haya dado realmente el toque entre eso que designa la poiésis con lo mundano (y repito, la poiésis contraria a la mímesis como planteaba Aristóteles, la que se escribe en mayúsculas como sinónimo de belleza en la Tierra), sólo veamos lo que hemos hecho de este mundo, como si el fenómeno poético nos llegase de justo, otro, otros mundos, como si ese primer acuerdo entre la magia y nosotros, anterior al Contrato Social, fuera no ya el mito mayor, sino un mero accesorio en desacuerdo con lo nuestro, más perfilados ni duda cabe al capitalismo, al dinero, la guerra y la aniquilación con la que vienen. Recuerdo otro pensamiento de Milán (Alegrial, 1996): “Escribo porque me dijeron /que el dinero había acabado con la fábula”. Eso. Somos ahora más la autodestrucción, el aniquilamiento del otro, la absoluta depredación de la otra original que se llama Natura, que de la poesía. Porque lo que parece verdad es que ahora en ciertos estadios límite como los de esta enésima Revolución Industrial, de un acendrado capitalismo de última generación, (fortalecido por cierto luego de haber sobrevivido a lo que pareció una era de virus), da la que eso ingente que llamamos “Poesía” es algo no dispuesto para el pleno de los seres humanos. Sigue Milán (Nivel medio verdadero de las aguas que se besan, 1993): “Humano es la mala suma del humo de la mano”. Humano es para el uruguayo una pasión inútil, una competencia prestada por los dioses para la inteligibilidad y preservación del universo, por algunos ciertos elegidos. Pocos y dementes. Extraviadas mentes, próceres, soldados, revolucionarios, cancioneros: pájaros para ayudar a ver. Ahora bien, si esto es mínimamente probable, ya ni qué pensar en el misterio que nos depara el camino, la entorpecedora sinuosidad que habremos de recorrer a ciegas como se dijo antes, desprovistos de todo ungüento, arrojados a la tierra, a la Realidad Concreta (¿Realidad de concreto?), a nuestra suerte, los que tarde nos dimos cuenta del poema y su problema, de la poesía y su fantasía, de tal código secreto para cierta luz en el mundo. Habrá que ver. Si es que vemos alguna canción.

 

  1. Pájaro o caracol, pero empecinado por la poesía entre nosotros

Dice Errar de nuevo: “Ahí va por el camino como un ciego/caracol sin cara la escritura”. Y yo recuerdo entonces un verso de Guillevec: “Un caracol empecinado por la lluvia”. Como un ciego dentro de un camino oscuro. Sin cara. Herido. Porque recuerdo que Errar dice también: “Hay que estar muy herido para referirse, muy herido del lenguaje”. Y me pregunto entonces si es que la escritura de Milán viaja así por el mundo de las letras, el mundo real. Ciega y empecinadamente en el rodeo de la Noche Oscura del Alma. Porque si esto es así y como dice Errar, el “escribir es desnudarse, escribir es vestirse”, la escritura de Milán se acerca al mundo con una misma actitud dual. Anfibio, en estado puro pero dentado para la guerra, herido bastante de lenguaje, dislocado pero obstinado en lo suyo, se fija en estudiar lo suyo, a saber: “La unidad de la luz/contra la belleza múltiple: ésa es la guerra” (El nombre es otro, 1997). También si se quiere un tanto antropofágicamente (sólo por recordar la insinuación central de Oswald de Andrade), porque todo lo humano lo palpa, lo olisquea, lo engulle, lo relanza al caldo cultural.

No desde la energía logo-céntrica, egocéntrica o céntrica en donde el yo pensante se cree fincar el centro del mundo, sino desde lo agudo de las orillas, los ángulos menos habitados para el tratado. Astuto, observa, acomete y se guarece en la pregunta, aparece de nuevo para esquivar la esquiva realidad. Desde la brusquedad y la ternura. Con la máscara del huidizo pero valeroso, del parco o grandilocuente, la percha del inocente o el sabio: movedor de magmas, conmovedor: movilizador. De espíritu griego pero sacudidamente americano, el vocablo de Milán, vertebrado lo mismo de cara al sol que a la luna, objeto de extraña utilidad contemporánea, con un ojo en el gato de lo inmediato y el garabato del perene allá, se monta sobre el lector como si se tratara de un salmo secular, una especie de canto o partitura civil para un la consumación de un nuevo “Contrato Social” para los viejos Buenos Salvajes, que nos recuerda, con ritmo marcial o de procesión según el caso, una urgente circunstancia irreductible: no hay más tiempo que perder: hic et nunc, ahora o nunca.

Todo ello montado sobre la base de una luminosidad avasalladora que se afana necesariamente por tensión. Otro verso del oriental: “Ni arco ni flecha: sólo tensión”, (Errar, 1991). Somos en el errar, por todo lo alto, en los múltiples sentidos del término. Del latín errare, que significa a veces no acertar, en otras faltar o no cumplir con lo que se debe, andar vagando de una parte a otra. Y más: errar de una forma perspicaz, a partir de una mirada aguda y penetrativa, que asume los embates de lo bello y lo sublime oculto en el mundo. O de otra manera (para jugar con un par de libros del autor): Una cierta mirada que hace la crónica de la poesía día a día, y que resiste, una y otra vez, las insistencias de su presente poético. Eso quiero decir.

 

  1. Detrás de todo verso hay un gran gancho que es otro gancho que es un poeta y así.

Caigo en cuenta ahora en aquello que dice Errar de o con Pedro Páramo. Me refiero a esos versos que dicen así: “La aridez de esos páramos, este pedro come-piedra que no acaba de roer, el sol”. He ahí un golpe clásico en el operativo de la obra de Eduardo Milán. Un golpe que son muchos golpes de muchos dados. En Errar, el poema que organiza esta lectura, Milán versa sobre San Juan y el Mio Cid, toca a Mallarmé, Góngora y hasta Beatriz, que sin duda habrá hecho una forma distinta de poesía. Milán digo como bibliófilo, filántropo: biblioteca biblio-filantrópica para nosotros los Buenos Salvajes, rumiantes es esos días.

“Días raros de poesía sin clientes.” (Errar, 1991). Para hablar con los otros, con nosotros mismos. Porque como escribiera el poeta exiliado en México: “Los humanos hablan en humano, mano a mano, tocan sus voces en la conversación.” (Errar, 1991). Y habría que recordar acá una justicia impartida ya como secreto a voces o como uso concreto de la lengua, como habla común: que el escritor Eduardo Milán fuera uno de esos agregados culturales que indicara (no sólo con el índice sino con el instinto de “Poeta Crítico” a decir de T. S. Eliot), ayudara, propusiera, iluminara, ayudara a desembarcar a esa cosa maravillosa, que no veíamos pulular porque no era popular, y que ahora es lo que hay, lo que se escucha en todos lados, lo que hoy abunda en el mercado, se considera un clásico: las vanguardias en nuestro continente.

Milán continúa, en otro libro: “Ha habido mucha prosa aunque poco relato” (Son de mi padre, 1996). Acontecieron así, irrigaron sus aguas el linaje de los problemáticos, los intocables, los inestables. Por lo menos para la academia de mí generación, las lecturas que de las generaciones hizo mi generación. Nos cayó el alud de pares, queriendo decir con esto los que sufrían lo de uno, con uno, pero desde las otras latitudes geográficas del continente americano fuera de la Doctrina Monroe: Westphalen, Perlongher, de Campos, Hinostroza, Zurita, Echavarren, Kozer, Espina, Lihn, Gelman, Parra, Pasos, Enrique Fierro, Martínez Rivas. Y decenas más para escribir poesía después de Auschwitz (como lo pidiera Adorno), o si se quiere, para escribir en estos tiempos de miseria (como lo escribiera Hölderlin).

Doble descontón la que cayera en nuestras aulas. Aculturación y desasne, respiro de nuevos aires que desgarró, sistemáticamente, las vestiduras del establishment, el status quo de nuestro hemofílico palco literario. En lugar del confort de una poética ya sobada para la que no existía más el mínimo sisma y disenso (y que como sucediera con su imagen de mundo fue asfixiada lentamente por las leyes de un edén no subvertido, cubierto de pirús, atmósferas caniculares y folclor estival; ahogada en hormonas e idilios salvajes), nos llegaría una que con la alegría misma del infante o en grito paroxista, dinamitaba lo más estatuario y marmóreo de nuestra tradición. Rasgo distintivo en la actitud Milán. Milán como provocador. Mina en la boca. Granadas. Bombas de racimo. Racimos de nuevas palabras. Por lo menos para la torpe exégesis que hiciéramos de esas realidades sus lectores menos inteligentes. Me refiero con torpeza a esa poesía que nos cayó (¿calló?) para enseñarnos que la poesía es un conflicto en el que no debiera haber estabilidad, una guerra a capa y espada que entabla el lenguaje consigo mismo, y que nos anunció no uno u otro grupo de ciertos poetas (desiertos poetas, digo), sino de poetas ciertos para la época, es decir: con más sangre y menos manicura, más sociedad y menos ego en redes sociales, más versura real que pantomimas de escritura, que significaría más calor en el mundo literario, más trabajo y por ende más cosecha, que significa, sencillamente, algo del misterio primero: ¿Qué somos, qué hacemos aquí? ¿Somos Cosmos o Caos?

 

  1. Yo soy otro o todos ustedes en mí o todos nosotros en todos.

Y por cierto que cuando Errar nos dice: “No todos tienen cara, no todos tienen estrella”. Entonces, reparo y recalo en que Eduardo Milán la ha dado. Dado la cara en poesía porque la poesía le es cara, la poesía se la da a él mismo. Milán ha dado la cara en sus libros a la otredad rajada. Milán como los versos abiertos a la América Latina. Porque los poemas de Milán no se no se limitan a “declamar” desde el púlpito, observatorio del twitter, no se conforman con la suficiencia de mantener, en algunas temporadas vacacionales del poema, una relación laxa con sus referentes. Todo lo contrario. Milán no como observador, mero antropólogo participante o testigo presencial sino accionante, detonante, creador de revolución, que mediante escritura, ha decretado escenarios públicos profusos, selváticos frondosísimos para el entronque frontal, ha entablado un habla directa sobre la condición de nuestros países, esos vastos territorios requemados por el sol y hundidos en las negras aguas de la miseria política, estos descampados por robados, que aspiran religiosamente a construirse para gritar desde su profundo mestizaje.

Milán entonces como pájaro de varios plumajes. Como burrito andino (para ocupar palabras de Juan Gelman), o, en el mejor de los sueños para sus seguidores, si se me permite la alevosía imaginativa, como escuadrón poético para la puesta en escenario del deseo bolivariano. Un frente como limpiador de huesos, de la palabra libertad. Dice el Errar: “Limpia tus palabras, limpia tus palabras, mira que por algo te lo digo”. Milán de nuevo desmarcándose del que no se moja, zafándose del poeta como esteta y no como civil, perfilándose como una voz inserta en la polis y su problemática social de facto. Lejos de la pútrida manera (panfletaria o comprometidamente), el poeta Eduardo Milán llevó el poema a toparse furiosamente con la vida, la condición existencial, las manifestaciones de la crítica social, la política, reconociendo ambos dominios como un solo espacio, cuerpo de las palabras, y saldó esa guerra desde la tentativa apropiada: la ética absoluta. La poesía de sangre como arte mayor.

Ahora bien, luego de este deambular por ciertos versos que son poemas, ideas-filosofía del mundo, de lo que estamos seguros es de una cosa: de nuestra inseguridad. No sabemos si viviremos aún, si esto que respiramos es vida. Y estamos seguros de esto también: “Falta todavía falta para una nueva forma de hablar” (Alegrial, 1997).

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.

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