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Fabrizio Mejía Madrid

14/04/2022 - 12:05 am

El hotel y el cabildero

Lo que el neoliberalismo significó para la democracia es lo que estamos viendo: el rechazo cobarde a los ciudadanos y la bienvenida cálida a las empresas extranjeras en el salón mismo donde se votan las leyes mexicanas.

Hay dos imágenes que me sugirieron esta columna. Una es un anuncio del PRI donde sus legisladores se bajan de un autobús y desfilan jalando sus maletas rumbo a lo que parece un hotel. “Ya llegó el PRI”, proclama el video. La otra imagen es la de un mañoso gestor de la industria eléctrica italiana, Paolo Salermo, sentado en una curul del Congreso mexicano, al lado de una Diputada del PRIAN y exdirectora de Deporte del Gobierno en Michoacán de Silvano Aureoles, Edna Gisel Díaz Acevedo. Al ser descubierto, el cabildero se va con su portafolio, no sin reticencias.

Son dos imágenes del debate de la Reforma Eléctrica pero tienen que ver con el despliegue del neoliberalismo antidemocrático. Por un lado, los diputados del PRI fingen que llegan a acuartelarse porque, según ellos y Santiago Creel de Acción Nacional, la gente que le pide a sus representantes que voten a favor de la Reforma energética afuera de la Cámara quiere “impedir la democracia”. “No nos dejaremos amedrentar”, dicen los diputados confundiendo la exigencia de sus representados con intimidación. Sobre las maletas, resulta inevitable recordar esas otras llenas de dinero, que se usaron en la reforma de Peña Nieto para sobornar a los legisladores.

Y, por otro lado, quien ha redactado los puntos del PRIAN para la Reforma, no han sido los ciudadanos o, ya de perdida, los asesores en derecho constitucional que trabajan para los grupos parlamentarios, sino los gestores, los cabilderos bribones de las empresas extranjeras. Salerno, egresado del ITAM, fue señalado por los diputados de ser un representante de Enel, una trasnacional de gas y electricidad con 23 por ciento del Gobierno italiano que tiene varias demandas judiciales en Argentina, Chile y Brasil por cobros excesivos –un 14 por ciento más que Iberdrola, que ya es decir mucho– y venderle seguros de vida a sus clientes sin su consentimiento. Enel está detrás de los amparos contra el uso de hidroeléctricas en México. Salerno ha redactado iniciativas de ley para el Senador Miguel Ángel Mancera, del PRD, pero cuando lo sacaron del salón de sesiones aclaró: “Yo sólo soy un amante de la energía eléctrica”. Junto las dos imágenes: el PRIAN aterrado porque hay ciudadanos a las afueras del Congreso exigiéndoles que cumplan con su responsabilidad y, al mismo tiempo, recibiendo con regocijo en el recinto parlamentario a un empleado de las empresas extranjeras.

Observo con curiosidad a los neoliberales renegando de la democracia. En un inicio, allá en los años noventa, vendieron su ideología como el fin de la Historia porque, según Francis Fukuyama, reinaría para siempre el libre mercado y la democracia representativa. Se erigían en una ficción que muy pronto sucumbió a su triste realidad: no había libre mercado sino monopolios y un sistema financiero que ya no buscaba competir sino ganar. Ese cambio entre rivalizar con otros en calidad y precio para acabar haciendo lo que fuera para ganar cada vez más nos llevó a la crisis financiera del 2008, el principio del final del neoliberalismo. No hubo, como decían los economistas del ITAM y de Chicago, innovación y mejores servicios, sino concentración de empresas y magnates cada vez más alejados de la realidad. El neoliberalismo generó más pobreza, daños irreversibles al medio ambiente, y una casta de exfuncionarios públicos y nuevos ejecutivos de empresas.

En la otra promesa del fin de la Historia, la democracia, ésta empezó a estorbarle al proyecto del éxito de ganar cada minuto un millón de dólares. Lo que sucedió con las empresas, los fondos de inversión y el sistema monopólico financiero fue que entraron a los gobiernos y a los partidos políticos por medio de la academia, los sobornos como los de Odebrecht, y las ofertas de puestos en sus consejos de administración, y convirtieron los intereses de los privados en leyes generales. Hoy, por ejemplo, reivindican un supuesto “derecho a la competencia” que, por más que reviso la Constitución, no lo encuentro. También crearon organismos autónomos y fideicomisos discrecionales que privatizaron los recursos públicos sin rendirle cuentas a nadie. Es decir, des-democratizaron a los Estados quitándoles funciones y teniendo en propiedad una estructura de poder y recursos paralela a la que elegían los ciudadanos. Por eso hoy el combate es en el ámbito de las leyes, constitucionales y no, como los contratos. Por eso hoy Europa no puede regular los precios de la luz y sus gobiernos optan por entregarle a la población dinero para que paguen sus cuentas. Es decir, prefieren emplear, otra vez, recursos públicos para financiar a las empresas eléctricas que, como buenos monopolios, se ponen de acuerdo para fijar los precios, para decidir qué es “energía limpia” y “sucia”, y se amparan todo el tiempo en la ley.

Lo que el neoliberalismo significó para la democracia es lo que estamos viendo: el rechazo cobarde a los ciudadanos y la bienvenida cálida a las empresas extranjeras en el salón mismo donde se votan las leyes mexicanas. Se habla ya de un neoliberalismo post-democrático, es decir, autoritario. Le sucedió, por ejemplo, a quienes votaron en Estados Unidos o en España por distintos partidos: no importaba si era Obama o Trump, Aznar o Zapatero, las autoridades electas se comportaron leales a los ultra-millonarios. La representación política se diluyó a favor de la sumisión al capital global. Los problemas que el neoliberalismo iba generando –desempleo, contaminación, violencia– fueron reabsorbidos como demandas anti-inmigrantes; compromiso con supuestas “energías limpias” que siguen usando gas, petróleo, y carbón; y un uso cada vez más feroz de las policías. Así, cuando Trump recoge la demanda de que las automotrices se han ido a México por sus bajos salarios, comienza una campaña contra los inmigrantes mexicanos. No dice jamás que el capitalismo global es el que causó la migración del dinero donde puede hacerse más.

De esta manera hoy vivimos un neoliberalismo que no puede resolver la política. Por eso, optó por la despolitización que en su ideología masiva, la superación personal y la auyoayuda, diciendo que si encontrabas una dificultad estaba en ti y no en los demás el cambio. El “echeganismo” transfirió las ansiedades que antes eran propias de la política hacia el interior de cada persona, a la voluntad individual, a los errores de tu carácter. También sostuvo que el éxito era no sólo una forma de razonar –el cálculo del costo-beneficio hasta en las relaciones amorosas– sino de valuar a los individuos. El neoliberalismo instituyó un esquema en el que ya nadie era valorado, sólo valuado por el precio de su tiempo en el trabajo. Así, se deshizo de lo que le estorbaba: la política, con sus conflictos, demandas, sectores organizados, personas críticas. En los treinta años de neoliberalismo la política era irrelevante, salvo para los que estaban haciendo negocios con los gobernantes. Sólo ellos usaron al Estado cuando se trataba de privilegiados contratos y rescates bancarios. Los demás, los ciudadanos, supuestos sostenes de las democracias, tenían que procurar una sola dimensión, la económica, y ponerse a “emprender”, trabajar todas las horas que permanecieran despiertos, y culparse a sí mismos si las cosas no les salían bien. Eran ciudadanos económicos, preocupados por lo que a un mercader le puede interesar: que nadie le regule sus ganancias y la forma de obtenerlas y que estén seguros sus capitales y propiedades. El detalle es que no tenían ganancias ni propiedades. Desvinculado de la política, el neoliberalismo generó a la casta de exfuncionarios y nuevos ejecutivos de las empresas. También lo hizo con los científicos que empezaron a trabajar en temas para la industria y a los dueños de los medios periodísticos enfrascados en justificar todo lo que arruinaba el sistema económico.

Así llegamos al México donde los diputados se esconden de sus representados en hoteles y le brindan un café al cabildero de las empresas en el salón donde se discute y vota el interés nacional. La des-democratización ha sido tan salvaje que apenas hace unos días la oposición al Gobierno del obradorismo festejó como suya la abstención en un proceso de consulta popular. Las expresiones de los expresidentes de Acción Nacional y de sus voceros en los medios celebrando que no se llegara al 40 por ciento de participación con un tercio de las casillas escondidas por el INE son las mismas que inventó la cultura neoliberal: si no puede ganar, apuesta por no competir; si no logra convencer de que tus intereses privados son los de la mayoría, acuartélate, evade, desplázate a otro planeta.

Cuando el teórico de la velocidad, Paul Virilio, fue interrogado sobre lo que pensaba que podría ser el ideal del sujeto en el neoliberalismo, habló del magnate Howard Hughes, que invirtió enormes subvenciones del Gobierno estadounidense para hacer un mastodóntico avión que transportara tropas en las guerras del imperialismo yanqui. Pero de Howard Hughes al filósofo no le interesó el dinero o la guerra, sino qué sentiría un magnate volando en solitario en su avión privado. Concluyó que no sentía nada, salvo la inercia. Volando a cientos de kilómetros por hora, lo que ansiaba era estar solo, contemplar desde abajo, en silencio, las ruinas de lo que había dejado atrás. Pero nuestros burócratas del PRIAN no son Howard Hughes. Su problema es que el resto, que todavía existe, se les para en frente en votaciones y protestas. Y todavía no han entendido que ya no se pueden esconder.

Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.

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