Jaime García Chávez
11/04/2022 - 12:03 am
AMLO y su cuento de que la ley es un cuento
López Obrador, así como desprecia las autonomías, como violenta la ley en este proceso de revocación de mandato, también tiene desprecio por la supremacía constitucional que interpreta la Suprema Corte de Justicia de la Nación
Un recuerdo pertinente: hacia fines del siglo pasado presidía al PRD Andrés Manuel López Obrador y preparaba un Congreso Nacional. Se vio necesario escuchar voces externas y calificadas y se convocó a varios foros regionales a donde asistirían, a propuesta de aquel, intelectuales de talla y con visión crítica de la vida nacional. Así fue como se invitó a personajes como Héctor Aguilar Camín (cuando todavía no era un despreciable intelectual orgánico) a un encuentro en Durango al que me tocó asistir en calidad de organizador.
La intervención de Aguilar Camín fue importante porque tocó dos temas sobre la izquierda mexicana en particular. Del PRD dijo, en primer lugar, que había surgido en un momento de viraje hacia la democracia en el país, y que ese partido resultaba una mezcla de dos culturas autoritarias que se sacudían de su pasado: la Corriente Democrática del PRI y toda la gama de expresiones de izquierda que iban desde el PCM hasta grupos de exguerrilleros. El intelectual simplemente resaltó una realidad, reconociendo esa evolución como algo adecuado y positivo.
El otro tema, más fino y delicado, lo planteó como el nivel de compromiso de la naciente izquierda con el tema de la legalidad, no sin antes subrayar que a esta se le ve con desdén cuando se asumen tesis propias de la izquierda revolucionaria. Es un viejo tema que en el debate no termina por concluir, a mi juicio, porque hay una vieja herencia cargada de adjetivos, como decir, por ejemplo, que la democracia es “burguesa y formal”, o decir que el derecho es “forma y no contenido”, y de ahí todas las derivaciones imaginables.
A mi juicio, Aguilar Camín fue a lo suyo y lo hizo bien. Le habló a un partido naciente desde afuera, sin el interés propio que suele acompañar a los intereses de los intelectuales militantes o adherentes.
De entonces datan mis observaciones de la muy precaria y unilateral que Andrés Manuel López Obrador tiene de lo que significan la Constitución, el derecho y la ley. Decía, por ejemplo, que los tribunales internos del PRD debían ser como la Suprema Corte de la época de Benito Juárez, pero eso iba a contrapelo de su praxis real y, avanzado el tiempo, no se ve una evolución que debiera ser nota esencial de la conducta del gobernante, en particular del jefe de estado que es hoy.
Palabras más, palabras menos, sigue insistiendo, de manera maniquea, que la justicia está por encima de la ley; y hace unos cuantos días, en una de sus mañaneras dijo: “¡Nooooo! No me vengan con el cuento de que la ley es la ley”, lo que resulta altamente preocupante, porque está presagiando al autoritario que ha llevado siempre en sus íntimas convicciones, como parte de aquel componente autoritario que se fusionó en un partido de izquierda como el PRD.
Este tema resulta de la mayor importancia, no sólo porque el presidente ha propalado a los cuatro vientos que para él nada está por encima de la ley, que protestó guardar y hacer guardar la Constitución, lo que implica ceñirse a la misma y al libre funcionamiento de las instituciones, en particular todo lo que tiene que ver con la división de poderes y el no empleo de agencias informales para resolver los conflictos nacionales con un simple barniz de legalidad.
López Obrador, así como desprecia las autonomías, como violenta la ley en este proceso de revocación de mandato, también tiene desprecio por la supremacía constitucional que interpreta la Suprema Corte de Justicia de la Nación, a la que le dicta por dónde debe caminar, creando un clima de profunda desconfianza e inseguridad en el alto tribunal, al que, al igual que en el pasado, le ha designado integrantes en calidad de ministros.
Está claro que en el Estado democrático que se ha construido durante la modernidad hay un compromiso de gobernar conforme a la ley, y de ahí la primera tesis de que el poder sólo se controla con el poder a partir de dividirlo con facultades expresas y limitadas, distribuidas, inicialmente, en el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, visión trinitaria a la que se han adosado varias autonomías, como la universitaria y la electoral, sin las cuales no se podría ser testigo de la democracia germinal que hay en el país y que hoy está amenazada por el discurso presidencial que, al catalogar de “cuento” a la ley, abre una senda a la autocracia y al poder de uno solo. Esta ruta nos hablaría muy claramente del fracaso de la transición mexicana a la democracia.
Se entiende que gobernar obedeciendo, en primer lugar, y en segundo con apego a la ley suprema, es difícil, muy difícil. Para los tiranos siempre será más fácil escoltar sus decisiones sin valladar alguno. Pero en los intereses contrapuestos de la sociedad las cosas se ven de manera muy diferente, por eso surgen aquí y allá las banderas del garantismo y el Estado de derecho.
Como toda frase lapidaria, decir que “la ley es la ley”, o que “la ley es dura pero es la ley”, puede dar lugar a una visión chata del papel del derecho. Pero tanto el constitucionalismo moderno como la adhesión universal al Estado de derecho, matizan esto con equilibrios, con correcciones que nunca aniquilan el entramado institucional. Y esto es lo que parece, para todo efecto real, lo que ya no entendió López Obrador con la oportunidad que le dio la transición de escalar al poder presidencial en 2018.
Se equivoca López Obrador si se asume como portador de una legitimidad que está por encima de las facultades que le concede la Constitución. Él nos podrá hablar de una secuencia de transformaciones, eslabonadas artificialmente (por ejemplo se olvida del nada pequeño paréntesis del porfiriato y de toda la etapa que va de 1988 a 1997) para pretender encarnar, en una serie de cualidades que le son muy propias, excepcionales, que están en su persona y nada más en su persona y que le permiten la arrogancia de espetarle a la nación que no le vengan con el cuento de que la ley es la ley, en un mensaje de intimidación preventiva a la Suprema Corte de Justicia un día antes de que se sometiera la “Ley Bartlett” a su consideración.
No es eso, por lo demás, lo que le prometió al país, con lo que se comprometió, y debemos estar atentos de esto por el alto costo que significa que eso marca el futuro.
No me detendré en esbozar la evolución del estado moderno. Al respecto sólo quiero recordar que nosotros no hemos aspirado a la libertad y la democracia por la ensoñación de los discursos ilustrados y revolucionarios, sino por los agravios que se han padecido secularmente en nuestra república. De ahí que afirmemos que asegurar garantías y derechos y tener una separación de poderes es, ni más ni menos, la piedra angular de nuestra Constitución.
Está fuera de duda que la relación entre política, poder y derecho ha de ocupar la atención primordial de quienes buscamos la democracia y la creación de un Estado nuevo para el país. Costará mucho trabajo imponer la primacía del derecho por encima de la política. De ahí que el grito válido sería detestar a quienes estiman un simple cuento este escabroso y delicado tema.
A la distancia, Aguilar Camín tenía razón de que la izquierda no termina de aquilatar la importancia de la legalidad, aunque hablar de López Obrador como un hombre de izquierda no tenga asidero alguno.
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