Jorge Alberto Gudiño Hernández
02/04/2022 - 12:05 am
Caras y gestos
Como la belleza es subjetiva en muy buen grado, resulta interesante, entonces, suponer cierto ejercicio plástico.
Hace unas semanas escribí acerca de lo extraño que me resulta que algunos de mis alumnos, a quienes conocí con cubrebocas, se lo bajen para tomar agua o café durante la clase. Extraño porque la cara que me muestran no suele corresponder con la que yo había imaginado. Es algo que, por razones evidentes, no me sucede con las personas que conocía antes de la pandemia ni con los alumnos que tuve a distancia, ya que las videoconferencias no nos obligaban a tener la cara cubierta.
En estas semanas, he leído varios textos al respecto. Algunos dan explicaciones con una mayor carga científica y otros sólo señalan el fenómeno como una curiosidad. Ninguno parte de un estudio con una muestra verdaderamente representativa. Todos, en cambio, coinciden en una idea: nuestro cerebro es el encargado de completar los rostros de nuestros interlocutores desconocidos y enmascarados y, por alguna razón, tiende a ser benévolo.
En un tono más divertido, hubo uno que hablaba de los falsos enamoramientos que estas confusiones provocan. Se refería, más que al amor, a esa atracción que surge frente a la mirada de un desconocido. Mirada que se idealizará hasta el momento en que haya una revelación entera de la cara. Otros, se preguntaban, desde cierta mirada filosófica, si no sería acaso que nuestro cerebro tiene una propensión estética: prefiere ver lo agradable que lo desagradable. Si yo pudiere escoger conscientemente, sin duda optaría por esta alternativa.
Como la belleza es subjetiva en muy buen grado, resulta interesante, entonces, suponer cierto ejercicio plástico. Un buen número de pintores figurativos o de retratista extremos (de ésos que son capaces de atrapar cada detalle de una persona) se sientan frente a un modelo enmascarado y dibujan la parte visible de su cara y la oculta. Los resultados deberían ser muy diferentes, toda vez que la propensión estética de sus imaginaciones partiría de sus propios gustos.
Ese experimento sirve para enfrentarlo a la última de las ideas que se me atravesaron: la de que el cerebro es indulgente. Frente a la posibilidad de completar una idea, una imagen o cualquier otra cosa, el cerebro opta por ser benévolo. Hace, pues, un pacto de confianza con el objeto o sujeto en turno y lo reviste de las mejores características que puede. No suena mal. Eso también tendría sentido con el experimento de marras.
Lo curioso, sin embargo, es que, como ya nos ha sucedido a todos, las máscaras se caen. Ceden ante el cansancio, la sed o porque hay quienes creen que ya no se necesitan. Caen debajo de la barbilla para desenmascarar al sujeto en turno: lo revelan. Y eso, de ser cierta la propensión estética, siempre causará una desilusión. La pregunta relevante es si, de un modo u otro, el cerebro no sabe también que el engaño será descubierto y, en consecuencia, más que benévolo o indulgente nos está preparando una decepción.
Ni idea. Lo cierto es que será pertinente aprovechar este periodo que aún queda pues embozados somos más guapos.
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