Jorge Alberto Gudiño Hernández
19/03/2022 - 12:05 am
Saberse impune
"Quizá todos nosotros hemos escuchado de personas relativamente cercanas historias de robos, violencia, delitos de cuello blanco o finales trágicos. Pocas veces, salvo cuando el asunto es muy mediático, escuchamos, en cambio, el epílogo que sería el encarcelamiento o la condena de los culpables".
Existen varios trabajos narrativos que abordan la idea de la impunidad otorgada, ya sea de manera total o parcial, a un individuo o a un grupo determinado. La condición suele ser la temporalidad del permiso o la eliminación de algunos participantes. No somos ajenos a esas historias (buenas o malas) en que un grupo de “cazadores” intentan matar a sus presas humanas que no pueden salir de una isla o de un universo bien definido. Lo que les da la impunidad es el contexto, ese territorio sin ley, y la duración del juego: nada de lo que hagan ahí adentro tendrá consecuencias legales.
Aunque podría dar más ejemplos, de seguro hay decenas que se me escapan. Lo importante, empero, no es la acumulación de anécdotas sino el dilema moral que significan. Es inevitable, frente a un planteamiento de ese tipo, que uno se pregunte qué haría de contar con un periodo de impunidad. Al margen de nuestras respuestas, puede llegar una sospecha que tiende a agravarlo todo: a lo largo de la historia, tanto individuos como grupos han gozado de diferentes niveles de impunidad. Lo peor es que esto no sólo es un privilegio del que se gozaba en el pasado sino que es común en nuestros días.
Es claro que los privilegios del poder y del dinero le otorgan altos niveles de impunidad a ciertas personas. Quizá Trump bromeaba (o no) al decir, durante su primera campaña presidencial, que él podría matar a alguien en la Quinta avenida y seguir siendo candidato. Sabía que su poder era suficiente para mantenerlo alejado de la cárcel. Fuera de lo aberrante de su declaración, lo más grave es que existe una alta probabilidad de que algún otro millonario poderoso la haya comprobado en carne propia. Si las circunstancias fueron diferentes poco importa. Se cometió un delito y no hubo castigo para el culpable. Y de esas historias la mitología popular y el chismorreo nos ha regalado muchos relatos. Si hasta suena común el que el hijo de un empresario “haya tenido que salir del país por un tiempo”.
Cuando tenemos un estado de derecho débil, como el nuestro, la impunidad se acerca más a lo normal que el castigo. Las cifras son contundentes: más del 90 por ciento de los delitos graves no son investigados, mucho menos hay condenas para quienes los cometen. Eso significa, en términos latos, que, en realidad, vivimos en una sociedad bastante impune. Ni siquiera se precisa ser rico o poderoso. Basta con tener algo de suerte o de ingenio para no ser atrapado en flagrancia o estar en condiciones de escapar durante el tiempo suficiente en lo que se archivan los expedientes.
Las narrativas apocalípticas de las que hablaba al inicio suelen dar muestra de cómo, a la larga, estos procesos de impunidad terminan lesionando a las sociedades hasta niveles irreversibles (salvo que, claro está, el héroe revierta la tendencia). Hagamos un recuento rápido para saber en dónde nos ubicamos. Quizá todos nosotros hemos escuchado de personas relativamente cercanas historias de robos, violencia, delitos de cuello blanco o finales trágicos. Pocas veces, salvo cuando el asunto es muy mediático, escuchamos, en cambio, el epílogo que sería el encarcelamiento o la condena de los culpables.
¿Que cómo se resuelve el asunto? Ni idea. Sin embargo, sospecho que se requiere un esfuerzo monumental que parte de una voluntad de cambio. Algo que, tras ver cómo se procura la justicia en nuestro país, no parece ser una de las prioridades. Ojalá resistamos. Sobre todo, porque la conciencia de la impunidad, a la larga, vuelve a poner sobre la mesa la pregunta: ¿qué haríamos nosotros en caso de contar con impunidad? Las respuestas no suelen ser positivas.
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